Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 21/12/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 97 p. 216
Mis queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
Terminaba la lectura de San Pablo hoy con una expresión que quizá resume todo lo que un cristiano puede hacer siempre ante el misterio de la redención, que es un grito de alabanza, un grito de alegría, de júbilo: “¡Gloria a Jesucristo!”, al misterio que ha estado oculto en Dios hasta el momento de su manifestación a nosotros, “¡Gloria a Él por los siglos de los siglos!”, para siempre.
Si miramos esa historia desde que a nosotros nos es accesible, desde el comienzo del pueblo de Israel en la figura de Abraham, es la historia de la fidelidad de Dios. Uno de los salmos más repetitivos, pero al mismo tiempo más consoladores del Antiguo Testamento, es justamente: “Porque es eterna tu fidelidad hiciste todas las cosas”, “Sacaste a Israel de Egipto porque es eterna tu fidelidad”. La historia compleja, complejísima, que está reflejada y testimoniada en el lenguaje de su tiempo, en lo que los cristianos llamamos el Antiguo Testamento, es la historia de la fidelidad y de la paciencia de Dios. La fidelidad de Dios se expresa en la Alianza. Dios hace una Alianza con Abraham. Repetirá siglos después esa Alianza con Moisés. Y la repetirá con David, prometiéndole un linaje perpetuo.
Esa Alianza, que los hombres hemos hecho siempre todo lo posible y todo lo que estaba en nuestras manos por destruir, y que sin embargo Dios no ha roto jamás, ni se ha arrepentido jamás de ella; esa Alianza es la que encuentra su culminación en la revelación de Jesucristo, donde Dios se nos da y, al darse a nosotros, se nos desvela como Amor, como Amor sin límites, como el Amor del que todo amor no es más que reflejo y sombra. El Amor que da sentido a todas las cosas. El Amor que da sentido a la Creación, y que permite vivir el sufrimiento y las dificultades de la vida sin que el ser humano se derrumbe o se destruya.
Esa historia, bella, culmina en la Encarnación del Hijo de Dios, el centro del cosmos y de la historia humana, el centro también de cada una de nuestras historias personales. Quien ha encontrado a Jesucristo, si lo ha conocido de verdad, sabe que Él es el punto de apoyo de la vida entera, que Él es el punto que hace bellas las cosas bellas. El punto que explica e ilumina el drama de nuestra vida. El punto que nos sostiene y nos fortalece cuando las circunstancias se hacen más duras o más difíciles. Él es la misma fidelidad y la paciencia de Dios, el Amor de Dios, la misericordia de Dios hecha carne por nosotros. Para conducirnos a nosotros de la esclavitud de nuestra vida, esclavos por la sombra de la muerte que planea permanentemente sobre nosotros desde que tenemos uso de razón, y esclavos, sobre todo, de aquello de lo que la misma muerte, tal y como nosotros la vivimos, es signo, que es esclavos del pecado.
Cristo viene, y viene a liberarnos de ese poder del pecado. Eso no significa que, desde el momento que conocemos a Jesucristo, nuestras vidas están limpias de todo defecto. No. Pero nuestros límites, nuestras miserias, nuestras torpezas dejan de ser determinantes para nuestras vidas. Porque siempre hay un Amor más grande que esas miserias o que esas torpezas al que podemos remitirnos, sobre el que podemos apoyarnos, a partir del cual podemos siempre comenzar de nuevo. Un Amor que conocemos como invencible, y que no se va a dejar vencer por nuestras torpezas.
Mis queridos hermanos, es precioso. Esperar el Adviento es esperar ese Amor que ilumina la vida. Y yo entiendo perfectamente a aquellas personas que no tienen fe, o cuya fe es tan frágil y tan débil que no puede llamarse verdaderamente fe, y que cuando llegan estos días no entienden que, como por obligación, hubiera que estar alegres. Y dicen: “¿Cómo voy a estar alegre, si me falta mi madre?” Como si la vida, en el fondo, nos separara de nuestro origen, y nos hiciera más difícil vivir contentos y dar gracias por ella. En el fondo, es como si la vida no cumpliera nunca su promesa, esa promesa que todos hemos intuido cuando éramos bebés, cuando éramos niños, cuando se abrían nuestros ojos a la luz y a la vida. Y se preguntan: “¿Y por qué voy a tener que estar alegre? ¿Porque toca Navidad? ¿Es esa una cuestión de intereses comerciales, o de otras cosas?” Y yo lo entiendo perfectamente. Algunas personas lo expresan claramente, y te dicen: “Para mí los días de la Navidad son los más tristes de todo el año, por la gente que echas de menos, por los amigos con los que no estás, por las personas que te faltan”, tal vez por las heridas que el año y el tiempo han ido dejando en el propio corazón y en la propia vida.
