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Homilía en la Solemnidad de Santa María Madre de Dios

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 01/01/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98 p. 253



Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,

Hay realidades, hay fiestas, hay celebraciones, para las cuales un día es demasiado poco. Un día pasa volando en nuestra vida, hasta para fiestas en las que celebramos acontecimientos que forman parte de nuestra historia: un aniversario de bodas, cuando esa boda es motivo de gratitud permanente para la vida y para el Señor, un cumpleaños, tantas cosas que son tan grandes que una cena o un rato de estar juntos es demasiado pequeño.

Eso es lo que la Iglesia hace con el acontecimiento del nacimiento de Jesús. El cumpleaños de Jesús (que es la razón de ser de todos los demás cumpleaños, como trataré de explicar ahora) es un acontecimiento demasiado grande como para poder encerrarlo en un día y que pase con la puesta de sol. Y por eso la Iglesia mantiene durante ocho días la fiesta de la Navidad como si fuese el mismo día. Es un día tan grande que desborda el ritmo de nuestros días ordinarios. Y con la octava, es decir, con la fiesta de hoy, terminamos la fiesta de la Navidad, el día de Navidad. Hasta hoy, hemos estado diciendo en la liturgia: “Conmemoramos este día santo en el que la Virgen, sin perder la gloria de su virginidad, dio a luz a tu Hijo, el Salvador del mundo”. Este día que dura, no sólo los ocho días que lo celebramos, sino la historia entera de nuestra vida, y la Historia entera del mundo; este día grande, que llena de sentido la vida, nos mueve a dar gracias, a adorar. La adoración es una expresión que pertenece al vocabulario del amor, y es un gesto propio. Porque lo que celebramos en estos días, el cumpleaños de Jesús, que llena de sentido los demás cumpleaños, es un gesto inimaginable de amor. Tan grande que desborda todo lo que los seres humanos, incluso en el Pueblo elegido, donde Dios había ido preparando la conciencia de los hombres para recibir al Mesías, hubieran podido pensar, soñar, imaginar jamás.

El nacimiento de Cristo es una inversión total de las categorías y de los valores. Nosotros tenemos unas ciertas categorías para medir las cosas, y para medir las personas y los acontecimientos. Y pensamos que las personas son tanto más grandes cuanto más pompa humana, o boato humano, les rodea. Y así ha sucedido siempre con las grandezas humanas y en los poderes del mundo, y sigue sucediendo, a pesar de las democracias. El poder parece como el signo por excelencia de grandeza. Y Dios ha puesto del revés las cosas. Pero las ha puesto del revés de una manera que ilumina nuestra vida de alegría. ¿Por qué? Porque Él se ha  revelado en su poder haciendo lo contrario de lo que los hombres imaginamos como expresión del poder. Es decir, haciéndose dependiente de nosotros. Se hizo dependiente de aquella Mujer, y del trabajo de José, para poder compartir nuestra vida, para expresarnos la infinitud de su Amor por cada uno de nosotros.

Lo que la Iglesia celebra en esta octava es la fiesta de la Virgen Madre de Dios. Que el Hijo de Dios haya querido hacerse hijo, haya querido depender en todo, como un niño, como un bebé, para alimentarse, para aprender a caminar, para aprender a comer, para aprender a hablar, de nosotros; que Dios haya querido hacerse, no sólo uno de nosotros, sino dependiente de nosotros; que una mujer pueda ser saludada como Madre de Dios, eso es absolutamente impensable.

Los hombres de la antigüedad, Platón, por ejemplo, se había imaginado que tal vez un dios podría cruzar la distancia entre los dioses y los hombres y explicarnos algunas cosas. Los hombres se habían podido imaginar dioses vestidos de hombres. Pero que Dios se hiciera hombre, que se hiciera uno de nosotros totalmente, desde la concepción hasta su muerte, y una de las muertes más espantosas y horribles que los seres humanos hemos podido imaginar… ¿Para qué? Para que jamás un hombre se sintiera solo, tirado en la vida, en la existencia; para que jamás uno de nosotros pudiera decir: “Dios no me entiende”, “Dios no sabe por lo que estoy pasando”, “Dios no sabe cuál es la profundidad de mi dolor”. Sí, Dios sabe. Desde el nacimiento de Cristo, Dios sabe cuál es la profundidad de nuestro dolor.

