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Solemnidad de la Natividad del Señor (selección de párrafos)

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 25/12/2008. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 97 p. 225



La Navidad es un misterio, pero no por ser algo oscuro, difícil, sino al contrario, por ser excesivamente luminoso, por un resplandor difícil de resistir. Y ese misterio consiste, justamente, en el hecho, por una parte simplísimo, y por otra inagotable en su capacidad de sobrecogernos, de que Dios se ha hecho uno de nosotros, de que el Hijo de Dios, compadecido de nuestra oscuridad, y de nuestra tiniebla, y de nuestro pecado, pero al mismo tiempo porque esa era la razón para la cual habíamos sido creados, nos ha permitido poder participar de la vida divina. Antes del pecado, y al margen del pecado, el hombre y la mujer han sido creados a imagen de Dios. Y hemos sido creados por Él y para Él porque, sencillamente, Dios es Amor y deseaba comunicarnos su Vida.

Lo que sucede con el pecado es que no ha sido capaz de cansar a Dios. Como decía esa novelista americana, Flannery O’connor, “a pesar de toda la miseria y toda la tragedia que a veces acompañan la vida de los hombres y la historia humana, Dios ha creído que valía la pena morir por nosotros”. Lo verdaderamente sorprendente es que, a pesar de que desde el principio de la Historia los hombres nos apartamos una y otra vez del Señor, Dios no se fatiga de querernos, Dios no se cansa de amarnos. Y el misterio de la Navidad lo pone de manifiesto, al desnudo.

“A Dios no lo ha visto nadie jamás; el Hijo de Dios, el que estaba en el seno del Padre, Él nos lo ha manifestado”. Dios ha hablado de mil maneras, ha hablado a través de la Creación, ha hablado a través de los profetas, ha hablado en la historia del pueblo de Israel guiando a ese pueblo con una ternura maternal, y sin embargo no Le parecía suficiente, ni Le ha cansado la infidelidad del pueblo, ni Le ha cansado la pobreza y la pequeñez de los hombres, sino que se ha hecho uno con nosotros. Ése es su Amor.

Nuestro refranero español dice que “obras son amores, y no buenas razones”. Si pensamos en la madre que se pasa quince días sin separarse de la cama de su hijo adolescente con leucemia, sin saber cómo es capaz de resistir sin apenas cerrar los ojos, o en la hija que se pasa años cuidando a su madre con alzheimer durante años, y mimándola con cariño; esa madre no necesita decirle a su hijo, o esa hija no necesita decirle a su madre “te quiero mucho”. ¿Por qué? Porque las obras lo dicen mucho más expresivamente y mucho mejor que cualquier palabra. Y eso es lo que Dios ha hecho con nosotros. No solamente decirnos “os quiero”. Se lo había dicho al pueblo de Israel de todas las maneras posibles, con cantos de amor de una belleza y de una expresividad inmensa, con cantos de dolor y de celo, cuando se sentía abandonado por ese pueblo al que amaba ardientemente, y en él a todos nosotros. Y, sin embargo, a pesar de que el hombre no entendiera, a pesar de que los hombres sigamos sin entender en muchos sentidos, el Señor no sólo no se cansa, sino que dice: “Quiero ser uno contigo”.

Un Padre de la Iglesia del siglo IV decía preciosamente una frase que no es frecuente oír en nuestro lenguaje cristiano común, que “Dios no puede soportar nuestra ausencia”. Es exactamente eso. Ésa es la clave profunda de todo lo que celebramos como cristianos. Dios no puede soportar nuestra ausencia. Su Amor por nosotros, pobres criaturas, por este Pueblo que vive, como dice el Benedictus, “en sombras de muerte”, es tal que se hace uno con nosotros, y viene a compartir nuestra condición. Vino en Belén de un modo que hiciera posible que pudiéramos verle y tocarle. Como dice ese mismo Padre de la Iglesia, “la Majestad inalcanzable, ni siquiera para el pensamiento humano, se hizo carne para que los pequeños pudieran tocarle”, para que los pecadores pudieran besarle, como le besó aquella mujer pecadora en casa del fariseo Simón. Ése es todo el sentido del designio de Dios.

Vino en Belén para mostrarnos que su Amor es más fuerte que la muerte, del mismo modo que estaba dispuesto a padecer en la muerte por mostrarnos que lo somos todo para Él. Y yo entiendo a quienes esto les pueda parecer un cuento de hadas, porque, a menos que uno tenga la experiencia de haber encontrado un vestigio de ese Amor en el corazón de la Iglesia, pues, efectivamente, suena a demasiado bello, y estamos acostumbrados a que la belleza no es el resplandor de lo verdadero, sino adornos de oropel, más bien falsos, imágenes, montajes, decorados para que los actores representen su papel, y sin embargo esto es otro orden de cosas. Esto es un acontecimiento que ha cambiado la Historia, que ha cambiado la historia de aquellos hombres que lo acogieron al principio. Cambió la historia de aquella pobre muchacha de Nazaret, que se ha convertido en la Mujer por excelencia de la Historia. Y a lo largo de los siglos ha cambiado la historia y la vida de todos aquellos que han acogido este anuncio en su corazón, y han empezado a vivirlo con sencillez en la comunión de la Iglesia, viviendo la vida con la certeza de estar sostenidos por ese Amor que nada ni nadie son capaces de destruir, ni siquiera la muerte.

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