Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 23/11/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 97 p. 188
Monición de entrada:
Antes de empezar la Eucaristía, quiero saludar a los que os vais a confirmar. Que no os impresionen mucho la altura de las bóvedas y demás, porque, aunque la Catedral sea tan bella y tan solemne, estamos en familia. Todo el Cuerpo de Cristo, todos los cristianos, somos una sola familia y, por lo tanto, estamos en casa.
El momento de la Confirmación es un momento bellísimo. Es la historia del Amor de Jesucristo por vosotros, por cada uno de nosotros, que se hace actual, inmediata, en el don de los sacramentos. En la Confirmación, en la Eucaristía, en el perdón de los pecados es el Señor el que se nos da. Pero en la Confirmación lo hace de una forma muy especial, como don de Amor y promesa de fidelidad del Señor a ese Amor por cada uno de vosotros para siempre. Por lo tanto, es siempre una celebración de gozo, preciosa, y en un día como el de Cristo Rey, aún más.
HOMILÍA
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
queridos hijos,
El que vosotros os confirméis es siempre para nosotros una oportunidad y una gracia, en el sentido de que nos permite no sólo revivir el sacramento de la Confirmación, sino hacer memoria de lo que significa ser cristiano, y eso es siempre como un regalo, como un amanecer, como un retomar la mirada original sobre las cosas, sobre la vida, sobre nosotros mismos, sobre el mundo, sobre nuestras relaciones, sobre todo.
Y la fiesta de Cristo Rey, que es con la que terminan las celebraciones del año litúrgico de la Iglesia (el domingo que viene empezará un nuevo año litúrgico, un nuevo ciclo de Adviento, de preparación para la fiesta de la Navidad), es como un resumen de lo que significamos nosotros para Dios, y de lo que significa Dios para nosotros. ¿Por qué? Voy a tratar de explicarlo lo más brevemente que pueda.
Fijaos, nuestro corazón es como los imanes. Tú acercas un imán a cualquier metal y se pega. Y nuestro corazón es como los imanes, está hecho para pegarse. Y, ¿a qué se pega el corazón?, ¿a qué tiende espontáneamente el corazón? Pues tiende a tres cosas que podemos reconocer en la realidad y que constituyen tres palabras que, a lo mejor, en distintas culturas representan cosas algo diferentes, pero en las que básicamente todos los seres humanos, todos los hombres y mujeres podemos reconocernos con mucha facilidad: la verdad (nos pegamos a la verdad), la belleza (nos pegamos a la belleza, donde descubrimos algo bello, la belleza nos atrae), el bien. Y el mayor de los bienes, quizá donde se unen más verdad, bien y belleza, ¿sabéis qué nombre tiene en la historia de nuestra tradición cristiana? Amor.
Vivir en el amor es vivir en la verdad. Vivir fuera del amor es vivir en la mentira de una manera que la vida se vuelve oscura. Pero, además, el amor es realmente lo más bello de la vida. En todo ser humano, en cuanto empieza a ejercer su razón y a reconocer el valor de las cosas, se da como espontáneamente esa intuición, esa percepción que hace que la vida merezca la pena (una vida sin amor es una vida terrible, se vuelve terrible, y el mismo corazón se empequeñece), y entonces vinculamos espontáneamente la experiencia de poder participar en el amor, de poder recibir y dar amor, como el bien supremo de la vida, el bien sumo.
Esta característica de nuestro corazón de ser como un imán que se pega a esas cosas es lo que Dios ha puesto en nuestro corazón para que podamos reconocerLe. Porque es verdad que nos podemos pegar, y nos pegamos de hecho, a muchas cosas que tienen siempre un reflejo del Amor más grande, que llamamos amor aunque no lo sea del todo, o no lo sea más que un poquito, o casi nada, pero que se parece al amor (y a veces nos dan gato por liebre, y se nos vende como amor cosas que no lo son, y el signo de que no lo son es que, quien tiene eso, se queda vacío después, no crece la persona, no hay alegría; y a veces se nos vende como belleza cosas que no son bellas, o como bien cosas que no los son, como si en este mundo dominado por la producción se nos vendieran alimentos deteriorados, y se nos vende como promesa de felicidad algo que no da la felicidad). Pero eso no impide que ese imán, que es nuestro corazón, esté hecho para pegarse allí donde reconoce algo de bien, de belleza, de verdad; algo de amor, como bien, verdad y belleza supremos.
