Imprimir Documento PDF
 

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Virgen María

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 08/12/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 97 p. 204



Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,

La tentación es tentación porque contiene siempre dentro de sí una promesa de bien. No necesariamente porque nos ofrece un mal, sino que nos ofrece un bien haciéndolo mucho más grande de lo que es, vinculando a la obtención de ese bien una felicidad que sólo Dios puede realmente dar. Cuando en el relato del Génesis la serpiente tienta a Eva, le dice: “Si coméis de este fruto, seréis como dioses”. Y eso tenía su conexión con el corazón de Eva y de Adán, porque el corazón humano está hecho para ser como Dios. Creado a imagen y semejanza de Dios, nuestra vocación es participar de la vida divina. Y ése fue el enganche, por así decir, que usó la serpiente, según el relato del Génesis, para engañar a los hombres: invitarnos a algo verdadero mediante unos caminos que no conducen a eso. Y ése sigue siendo, porque la historia que narra el Génesis, en un lenguaje simbólico, es la historia de la humanidad contada desde la experiencia que el pueblo de Israel tenía de su relación con el Dios de la Alianza, con Yahvé, y del modo de hacer Yahvé las cosas y de tratar a los hombres, y su experiencia de la vida contada desde la Alianza con Yahvé.

Eso es lo que refleja el final del relato: “Pondré una enemistad entre ti y la mujer, entre su linaje y el tuyo. Tú te revolverás contra ella, y le morderás en el talón, y ella te pisoteará”. Y en ése “ella te pisoteará” la tradición cristiana ha visto siempre, desde el principio, el triunfo de la nueva Eva, de María sobre la serpiente. Pero en María y en Eva hay como dos imágenes que se parecen y, a la vez, se distinguen. Las dos son madres de la humanidad. En español uno no comprende por qué dice: “Se llamará Eva, por ser la madre de todos los vivientes”. En hebreo y en arameo, la raíz del nombre de Eva está tomada de la raíz de “vivo”, “vivir”, y el nombre de Eva habla de vida.

Eva, la madre de esta humanidad que vive en penumbra, intuyendo bienes en los que deposita a veces todo su deseo de Dios, y que una y otra vez nos defrauda, nos deja insatisfechos; y, a veces, percibiendo una oscuridad que nos hace temblar. Y la figura de María, que es el comienzo de una humanidad distinta, acabada, redimida, bella, agradecida, contenta. No somos capaces (en parte por siglos recientes de una educación cristiana orientada en otra dirección; y en parte porque las palabras del Evangelio y de los escritos cristianos de los primeros siglos nos resultan tan familiares que estamos acostumbrados a ellas) de imaginarnos la explosión de gozo y de alegría que el encuentro con Jesucristo y la experiencia de la redención de Cristo y de su misterio pascual supuso en la humanidad. Un nuevo gusto por la vida, una nueva posibilidad de una alegría que no está vinculada a un acontecimiento fugaz, sino al hecho de ser hombres y de ser mujeres, al hecho de vivir. Porque el vivir se había iluminado por la redención de Cristo de un modo nuevo que permitía amar la vida, en medio de nuestra carne mortal, y en medio de nuestra trama de pasiones.

El Señor no se libró de ninguna de ellas por ser el Señor: fue víctima de la envidia, del orgullo, de los celos, de la cerrazón de los responsables del pueblo de Israel. Y, sin embargo, en esta trama ha resplandecido una luz más grande que todo nuestro mal, que todas nuestras miserias, y que ilumina la vida.

La tentación “seréis como dioses”, que tenía ese punto de verdad, se ha hecho cultura en los siglos de la Modernidad. El hombre se ha creído, lleno de orgullo por las obras que la civilización cristiana había creado, que podía preservar la conciencia de la dignidad humana, la conciencia de la libertad, la conciencia de la dignidad sagrada de la mujer, por ejemplo, o del valor sagrado e infinito de la vida humana, la conciencia de unas relaciones cooperativas hacia el bien común… Todo ese tipo de cosas ha creído que eran fruto de las obras de los hombres y que con ellas podríamos construir nuestra torre, construir nuestro cielo, sin necesidad de la educación de la Iglesia, sin necesidad de ser educados en la Redención de Cristo, sin necesidad de hacer la experiencia de la gracia que nos salva. Qué tragedia tan grande, cuando uno piensa, por ejemplo, lo que han significado en el siglo XX las guerras mundiales, la destrucción de lo humano que vemos de tantas maneras. La soledad pavorosa de tantos hombres y mujeres de nuestro tiempo, que han creído construir sus vidas justamente sobre la nada, y construirse a sí mismos sobre la nada, sólo con sus propias manos. ¿El resultado? El vacío y la soledad, el cansancio de la vida, la dificultad casi física para amar la vida.

