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Homilía en el II Domingo de Navidad

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 04/01/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 264



Queridos hermanos sacerdotes, acólitos,
miembros del Coro de la Catedral,
queridos hermanos y amigos,

Es, yo creo, la primera Eucaristía que se retransmite este año a través de las cámaras de televisión. Dejadme felicitar a cuantos nos siguen desde sus casas, a veces desde los hospitales, y se unen a esta Eucaristía a través de la televisión: desearos a todos, también a los que estáis aquí presentes, ya que es la primera Eucaristía que celebramos juntos este año, un año, como corresponde a cristianos, lleno de la gracia y de la alegría y de la compañía de Jesucristo, y de la presencia de Jesucristo.

Jesucristo es el bien más grande. Por Él, como escuchábamos en el Evangelio, nos ha venido gracia tras gracia. Y por Él hemos accedido a una vida nueva, hasta tal punto que podemos decir que hemos vuelto a nacer. También lo dice el Evangelio de hoy: éstos, los que acogen a Cristo en sus vidas, nacen, no de la carne ni de voluntad de varón, sino de Dios. Somos hijos de Dios, gracias a que el Hijo de Dios se ha hecho Hijo del Hombre, gracias a que el Hijo de Dios se ha hecho uno de nosotros. Y en este maravilloso intercambio jamás terminaremos de sorprendernos, de adentrarnos, de contemplarlo y de encontrar luz y sosiego, alegría, fortaleza para nuestras vidas.

A mí me viene mucho a la cabeza en estos días un himno gregoriano de los que tradicionalmente cantaba la Iglesia, y que se sigue cantando. Es un himno muy sencillo, y no resisto la tentación, a pesar de mi pobre voz, de cantar la primera estrofa. La canto en latín y luego os digo lo que significa, porque me viene constantemente estos días a la cabeza. El título del himno, que quienes estáis más habituados a los cantos de la Iglesia seguro que lo conocéis, es Iesu dulcis memoria, y dice así la estrofa:

Iesu dulcis memoria,
dans vera cordis gaudia:
sed super mel et omnia
eius dulcis praesentia.


Y ahora os lo traduzco: Jesús, dulce memoria, es decir, acordarse de Ti, tener memoria de Ti, es dulcísimo, porque das los gozos verdaderos al corazón, das la alegría verdadera a los corazones, y más que la miel, y más que todas las cosas, es dulce tu presencia.

Tu memoria es dulce, acordarse de Ti es dulce, pero más dulce es tu presencia. Y en estos días que cometemos excesos con los dulces, bueno es recordar que la dulzura mayor, el don mayor, el regalo mayor, no es simplemente hacer memoria de Jesús, sino gozar de su presencia.

Y hay un primer pensamiento que yo quisiera subrayaros como consecuencia de la celebración de la Navidad, o como un aspecto nuevo y de siempre a contemplar en este misterio para el que la vida es demasiado corta para adentrarse en él: tenemos la vida entera para adentrarnos en él y gozar de su belleza, de su dulce presencia.

El aspecto que yo quiero subrayar es que en la Navidad sucedió algo que no había sucedido antes. Dios estaba siempre lejos, ante Dios se postraba uno, en el suelo, atemorizado siempre ante el terror de su poder, aun sabiendo que Dios es misericordioso, como lo fue aprendiendo poco a poco el pueblo de Israel. Cuando el Hijo de Dios se hizo carne, empezó algo absolutamente nuevo. Es una nueva creación. Por eso decimos nosotros: “somos hijos de Dios”. Hemos sido regenerados, recreados de nuevo. Hemos nacido de nuestros padres y, luego, el Señor nos da una vida nueva de hijos de Dios en la que nos hace partícipes del Espíritu de su Hijo que se ha unido a nosotros por su Encarnación, por su misterio pascual, por el don de su Espíritu Santo.