Y, en ese pegarnos, es como si estuviéramos atados por un hilo al amor, a la verdad, a la belleza y al bien. Y, al final, nuestro corazón sirve a esa realidad, y sirve a lo que percibe como su bien supremo. Una religión es eso: el modo como nuestro corazón se apega a algo que percibimos como el bien supremo, porque siempre hay algo que percibimos como el bien supremo. Es decir, el corazón, que se pega a muchas cosas, se pega siempre a una que es como un centro. Los seres humanos tenemos muchas relaciones, muchos amigos, pero hay un aspecto de esas relaciones que es como la relación nupcial, podríamos decir.
¿Qué significa la relación nupcial? La nupcialidad forma parte del ser humano, de la misma manera que forma parte del ser humano el ser hombre o el ser mujer, y de la misma manera que forma parte del ser humano el ser hijos; y no hay ningún ser humano que no sea hombre o mujer. Y no hay ningún ser humano que no tenga, en ese imán de su corazón, la búsqueda de un punto central que sería como el que ordena toda la vida. Eso es la nupcialidad, un tipo de amor, una belleza, un bien, una verdad que es como si reclamara el don de la vida entera. Y eso no significa que ese bien, o esa verdad, o esa belleza se contrapongan a otras cosas. No. Pero es el centro. Y ese centro al que nuestro corazón sirve es nuestro dios y es nuestro rey.
Es verdad que los seres humanos podemos servir a cosas muy estúpidas, y hacer dioses falsos. La historia de la humanidad es la historia de cómo los seres humanos, buscando la verdad, el bien y la belleza fabricamos un montón de dioses falsos. Para muchas personas (pienso en todo el periodo del nazismo en Alemania), Hitler, o el nacional socialismo, se había hecho el dios al que se servía, al que se sacrificaba todo, la familia, las relaciones humanas. Había películas que enseñaban que un buen niño era el que denunciaba a sus padres si sus padres no eran del Partido. Hasta tal punto se convertía eso en el centro del corazón y de la vida.
Muchos de nosotros tenemos experiencia de personas que viven para el dinero, como si pudiera darnos la felicidad, como si nos pudiera salvar. Siempre nos pegamos a algo. Cuando la gente dice “yo no creo en nada…” ¡Mentira! No creerás en la Iglesia, no creerás en la religión cristiana, pero tu corazón tiene un centro. Y ese centro, o vale tu vida, es decir, o es un bien tan grande que vale realmente tu vida, o siempre será algo más pequeño que tu vida. Quienes sacrifican toda su vida al dinero suelen ser personas no felices. Y uno ve en el mundo en el que estamos cuántas personas no son felices justamente por eso. Por eso, por ejemplo, poner el dinero como si fuera Dios, como si fuera el Esposo, cuántas familias destruye, porque la vida de familia es infinitamente más bella, más buena, más rica que tener más dinero. Y, sin embargo, cuántas veces el dinero, una partición de una herencia mal hecha, rompe tantas familias. Se sacrifica la vida, las relaciones, a la economía. Y luego esa economía es un castillo de naipes, y ahora mismo vemos todos lo fácil que es que se venga abajo en cualquier momento, porque es eso: un castillo de naipes artificial al que, sin embargo, los seres humanos sacrificamos todo.
No hace mucho, me decía una madre que tenía que trabajar a muchos kilómetros de donde están sus hijos, y sus hijos, pequeños, la necesitaban porque ella estaba sola, y, sin embargo, las obligaciones del trabajo y la insensibilidad para pensar que el que una familia viva unida es un bien al que hay que sacrificar tantas cosas de la vida económica se lo impedían. Y cuántos matrimonios hay en los que él trabaja en Valencia y ella en Sevilla (y me estoy refiriendo a un caso real), sin ninguna sensibilidad para lo que significa el bien de la familia. Hay más conciencia del bien que significa que cada uno tenga su sueldo. Y se crea un mundo en el que eso es casi necesario. Pero eso es el modo en que todos servimos al dios dinero sin darnos cuenta, casi sin pensarlo. El dinero es nuestro rey verdadero, o el bienestar. Porque el dinero lo podemos ver como instrumento para comprar cosas. Pero somos como los niños con los juguetes, que reciben tantos juguetes, tienen tantos, que a los cinco minutos se han cansado de ellos, y no nos hacen felices, no somos una sociedad más feliz. La prueba es que somos una sociedad más envejecida, y con menos energía para transmitir el don de la vida a generaciones nuevas, porque hemos dejado de percibir la vida como un don, y muchos seres humanos la vivimos como una carga.
