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Homilía en el II Domingo del Tiempo Ordinario

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 18/01/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 275



Muy queridos hermanos sacerdotes,
acólitos,
queridos niños y niñas de la Schola Pueri Cantores de la Catedral,
queridos hermanos y amigos,
también aquéllos que os unís a esta Eucaristía a través de la de televisión,

Un escrito de una ciudad de lo que hoy es Turquía, del siglo IV, escrito por un gran cristiano, a quien muchos ya sabéis que tengo una especial devoción, San Efrén de Nisibe, explicando en una de sus obras el sentido de la Encarnación, decía: “Todo el motivo por el que aquella naturaleza inefable, que ni siquiera nuestra imaginación podría llegar a palpar, se revistió de un cuerpo, y vino a ser uno de nosotros, es para que pudieran llegar a Él personas bajitas, pequeñas, como Zaqueo, y pudieran tocarle, y para que pudieran besar sus pies todos los labios, como la pecadora”.

A mí me parece una descripción preciosa de la Encarnación. ¿Para qué ha venido el Señor? Para que nosotros pudiéramos conocerlo, y conocer su Amor, de una manera accesible a nuestra forma de ser, que implica el ver, el oír, el tocar, porque somos seres humanos, hechos de alma y cuerpo, de carne y hueso, y no podemos pensar o prescindir de nuestra condición sensible, corporal.

De hecho, el Evangelio de hoy es casi como el primer relato donde esa visibilidad del Verbo se pone de manifiesto. Juan el Bautista era, sin duda, un hombre que, por su ascetismo y por su vida especialmente dedicada a Dios, había atraído a las personas que acudían a pedirle al Señor misericordia y perdón de sus pecados. Y él los bautizaba en el Jordán. Y entre aquellas personas que habían acudido llenas de curiosidad, sin duda, a ver al Bautista, estaban Juan y Andrés. Y Juan, que ve pasar a Jesús, dice: “Éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo”. Para nosotros la frase es tan común, porque la hemos oído miles de veces en la Eucaristía, que no nos llama apenas la atención, pero es una frase cargada de contenido. Si Éste es el que quita el pecado del mundo, Éste es el que había de venir. Éste es Aquél en quien la esperanza del pueblo de Israel está puesta durante siglos. Éste es el que viene a rescatar a Israel.

Probablemente ellos no podían percibir mucho más, pero las palabras de Juan el Bautista implicaban algo muy grande, y la curiosidad de Juan y Andrés hace que se vayan detrás de Jesús. Jesús se vuelve, y ellos, sin saber qué decir, puesto que no Le conocen, Le dicen: “Señor, dónde vives”. Y Él les dice: “Venid y lo veréis”. Es el mismo método de la Encarnación. Si todo lo que hubiera pretendido el Señor es que nosotros cumpliésemos una ley, no se habría implicado con nuestra carne. Una ley no necesita una madre. Si Él se ha implicado con nuestra carne es porque, en su relación con nosotros, quiere que haya algo más que el cumplimiento estricto de unas normas. Quiere que haya amor. Y, de hecho, toda la moral cristiana se resume en “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, y a tu prójimo como a ti mismo”. Pero para comprender la racionalidad profunda, la humanidad profunda de esos mandamientos, es necesario haber experimentado el amor de una forma única, de una forma muy especial. Y esa es la redención de Cristo, haber salvado la distancia infinita entre Dios y nosotros, haberse acercado a nosotros de una forma tal que nos permitiera ver lo que nuestros ojos han visto, oír lo que nuestros oídos han oído, tocar lo que nuestras manos han tocado acerca del Verbo de la vida, porque la vida estaba en Dios y se nos ha manifestado. “Eso es lo que os anunciamos para que vuestra alegría sea completa”, y para que nuestra comunión sea completa.

“Venid y lo veréis”. ¡Qué delicadeza! El Señor no les trata de convencer, no les acusa de nada, y en qué silencio queda lo que allí pasó. Estuvieron con Él aquella tarde. Y el caso es que al día siguiente, cuando se lo fueron a contar a su mujer, a sus familiares, a sus amigos, decían: “Hemos encontrado al Mesías”. Es decir, hemos encontrado a Aquél que cumple las promesas, Aquél que cumple los deseos más profundos del corazón humano. Y probablemente no sabían de Él ni el diez por ciento de lo que sabemos nosotros con toda nuestra formación religiosa. Pero en aquel encuentro había sucedido algo, habían sido mirados de una manera, habían percibido el misterio de Dios, su presencia, con una transparencia, con un resplandor de gloria en su propia humanidad, porque nada nos da a entender que allí se diera ningún milagro en el sentido que nosotros entendemos la palabra milagro; pero algo sucedió en sus vidas que las cambió para siempre.