Sólo cuando uno ha encontrado a Jesucristo puede descansar, en Navidad y siempre. Porque cada Eucaristía es una pequeña Navidad, en la que el Señor se me da a mí de nuevo, se me regala como un don, siempre fresco, siempre desbordante. Que, por supuesto, no quita nada del drama de mi existencia ni de mis torpezas, o de mis heridas, y, sin embargo, sé que puedo apoyarme en una luz más grande, sé que hay un Amor más grande en el que puedo sostenerme en mi pobreza, sobre el que puedo descansar. “Venid a Mí todos los que estéis cansados y agobiados -dijo el Señor- y Yo os aliviaré, y encontraréis vuestro descanso”. Ese descanso es el que celebramos en Navidad. La venida, la realidad, la experiencia viva, porque no es simplemente que nos lo han contado y nos lo creemos, sino que, cuando uno acoge a Jesucristo en la propia vida, uno ve, sencillamente, florecer ese don: la paz, el sosiego, la alegría, la misericordia. Y uno ve por todas partes los signos de esa misericordia, cómo nos protegen, cómo nos miman, cómo nos permiten sobrevivir al espesor, a veces terrible, del misterio del mal.
Por eso, como dice la Iglesia en estos días de Adviento, “levantaos, alzad la cabeza, se acerca vuestra liberación”. Desead que Jesucristo amanezca en nuestras vidas. Él ya está junto a nosotros, lo está siempre. Está también junto a los que no Le conocen. Los ama con el mismo Amor con el que nos ama a nosotros. La única tristeza es que nosotros no nos demos cuenta, que nosotros no seamos conscientes de ello, que nos perdamos el fruto de ese tesoro.
Sólo un punto pequeñísimo que quiero subrayar, que está en las dos lecturas de hoy. La primera lectura habla de esa alianza con David, donde Dios le promete a David un reino eterno. Y continúa la historia de las promesas de Dios, que hemos venido leyendo estos domingos de Adviento. Y el Evangelio es la escena de la Anunciación, conocidísima, que tantas veces hemos escuchado y leído. El texto de la Anunciación es uno de los textos clave del Evangelio. Y la figura de la Virgen diciendo que sí al designio de Dios representa todo lo que Dios espera del hombre: que el hombre se fíe, que el hombre Le diga que sí. Pero yo quiero subrayar un aspecto que, a veces, no subrayamos tanto. Y es que, en los dos casos, lo que sucede no es tanto algo que los hombres hacemos por Dios (en un caso, David; en el otro, la Virgen), cuanto algo que Dios hace por nosotros.
David quería construir para Dios un templo. Habían conquistado la tierra de Canaán, los israelitas se habían establecido en casas, David tenía un palacio, y, sin embargo, el Arca del Señor seguía en aquella tienda con la que habían salido de Egipto y habían caminado por el desierto del Sinaí, que reflejaba las formas de las vidas sociales de aquellas tribus beduinas que poco a poco se habían ido sedentarizando en las colinas de Judá, de Samaría, de Galilea. Y a David se le ocurre que tiene que construir un templo para el Señor, que no es justo que ellos vivan en casas y el Señor, sin embargo, esté todavía viviendo en una tienda. Y Natán, el profeta, le responde: “¿Tú le vas a construir una casa a Dios? ¡Qué equivocado estás! Es Dios quien te va a construir una casa a ti, es Dios quien te va a construir un linaje a ti”.
Y en la historia de la Virgen, es verdad que la Virgen dice que sí al anuncio del Señor, pero es verdad que Dios hace con aquel “sí” lo más grande que ha hecho con nadie. Es cierto que la Virgen tuvo que pasar por la Cruz, y tuvo que criar a su Hijo y, sobre todo, el sufrimiento inefable que fue ver a su Hijo acusado y condenado y muerto por el odio y por el mal de los hombres. Y, sin embargo, aun así, la Virgen ha recibido el don más grande que jamás nadie haya recibido en este mundo. Y una muchacha de un pueblecito pequeño, que podría haber sido absolutamente olvidada, hoy es honrada, venerada, querida. Cuando nosotros Le decimos que sí a Dios, es Dios quien hace. Cuando nosotros nos abrimos a Dios, cuando nosotros acogemos a Dios en nuestra mente y en nuestro corazón, cuando acogemos su Palabra, y nos dejamos guiar la vida por su Palabra, no somos nosotros quienes Le hacemos un favor a Dios. Es Dios quien nos engrandece a nosotros. Es Dios quien nos libera a nosotros. Es Dios quien nos arranca a nosotros del olvido de la Historia, y nos hace protagonistas de la vida de un modo absolutamente único.
Decidme, ¿cuántos reyes del tiempo de David, en aquel tiempo, donde había reinos mucho más grandes que aquel pequeño reino de Judá, son recordados por quienes no sean especialistas en la Historia del antiguo Medio Oriente? Ninguno, absolutamente ninguno. Y a David le conoce todo el mundo. Es verdad que Dios le construyó una casa. Es verdad que la descendencia de Abraham es innumerable, como las estrellas del cielo. Es verdad que todas las generaciones llamarán bienaventurada a Tu Madre. Porque Dios cumple sus promesas. Pero la promesa de Dios es nuestra vida, es nuestra plenitud, es nuestra alegría. Dios no viene a nosotros para arrancar nada de nosotros, para quitarnos algo, para hacernos la vida difícil. Dios viene a nosotros, sencillamente, para hacer nuestra vida grande, para darse a nosotros, para sostener nuestra pobreza con su riqueza, nuestra pobre mortal humanidad con su divinidad inmortal. Por eso, ¡gloria! ¡Gloria a Ti, Señor! ¡Gloria a tu fidelidad! ¡Gloria a tu paciencia! ¡Gloria a tu Amor por nosotros!