Y en medio de este panorama, que a lo mejor os parece un poco sombrío, y que sin embargo a mí me parece que es la realidad en la que vivimos, en la que todos estamos, uno descubre el valor de lo que significa celebrar a Cristo Rey. Celebrar a Cristo como Rey significa reconocerLe como el Señor de nuestros corazones y del mundo. Y es Señor, no entendido en las claves de este mundo, y quizá eso es lo primero que hay que explicar. Los señores de este mundo nos esclavizan. Cuando dejamos que lo que atraiga el imán de nuestro corazón sea el disfrute de cosas, o el disfrute de personas, el utilizar a personas, el poseer cosas o personas, cuando hacemos de eso el ideal de felicidad de nuestra vida, eso nos devora, nos destruye, se vuelve contra nosotros. Y la grandeza de poder celebrar a Cristo como Rey es que servir a Cristo es ser librado de los ídolos falsos, de los dioses falsos, de los reyes falsos, de los reyes que nos esclavizan y nos destruyen.
Ser siervo de Cristo es ser libre. No ser siervo de Cristo, renegar de esa servidumbre (no hablo de quien no ha conocido al Señor, de quien no tiene experiencia ni conciencia de Cristo, aunque quizá haya estado en catequesis y le hayan hablado de Él, pero que nunca se ha encontrado con Jesucristo; no estoy hablando de eso), para quien lo ha encontrado y lo ha conocido y renuncia a Él para ser siervo de otras cosas, se esclaviza, se destruye, ¡Dios mío!, pierde un tesoro y se pierde a sí mismo. Porque ser siervo de Cristo es acceder a la libertad, es ser libre de los reyes, de los poderosos, de los dominadores, de quienes tienen la pretensión de apoderarse de nosotros, de ser nuestros dueños.
Ser siervo de Cristo es lo que permite que florezca un modo de humanidad que es la que nos describe el Evangelio. ¿Qué quiere decir que en el Juicio final se nos juzgará sobre el amor? ¿Qué quiere decir “Venid a mí, benditos de mi Padre, porque tuve hambre y me disteis de comer”? Que la medida de nuestra vida es el amor, y que acogiendo el amor infinito de Jesucristo nuestra humanidad florece, crece, a diferencia de los ídolos de este mundo, que sirviéndolos nos hacemos cada vez más pequeños, más mezquinos, más amargos, más ácidos en nuestra relación con la vida. Sirviendo a Cristo la humanidad se expansiona, es como respirar aire puro, es acceder a la libertad, es poder amar, es poder vivir para amar. Y, por tanto, es encontrar la verdad, la belleza y el bien que nuestro corazón busca inevitablemente. Y poder poner en su sitio todas las verdades y todas las bellezas que hay en este mundo, de tal manera que pueda dar gracias por ello, reconocer su valor, amarlo, acogerlo con gratitud. Vivir contento por su existencia, porque existen las cosas, porque existe la amistad, porque existe la gratuidad, porque existe el amor, ¡porque estamos vivos!
Yo recordaba hace pocos días una cosa que me pasó hace muchos años con una mujer (no era católica, era cristiana baptista) en un colegio donde yo estudiaba y era la cocinera; una mujer que, luego, yo supe que había sufrido mucho. Yo era el primero que bajaba a desayunar porque mis clases empezaban muy temprano, y mi inglés era muy pobre en aquel momento (yo estaba en EE.UU.). Y todos los días me preparaba una frasecita para decirle algo bonito a Anny, que se llamaba así. Y un día que estaba lloviendo a mares, jarreando, le pregunté: “Anny, ¿qué días le gustan más a Vd., los días que llueve o los días que hace sol?” Y no se me olvidará aquella mujer, que era muy bajita, que me miró con cara de desprecio como diciendo “qué tonto es este hombre”, y me dijo: “Estoy tan agradecida a Dios y tan contenta de estar viva que me tiene absolutamente sin cuidado lo que haga”. Y yo dije para mis adentros: “Te acaban de dar una lección fantástica”.
Ser cristiano es estar tan agradecido y tan contento de estar vivo, y de las cosas buenas con las que el Señor llena nuestra, que, en cierto sentido, las cosas malas dan igual. Entendedme, sólo en cierto sentido, porque si te acaban de dar una puñalada, la puñalada te duele; si tienes un matrimonio que se está rompiendo, cómo se vive eso; si tienes enfermo a alguien a quien quieres mucho, se vive como se puede. La cruz, el dolor, el valle de lágrimas está ahí, y no podemos obviarlo, pero en ese valle de lágrimas ha resplandecido una luz, y esa luz es el Amor de Jesucristo. Ese Amor de Jesucristo se nos ha dado. “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y se nos ha dado para siempre.