Desde el nacimiento de Cristo, no hay ser humano que pueda pensar (y nunca lo ha sido, pero se ha hecho patente para quienes hemos tenido el don inmenso de conocerlo) que nuestra vida es el fruto de la naturaleza, como los animales ¿No lo habéis pensado nunca? Los animales no tienen cumpleaños: nacen, mueren, como las hojas de los árboles. Nuestra vida es distinta, e intuimos en nuestro corazón que es distinta. Y, sin embargo, todo en nuestra experiencia nos dice que con nosotros pasa un poco como las hojas de los árboles, o como los animales. Y en el nacimiento de Cristo es evidente que no, porque en Él se revela que somos objeto de un Amor infinito. Pasamos a ser, realmente, protagonistas de una historia. Y, entonces, cumplir años tiene sentido. Porque es la gratitud por un Amor único que no acabará jamás. Y, entonces, todo, no sólo cumplir años, cada día de la vida, cada minuto de la vida, cada segundo de la vida, está lleno, Señor, de tu gracia y de tu misericordia.

Cuando ayer oía los cohetes y los gritos, pensaba: “¿Qué celebramos los hombres cuando celebramos que pasa el tiempo?” Yo creo que algo (porque tampoco los animales celebran el paso del tiempo) muy profundamente humano, el deseo de que la vida se cumpla, el deseo de que el futuro sea mejor que el pasado, el deseo de que la vida desemboque en algún lugar que sea bello y justo. Y por eso todos los seres humanos, de todas las culturas, se han deseado el bien al comienzo de lo que en cada cultura consideraban el año nuevo.

Y, sin embargo, si uno lo piensa hasta el fondo, el tiempo nos acerca a la muerte. Es todo lo que hace. Es verdad, hace crecer a los niños, pero hasta los mismos padres, a veces, quisieran detenerlo, porque experimentan que ese crecimiento es para ellos un envejecer.

Cuántas cosas hay en el tiempo. En la experiencia humana, el tiempo tiene una ambigüedad enorme que no es digna de celebración. Y uno entiende que la celebración pueda ser sólo expresión de gritos o ruidos. Gritos que no expresan una gratitud, que no son razonables. Sólo a la luz de Belén, permitidme que os lo diga con toda crudeza y con toda claridad, sólo a la luz del nacimiento de Cristo, el paso del tiempo deja de ser algo ambiguo, oscuro, dependiendo de la suerte, que no existe (la suerte ciertamente no existe), y pasa a ser un tiempo de gracia. La vida pasa a ser una posibilidad de introducirnos en un Amor que desemboca en la vida eterna y que no acabará jamás. La muerte ha perdido su aguijón sobre nosotros. Y esa sombra del pecado que planea sobre nuestra existencia y sobre el acontecimiento mismo de la muerte, se ilumina con una luz esplendorosa. Y, entonces, el tiempo es bello, porque el tiempo es siempre una ocasión de crecer. Da lo mismo tener seis, que quince, que setenta años.

Hasta la muerte ha perdido la fuerza de hacernos sentirnos esclavos suyos, porque no es más que el final del viaje. ¿Quién de nosotros estaría triste porque, después de un viaje azaroso, difícil, complicado, lleno de fatigas, de peripecias, llega a casa, al hogar caliente, donde te esperan las personas que te quieren? ¿Quién de nosotros estaría triste por eso? ¿Quién de nosotros estaría triste si alguien muy querido para nosotros tuviera que alejarse porque va a recibir un cargo grande, o el premio Nobel, o un reconocimiento a su trabajo? Al contrario, nos daría alegría a todos. Pues eso es lo que significa la muerte, el final de un viaje, la entrada en la Vida, la entrada en el Hogar, la desaparición de un mundo donde la belleza es apenas vislumbrable, donde el amor son sólo reflejos pálidos del Amor infinito de Dios.

Gracias a la Navidad nuestra vida se ha iluminado. Y todas las cosas que hay en ella, y nuestras relaciones humanas (la relación entre padres e hijos, la relación entre hermanos, a relación entre hombre y mujer, la relación entre marido y esposa, la relación de trabajo, la relación de vecinos, de ciudadanos, todo), si comprendiéramos lo que significa la Navidad, todo sería tocado por esa luz, y hecho infinitamente más bello, más hermoso, más capaz de suscitar en nosotros el gusto por la vida, la alegría de vivir, la gratitud por el inmenso don que es la vida cuando hemos conocido a Jesucristo.