Y, ¿qué es eso nuevo que empezó a pasar en la Virgen, y que sigue pasando en la Iglesia? Porque en la Iglesia se prolonga la Encarnación de Cristo, se prolonga su dulce presencia. ¿Qué es eso nuevo? Sencillamente, que Cristo está siempre a nuestro lado, que está siempre en nosotros, que vive en nosotros por el bautismo. Y, como el Señor es fiel, aunque nosotros seamos torpes y pequemos, y nos apartemos de Dios, y Le demos la espalda, Dios no nos da Su espalda. El Buen Pastor no da la espalda a la oveja perdida, todo lo contrario. Tal vez nadie tiene más cerca a Dios que el pecador. Lo que sucede es que el pecador no se da cuenta, y no lo disfruta, no disfruta de su dulce presencia.

El aspecto nuevo significa que Dios se ha hecho carne, y a partir de entonces nos acompaña en la carne, nos acompaña de una manera siempre adecuada a nuestra humanidad, que es corporal, que es, inevitablemente (y no digo “inevitablemente” como si fuera una desgracia, sino que es), preciosamente corporal.

Yo sé que la palabra “cuerpo” no entra mucho en nuestro vocabulario religioso, y sin embargo, las dos expresiones de la presencia viva de Cristo tienen que ver con la palabra “cuerpo”. ¿Qué es la Eucaristía, a través de la cual se nos da misteriosamente el don de la redención de Cristo, vienen a nosotros los frutos de su nacimiento, se nos da Él mismo, más incluso que se dio a los pastores, o a los Reyes Magos, o a quienes Le conocieron en vida, de una manera que sólo tiene un parangón, que es como se dio a su Madre? ¿Cómo llamamos a la Eucaristía? ¿Cómo la nombramos cuando celebramos la fiesta de la Eucaristía? El Corpus Domini, el Cuerpo de Cristo, el Cuerpo del Señor. Por tanto, el Señor sigue estando misteriosamente presente. También estuvo misteriosamente en su cuerpo. También hubo muchos que vieron su cuerpo y decían: “Está loco, tiene un demonio, y por el poder del Príncipe de los Demonios expulsa a los demonios”. Y lo condenaron a muerte, sencillamente, porque pensaban que se atribuía una dignidad que sólo Le correspondía a Dios. Por lo tanto, no todos los que vieron su cuerpo se quedaron impresionados, a pesar de los signos y de los milagros que hasta sus mismos enemigos reconocían. La tradición judía siempre ha recordado a Jesús como alguien que extravió a Israel. E incluso le atribuían magia negra, y eso es un testimonio a favor de sus milagros, hecho por personas que no creyeron en Él. Por lo tanto, no era tan evidente. “¿De Nazaret puede salir algo bueno?”, decía Natanael. No era tan evidente.

Aquella presencia suya era misteriosa también en su cuerpo, como es misteriosa en la Eucaristía. Y como es misteriosa en el otro cuerpo de Cristo, que es el que yo quiero subrayar esta mañana. Cristo está presente en la Iglesia, en nuestra comunión, en nuestras relaciones fraternas; en nuestras relaciones que, si fueran conforme a la verdad de lo que somos, hijos de Dios, miembros del cuerpo de Cristo, vivificados por un mismo Espíritu, viviríamos realmente como siendo los unos miembros de los otros, conscientes de que somos los unos miembros de los otros, de que nadie dice “yo” de una manera aislada, pese a lo que nos ha enseñado la cultura desde los orígenes del liberalismo de que cada hombre es un individuo aislado. No. Formamos parte de cuerpo, y ese cuerpo es el cuerpo de Cristo. Y en ese cuerpo está presente. Y en ese cuerpo, el Señor no cuida, nos acaricia, nos mima, permanece en su compañía, permanece en nuestra compañía. Y eso hace de nuestra vida una celebración constante de acción de gracias, de alabanza de la Navidad, una Navidad permanente, porque el Hijo se hizo carne.