Se os dio, y ahora me dirijo a los que os vais a confirmar, y a los demás que ya estamos confirmados; se os dio para siempre en la Cruz. Cuando Él entregó su Espíritu, se unió a nosotros para siempre. Esa Alianza nueva y eterna de la que Él habló en la Última Cena, y que recordamos en la Eucaristía, “esta es mi Sangre, derramada por vosotros, Sangre de la Alianza nueva y eterna”, es decir, de un amor sellado por la sangre para siempre. Pero nosotros no habíamos nacido, y no podíamos participar de esa Alianza. ¿Cuándo empezamos a participar de ella? En el Bautismo. Por el Bautismo ya hemos recibido el Espíritu Santo, el Señor ya es uno con nosotros, ya podemos decir que somos suyos, con lo que eso lleva consigo, y es lo más bonito de todo, y es que Él es nuestro. Eso ya ha sucedido con el Bautismo, que tiene, además, una expresividad nupcial clarísima, como la tiene la Eucaristía y como la tiene la Confirmación.
Y en la Confirmación, ¿qué sucede? La Iglesia latina ha separado la Confirmación del Bautismo para que nosotros, en una edad en la que ya podemos darnos cuenta de lo que significa que Jesucristo se dé a nosotros y nos ame con un Amor infinito, podamos decirLe: “Sí, Señor, yo acojo ese Amor”. Pero vosotros no venís aquí a confirmar un propósito de ser buenos. Es Jesucristo quien confirma el don de su Espíritu que hizo a todos nosotros, y potencialmente a todos los hombres, en la Cruz. Por lo tanto, lo que sucede es menos un compromiso vuestro que un regalo que recibís.
¿Qué significa ese regalo? Yo no os conozco, y seguro que tenéis cualidades y defectos, como todos los seres humanos, pero Jesucristo os conoce absolutamente, para Él sois absolutamente transparentes: vuestra mente, vuestro corazón, todo. Y, ¿qué significa ese regalo? Que conociéndoos perfectamente, sin ninguna condición por vuestra parte, os ama con un Amor infinito, y os ama para siempre, nunca os abandonará. A lo mejor vosotros os olvidáis de este día, y a lo mejor un día os olvidáis de que el Señor os quiere, y a lo mejor la vida es dura, y esa dureza de la vida os hace pensar que Dios no está cerca de vosotros. Pero yo os juro por el Dios vivo que el Señor no se apartará ni una milésima de milímetro de ninguno de vosotros, para siempre. Su Amor no os va a abandonar. Vosotros podréis darLe la espalda, pero Él no os la dará jamás. Y eso es lo que celebramos: el gozo de esa certeza.
Eso es lo que significa ser cristianos. Somos cristianos porque hemos conocido ese Amor, porque tenemos la experiencia de ese Amor, porque servir a ese Rey es empezar a vivir de verdad. Empezar a vivir de verdad la vida, poder entender qué significa trabajar de una manera humana, qué significa quererse, qué significa estudiar; qué significa nacer y qué significa morir; qué significa vivir a la luz de un Amor tan grande que nos revela para qué está hecho ese imán de nuestro corazón. Aunque un día os caséis, el Esposo (con mayúscula) seguirá siendo Jesucristo. Y si el Esposo está presente en vuestro amor matrimonial, y lo acompaña, y es como la fuente de la que vuestro amor matrimonial vive, vuestro amor matrimonial será un bien precioso que crecerá con el tiempo.
Si falta Jesucristo, estáis abocados a una frustración, porque le pediréis a un pobre ser humano (a vuestro marido, a vuestra mujer) que os haga felices. Y un pobre ser humano no puede ser el Esposo. El amor humano es precioso como signo del Amor del Esposo, pero el Esposo sólo es Dios. El punto focal de ese imán para el que nuestro corazón está hecho se llama Dios. Sólo Dios sosiega en plenitud y abre el horizonte de una abundancia que no tiene fin, que puede crecer siempre, que los cristianos llamamos vida eterna. Vida eterna, es decir, plenitud inagotable de riqueza, de vida, de amor, de gozo, de alegría, de alabanza, de música, de fiesta… Las imágenes que el Señor usaba eran esas: un banquete de bodas.