Comprendo que esto no es ni política ni culturalmente correcto, y más aún en el mundo en el que estamos, nacido de esa utopía falsa, ante la que el cristianismo resulta casi como una corriente “anticultural”, o como una posición “alternativa”, en el sentido que esas dos palabras han tenido en las últimas décadas. Porque ser cristiano es afirmar una libertad de pensar. Y, además, afirmarla como fruto de una experiencia, de la experiencia de ser Iglesia, de la experiencia de poder participar del don de Cristo en la comunión de la Iglesia por la sucesión apostólica, por el don que permanece vivo, en medio de la fragilidad de este Cuerpo y de quienes tenemos que representar y dar ese don de Cristo a los hombres, en medio de todos nuestros pecados.

Sin embargo, Cristo sigue generando esa humanidad bella, que empezó un día en una mujer sencilla. No nos podemos imaginar el tipo de desproporción que significó. Pensad en un pueblecito de las Alpujarras, Nechite, Murtas, Turón, Pitres. Y que de repente se empezase a afirmar que de una jovencita de uno de esos pueblos dependiese la salvación del mundo entero, la esperanza para el mundo entero. No nos podemos imaginar el tipo de presunción o de locura que significa el Magnificat. “Desde ahora me llamarán buenaventura todas las generaciones”. Y era una jovencilla de un pueblo más pequeño que los que acabo de nombrar. Y lo cierto es que, dos mil años después, la seguimos amando. Lo cierto es que millones y millones de personas celebran este día el triunfo de la gracia en Ella, el comienzo de una humanidad que es para nosotros, porque la gracia de la Virgen, como todas las gracias, no son solamente para alabanza y alteza de la persona, ¡claro que lo son!, pero son para grandeza de la persona justamente porque todo lo que se recibe de Dios es para darlo, es un río de vida y de fecundidad. Y la vida que empezó en aquella muchacha de Nazaret es para todos nosotros.

Y la vida que empezó en Ella nos enseña una cosa vital en este mundo donde el hombre trata de construir su vida sobre el vacío, sobre la nada, y que produce eso que algunos pensadores de hoy llaman “el enamoramiento con la muerte del hombre contemporáneo”, ¡qué terrible expresión!, pero certera muchas veces para describir nuestra cultura.

La Virgen ha abierto un espacio nuevo de gusto por la vida, de alegría de vivir, de posibilidad de reconocer un signo del Amor infinito de Dios en todo lo creado, y en todo gesto bello, bueno, verdadero, que nos acompaña en la vida. La Virgen ha inaugurado una humanidad en la que es posible reconocer a Dios en todas las cosas. Sólo Ella, y nadie antes que Ella, podía tener a su bebé en brazos y mirarle y adorarle, estando haciendo el mismo acto que podría hacer el Sumo Sacerdote del Templo de Jerusalén. Cuidar o dar de mamar a su Hijo era exactamente un gesto de adoración tan sagrado como ese entrar en el Santo de los Santos, que sólo podía hacer el Sumo Sacerdote una vez al año. Y eso es lo que ha quedado abierto para nosotros cuando decimos que “somos un pueblo de sacerdotes”, ¡claro!, porque tenemos acceso a Dios, o, mejor dicho, porque Dios ha abierto un acceso hasta el corazón de cada uno de nosotros para morar en nosotros.

A mí me sorprende siempre (me lo habréis oído decir más veces, pero, ¡es tan bello!) cómo la Iglesia antigua entendió que la Eucaristía era la prolongación de la Encarnación, el don del Espíritu Santo sobre los dones, que los llena, los transfigura, los llena de la Presencia de Cristo, y nos los da. Es exactamente la misteriosa realidad que prolonga en la Historia para nosotros, que vivimos en el siglo XXI, aquella escena del Evangelio: “El Espíritu Santo Te cubrirá con su sombra, y lo que nacerá de Ti será llamado Hijo del Altísimo”. Dios viene a nosotros con la misma verdad y con el mismo misterio con el que vino a la Virgen. Pero aquella posibilidad, para la cual cada gesto humano de la vida cotidiana era exactamente un gesto hecho delante del Santo de los Santos, se convierte en la condición abierta y posible para toda la humanidad. Ése es el don de ser cristianos, ése es el orgullo (en el sentido vulgar del término, entendedme) de ser cristiano. ¡Es lo más grande! ¡Es lo que llena la vida de gozo, de sentido, de luz, de luminosidad! Y no nos libra de nada de lo que constituye la miserable, mezquina trama humana de pequeños orgullos y de pequeñas vanidades, y envidias, y lujurias, y todo lo que queráis. Y, sin embargo, en medio de esa trama resplandece una estrella nueva. En medio de esa penumbra, se abre una luz que ilumina nuestra vida.

Y esa luz nos la has abierto Tú, Madre nuestra. Y Tú nos haces que seamos como dioses de verdad, sólo que de otra manera. En lugar de como una conquista del hombre, como una gracia que se recibe. En lugar de como fruto del esfuerzo humano que hace que haya unos poquitos triunfadores, y todos los demás unos fracasados de la vida. Y los mismos triunfadores, cuando uno ve sus vidas, cuántos sacrificios por algo tan pequeño, por una cátedra, por un ministerio, por un puesto en la política, por un triunfo en el deporte: la vida entera, la salud, la familia, todo se sacrifica a ese pequeño éxito que dura lo que duraban las coronas de laurel de los triunfadores de las antiguas olimpiadas o de los juegos del circo. Nada.