Un grupo de amigos que yo tengo, y con los que tengo mi historia tan vinculada desde hace muchos años, cuando rezan el Ángelus, en vez de decir al final “el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”, dicen “y habita entre nosotros”. Y la traducción no es mala, porque lo que significa el verbo griego que hay en esa frase es “empezó a habitar”, “plantó su tienda”, “vino a habitar entre nosotros”. Por lo tanto, no es que vino y se fue. En ese sentido, y lo siento, la bellísima poesía de Fray Luis de León, “y dejas, Pastor santo, a tu rebaño, y Te vas”, no es así. Él está con nosotros todos los días. No nos deja. Vive entre nosotros. Lo que ocurre es que los cristianos, sobre todo los de países de tradición católica, acostumbrados a vivir en una sociedad de matriz cristiana, casi hemos dejado de pensar en la Iglesia como cuerpo de Cristo, como comunidad, como familia, como realidad unida por esta vida nueva que nos da el Espíritu Santo, y que nos vincula los unos a los otros. Nadie se salva en solitario. Lo que ha hecho el Señor es reunir a los hijos de Dios dispersos, como dirá también un pasaje de la Escritura, es decir, vincularnos unos a otros de un modo nuevo.

Esa vinculación, en la tradición cristiana, se llama comunión, y se da aunque no nos conozcamos. Hay personas que, el día que por la misericordia de Dios nos encontremos en el Cielo, descubriré que quizá les debo mucho más de lo que debo a personas a las que considero más cerca, o que he tenido más cerca, o que han sido mis amigos, por esas misteriosas matemáticas que también se dan en el cuerpo humano de defensas mutuas, de comunión mutua. Y esas matemáticas, ese tipo de unión, se da entre nosotros, se da en la vida de la Iglesia. Es la misma vida profunda de la Iglesia.

Para la Virgen, eso me lo habéis oído decir muchas veces, fue una novedad. Eso nunca nadie lo había hecho. Ella tenía a su Hijo en sus rodillas y podía adorar a ese Niño porque ahí estaba Dios. Si nosotros fuéramos conscientes del tesoro de riqueza que nos abre nuestra fe, nos miraríamos unos a otros y estaríamos viendo un sacramento de Cristo en cada rostro humano, una imagen viva de Cristo. Estaríamos viendo el cuerpo de Cristo. Estaríamos viendo exactamente lo mismo que vemos cuando recibimos la Eucaristía. No con los ojos de la carne, ya me entendéis, pero sí con los ojos de la fe, con los ojos del corazón. En cada ser humano. Y no os creáis que lo digo en términos más o menos genéricos. No. Estoy hablando de tu marido, de tu mujer, de tus hijos, de tus padres. Estoy hablando de las personas que tenemos a nuestro lado, y que cada una de ellas, si vivimos en la fe, son un sagrario. ¿Por qué no nos tratamos unos a los otros, por qué no nos queremos los unos a los otros como el Señor nos quiere, y como Él nos ha pedido que Le queramos a Él y que nos queramos entre nosotros, con ese mismo amor? Por nuestra pobreza, y por la debilidad de nuestra fe.

Por eso, cada fiesta cristiana es una ocasión de renovar esa gracia en nosotros, de tomar conciencia del don precioso que el Señor nos hace. Él está entre nosotros todos los días. Pero, ¿dónde está? ¿Está lejos? ¿En mis pensamientos? ¿En unos principios morales? ¿En unas reglas? No. Está en la carne de las personas que me pone al lado. Y por eso la gracia más grande que uno podía pedir a la hora de comenzar el año es: “Señor, que no nos falten cerca personas cuya vida me hable de Ti, cuya vida me testimonie tu misericordia y tu gracia, me muestre tu Amor fiel, me muestre tu Amor sin límites; me muestra tu paciencia, tu capacidad de permanecer a nuestro lado a pesar de todas nuestras pequeñeces y de todas nuestras miserias. Más dulce que la miel, más dulce que ninguna otra cosa de este mundo es tu presencia, Señor nuestro. Cuida esa presencia en nosotros, y permítenos gozar de ella, y darte gracias todos los días de nuestra vida”.

Proclamamos la fe.

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