Vamos a darle gracias de nuevo al Señor. Yo voy a pedir que profeséis de nuevo la fe, y nos unimos todos a esa profesión de fe. Como se trata de una alianza, yo os preguntaré a todos si ratificáis que la fe que ellos van a profesar no me la he inventado yo, o no se la han inventado sus párrocos o sus catequistas, o si es la fe de la Iglesia católica. Al profesar esa fe no estáis diciendo un ideario. Estáis diciéndoLe al Señor que Le conocéis, que conocéis su Amor, y porque lo conocéis, podéis esperar de Él lo que no podríais esperar de nadie, ni siquiera de vuestros padres o de la persona que más os quisiera en este mundo: el perdón de los pecados, la resurrección de la carne y la vida eterna. Eso es lo que decís. Y que acogéis ese Amor.
Yo os decía que la Confirmación, al igual que el Bautismo y la Eucaristía, la Alianza nueva y eterna, suena completamente a matrimonio. En la Confirmación, la respuesta a las preguntas sobre la profesión de fe, cuando decís “Sí, creo”, están recordando a la forma más común de la alianza matrimonial, cuando uno dice “Sí, quiero”. Porque ese “Sí, creo” es reconocer ese Amor que el Señor nos ofrece y acogerlo en la propia vida. Eso es recitar el Credo.
Monición antes de la Confirmación:
Una de las cosas que hemos pedido es el espíritu del santo temor de Dios, y es uno de los dones del Espíritu Santo. Sólo quiero deciros que el santo temor de Dios no es tenerle miedo a Dios. Es otra cosa muy distinta. Tan distinta como el miedo que pueda tener una chica que ha encontrado al mejor de los novios: su único miedo es a que se lo quiten, o a perderlo. Ése es el santo temor de Dios. No tenerle miedo a Dios.
Lo diré mientras viva. El miedo a Dios, o esa referencia a Dios como alguien que produce miedo, es una perversión de la fe cristiana, y muchas veces eso ha alejado a tantas personas de la experiencia del Dios verdadero, de Jesucristo, tantas veces. Miedo a Dios, nunca. Aunque uno hubiera hecho la mayor monstruosidad que uno pudiera imaginarse en la vida. En ese caso, sólo Dios es capaz de abrazarte. A lo mejor no queda nadie en el mundo capaz de hacerlo, y Dios seguirá siendo capaz de hacerlo.
¿Miedo a Dios? ¡Nunca! No hay nada en Dios y en nuestra experiencia de lo que es el miedo que vincule esas dos cosas. El santo temor de Dios es el de quien tiene una joya y tiene miedo a perderla, o a que se la roben; el de quien ha encontrado un amor precioso y lo cuida porque no quiere perderse aquello. Ése es el santo temor de Dios.
Monición antes de la Bendición final:
Antes de daros la Bendición, culminación de esta preciosa celebración, os vuelvo a recordar que el Señor estará con vosotros para siempre, y ése es el tesoro más grande que uno tiene en la vida, el que hace que los demás tesoros, las demás cosas bellas y hermosas, valgan la pena.
También quería deciros dos cosas a todos, también a los que nos seguís por las cámaras de televisión. Mañana empieza la Asamblea plenaria de la Conferencia Episcopal. Yo salgo esta tarde ya para allá. Os pido que oréis para que en nuestras deliberaciones, en nuestros trabajos, resplandezca la comunión de la Iglesia, y juntos sepamos serviros mejor al Pueblo cristiano, a la Iglesia que camina en tierras de España.
La otra cosa es que el domingo que viene no estaré con vosotros. No porque no sea mi mayor deseo el estar con vosotros, sino porque se despide D. Antonio Dorado, el Obispo de Málaga, y su despedida es a las doce, y por tanto no hay forma de poder estar aquí con vosotros. No sabéis la pena que me da cada vez que falto a esta Eucaristía con vosotros, porque os prometo que es mi gozo y el momento culminante de la semana, en todos los sentidos, y cuando no estoy lo echo muchísimo de menos, y por eso procuro evitarlo. Pero D. Antonio termina su ministerio, ha servido muchísimos años, siempre en Andalucía, primero y Cádiz y después en Málaga, donde ya lleva muchos años, y en su despedida, como Arzobispo suyo (la Diócesis de Málaga pertenece a la Provincia Eclesiástica de Granada) tengo que estar allí, al igual que tendré que estar el día que tome posesión el nuevo Obispo en Málaga, sólo que no será domingo. Por tanto, os faltaré, pero mi corazón está con vosotros aunque no esté aquí, que lo sepáis.
Que disfrutéis muchísimo, con vuestros amigos y con vuestra familia, del día de vuestra confirmación.