Tú nos das la posibilidad de ser hijos de Dios. Y Tú nos muestras en tu vida que la tarea humana, que la vocación humana, tengamos la edad que tengamos, la cultura que tengamos, es una humanidad nueva nace en cuanto uno acoge el don de Dios como una gracia. Y el dogma de la Inmaculada afirma de una manera tajante, absolutamente radical, que la gracia nos precede siempre, que la plenitud humana para la que estamos hecho no se obtiene como fruto del esfuerzo humano, sino como fruto del reconocimiento de un don que precede siempre, como nos precede la vida.

Nuestra inteligencia está nublada por la serpiente en sus versiones modernas. “Seréis como dioses”. Y nos creemos que eso lo tenemos que conseguir nosotros. Y la paradoja es que, la consecuencia de eso, es la desnudez, es la tierra de los abrojos y las zarzas, es el llanto, y el odio y la envidia entre Caín y Abel, es la historia del pecado. Y la Virgen nos muestra otro camino, y eso es lo que proclama, en una radicalidad absoluta, el dogma de la Inmaculada.

No nos tendría que ser extraño la verdad que anuncia ese dogma, porque alguna experiencia tenemos. La vida, lo más precioso que tenemos, ¿nos la hemos dado a nosotros mismos? ¿Hemos decidido el tipo de vida que queríamos tener? ¿Hemos escogido a nuestros padres? ¿Hemos escogido el lenguaje que queríamos hablar? ¿La cultura? ¿Hemos escogido un tipo de humanidad como se escogen las cosas en el mercado, o como creemos que se escogen el hombre y la mujer, o como nos creemos que se escogen las cosas que se hacen en la vida, los mismos amigos? La experiencia más elemental del hombre nos dice que somos fruto de una gracia, que la vida nos ha sido dada.

Y Cristo nos pone de manifiesto, y nos revela como fruto maduro en la figura de su Madre, que todo lo que Dios espera de nosotros es que nos fiemos de Él, que acojamos su Amor, y que recibamos su Palabra, y que sólo así nuestra vida florece sin límites, desde nuestra pequeñez, pero de una manera extraordinariamente bella. La Iglesia hace suyo todas las tardes el cántico de la Virgen. “Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador, porque ha mirado la pequeñez, la bajeza, de su Sierva”. Te has fijado en nuestra pequeñez, que, hasta para nosotros mismos, resulta pequeña. Y sin embargo Tú, Señor del Universo, para quien todas las galaxias y las estrellas son como una mota de polvo en la palma de la mano, Te has fijado en cada uno de nosotros, nos amas con un Amor infinito, y nos invitas a participar de tu Vida. “Te has fijado en la humildad de tu Sierva”, “grande es tu gracia”.

Hacemos nuestro el cántico de la Virgen, hacemos nuestras las palabras de la Virgen, porque tenemos los mismos motivos para hacerlo. Hemos podido reconocer que nuestra plenitud está al alcance de la mano, simplemente con acoger el don de Dios.

Señor, que esta verdad, que este don fructifique en nosotros, y lo haga de una manera pública, visible, en nuestra vida (en nuestra vida de trabajo, de familia), de forma que seamos conscientes de que vivimos de tal manera rodeados, precedidos, acompañados, sostenidos, por la gracia del Señor, que todos nuestros gestos, hasta los más pequeños, son la prolongación del mismo gesto de la Eucaristía, del mismo don que se nos hace en la Eucaristía. Y toda nuestra tarea en la vida, para poder vivir contentos, es acoger ese don, dejarnos querer por Dios, dejar que Cristo llene nuestros pensamientos, nuestros deseos, nuestro corazón, nuestra vida. Y la vida así se cumple, se hace bella. Tan bella que, quien tiene experiencia de ello, no lo cambiaría absolutamente por nada de lo que este mundo pueda darnos.

Madre Inmaculada, concédenos esta gracia, concédenos vivir con la alegría que brota de este don, que brota de esta agua que sacia nuestra sed, de la que tu Hijo dijo que “salta hasta la vida eterna”. Que así sea para todos nosotros.

Antes de la Bendición final:
Siempre me quedo con la conciencia de que me expreso mal. La verdad cristiana es tan bella y tan impresionante que tengo siempre la conciencia de expresarlo muy mal. Pero, cuando decía que el fruto de la Redención de Cristo es que la vida humana es sagrada, ponía un ejemplo muy concreto, y valdría cualquier otro. Significa que todo lo que hay en ella de bello, de bueno, de grande, todo nace de Dios, y tiene su plenitud en Dios. Para un cristiano todo es sagrado. Y, por eso, la vida entera es acción de gracias y alabanza y gozo, aun en medio del dolor.

arriba ⇑