¿Significa eso que vivimos en un mundo de Walt Disney, es decir, donde no conocemos el mal? No. El drama de nuestra vida está todo ahí. Pero ese drama, tu drama, mi drama, el de cada uno de nosotros, el fruto de nuestras torpezas, y de nuestras pequeñeces, y de nuestros límites, los errores que hemos cometido, las equivocaciones que hemos hecho, el daño generado: todo eso, en la cruz de Cristo, que es la consecuencia de la Navidad, ha sido ya abrazado, es abrazado. Porque, en Cristo, Dios sigue teniendo necesidad de nosotros. Y no porque Le falte algo. Ahí se revela su grandeza. Es decir, no porque tenga una necesidad, en el sentido de una carencia que nosotros suplamos. No. Dios no tiene ninguna carencia. Pero Dios se nos ha revelado en Cristo como Amor. Y es puro Amor, pura gratuidad, puro don. Somos nosotros quienes tenemos carencia de Él. Y Él tiene carencia de nosotros por su Amor. Él nos necesita. Él nos quiere. Él quiere que nuestra vida pueda ser gozosa, a pesar de nuestras pobrezas. Él nos ama con un Amor infinito que no fallará jamás, que no nos abandonará jamás, que no cesará jamás.

Repito, es algo que los hombres no hubiéramos podido imaginar jamás y, al mismo tiempo, es algo que nos corresponde, porque la verdadera grandeza humana no es ésa del boato y de la pompa. La humanidad se hace grande en la medida en que es capaz de darse a sí misma. Y eso, que está en nosotros, que ha sido creado por Dios en nosotros (en nuestra capacidad de amar, de darnos, de dar la vida por el bien de otros, aunque apenas resplandezca en algunos momentos de la vida o en algunas personas), no lo puede haber creado Dios sin que Dios lo tenga. Y eso es lo que se ha revelado en Jesucristo. Dios es así. Y de este modo nos da la clave de la existencia humana: que la vida es un tiempo que el Señor nos da para aprender a querernos unos a otros. Y aprender que somos queridos, porque eso es conocer a Dios: saber que somos queridos. Y que somos queridos con un Amor fiel. Y que somos queridos con un Amor incondicional. Y que somos queridos con un Amor que no acaba, a pesar de todas nuestras miserias. Esa es la alegría de la Navidad. Y, entonces, ¡claro que todos los minutos son de acción de gracias!, ¡toda la vida es acción de gracias!

Madre del Señor, la primera que tuviste la gracia enorme de ver a Dios en un rostro humano, en el rostro de tu Hijo, permítenos a nosotros la gracia de poder verle a Él unos en otros, de poder vivir la vida sabiendo que está siempre sostenida por su misericordia infinita, de poder vivir la vida dejándonos enriquecer por ese don que es su Amor, su Presencia, su compañía, que es su gracia; dejándonos llenar de ese don para que la vida esté llena de ese Amor que anhelamos cada uno de nosotros para nosotros mismos. Porque cuando decimos “feliz año”, ¿qué decimos? Que a uno le pueden faltar muchas cosas en la vida, aunque nos hayamos hecho muy dependientes de muchas de ellas, pero si está rodeado de amor, uno da gracias por la vida. Y uno puede tener de todo, y si le falta amor, le falta como el aire para respirar.

Haber conocido a Cristo es saber que la clave última de nuestra existencia es, justamente, ese Amor que Él nos da. Y cuando lo acogemos en el corazón con sencillez, florece en nuestra vida una humanidad preciosa que marca una diferencia en todo lo que hacemos, y en todas nuestras relaciones, y en todos nuestros ámbitos de vida, y de acción, y de trabajo. Y esa diferencia es la alegría de quien se sabe amado, y la alegría de quien puede tener gusto por la vida.

Es como si desapareciera la tragedia de la vida. El drama no desaparece. Pero el drama termina siempre bien. La tragedia, no. La tragedia es pagana. Es de quien no sabe. Nosotros hemos conocido. La vida puede ser durísima, pero el final es bueno, porque el Amor de Dios no se dejará vencer por nuestro mal. De eso estamos seguros. Eso es lo que nos revela la Navidad. Eso es lo que nos permite cantar, y descorchar una botella de champagne con sentido, no para evadirnos de la vida, sino para desear la gracia de Dios, la fuente de toda alegría razonable.

Mis queridos hermanos, feliz año, feliz vida, feliz Navidad. Que ese don inmenso, que es Dios mismo para cada uno de nosotros, llamados a prolongar en nuestra vida la misma vocación de la Virgen en la vida de la Iglesia, llamados a recibir a Cristo en nosotros (lo vamos a recibir en el sacramento de la Eucaristía, dentro de un momento); que ese don fructifique en nosotros en una humanidad por la que nosotros podamos dar gracias, y quien esté cerca de nosotros, pueda dar gracias también. Eso es lo más grande que nos podemos desear, para hoy, para este año, para nuestra vida, para siempre. Vamos a proclamar nuestra fe.

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