A partir de aquel momento ellos no podrían negar que habían visto algo único, que habían encontrado a alguien cuya mirada no les acusaba, no les juzgaba, sino que sencillamente les hacía crecer. Ante esa mirada podían ser ellos mismos. Ante esa mirada, no tendrían nada que defender, ninguna fachada que colocar delante, nada que interponer para ganarse el aprecio o el afecto, como sucede tantas veces en nuestras relaciones humanas. Es como si fueran transparentes a la mirada de aquel Hombre. Y la mirada de aquel Hombre era una mirada tan de amor que les creaba, les sostenía en la vida, les daba toda su razón de ser.

Yo me digo muchas veces, cuando lo leo, y algunas personas me han ayudado de manera especial a ver toda la riqueza de este pasaje, que el método para la Iglesia no es diferente. Nosotros no tenemos que convencer a nadie de que Jesucristo es Dios, no digamos de que Dios existe, o de que hemos sido redimidos por Jesucristo, o de que la vida de la Iglesia es lo más bello que le puede pasar a un ser humano. Basta con vivir en plenitud lo que el Señor nos da a vivir. Sin ocultarlo, eso sí, con una libertad muy grande. Mostrar, sencillamente, o más bien dejar que se vea, ni siquiera preocuparse por mostrarlo, pero no ocultar la belleza de nuestra comunión, la belleza de nuestra vida de hijos de Dios. Y, eso sí, cuando alguien se acerca, cuando alguien pregunta: “¿Cómo puedes, si tienes a tu madre de esta manera, o si vives con esta dificultad?” “¿Cómo has podido perdonar?” Y uno dice: “Acércate y velo”. La Iglesia primitiva creció así, fundamentalmente: se acercaban y veían la belleza de aquellas relaciones. Yo creo que, cuando nos preocupa cómo está el mundo, en lugar de lamentarnos, tendríamos que pedirle al Señor: “Señor, que nosotros vivamos más como una gran familia, que nosotros podamos vivir realmente la realidad de lo que significa comulgar de tu cuerpo, y ser todos miembros de ese único cuerpo. Que lo vivamos con más sencillez, sin aparatos, sin complicaciones especiales. Que nos enseñes a querernos unos a otros de la manera que Tú nos quieres”. Y ése es el insustituible testimonio, el insustituible apostolado. Ése es el lenguaje cristiano por excelencia.

Vamos a pedirle al Señor que Él, que de alguna manera nos ha dicho a todos nosotros “venid y lo veréis”, nos ayude a ser también nosotros cuerpo de Cristo para aquellos que se acercan, por curiosidad, a veces por deseo de burla, a veces desasosegados por lo mal que está su vida, por lo rota que está su existencia, o sus circunstancias difíciles, o su situación, y que pasan cerca de nosotros, y nosotros podemos invitarles a lo que nosotros vivimos. Es verdad que, para eso, hay que vivir algo que no sea, sencillamente, lo que todo el mundo vive, y eso es lo que el Señor nos da. Y ahí es donde tenemos que pedirle al Señor la gracia de vivirlo, porque es bellísimo lo que el Señor nos da a vivir. Y no porque, una vez que vivamos eso, no seamos torpes, o no nos equivoquemos, o las debilidades de nuestro temperamento no se pongan de manifiesto, sino porque todo eso sucede en la atmósfera de una gracia, de una gratuidad, donde somos mirados por Cristo de una manera que podemos reconocer inmediatamente el valor infinito del instante, de nuestras vidas, de este preciso momento, a pesar de todas nuestras miserias, o de todas nuestras torpezas.

Y ese ser mirado con la mirada original y única con la que Dios nos mira, ese ser mirado con una mirada tan hecha de pura gracia y de puro amor que nos crea y nos devuelve constantemente a nuestro ser y nuestra vocación, repito, a pesar de todo el peso de miserias, o de torpezas, o de heridas que pueda haber en nuestra vida; eso, en sí mismo, sana el corazón de tal manera que nos permite reconocer la verdad de esa mirada, que nos permite saber que lo que la Iglesia nos da y nos comunica tan pobremente a través de sus pobres ministros es tan grande que lleva dentro de sí el sello de Dios, el sello de la verdad, porque nos construye de un modo que ningún bien ni ningún tesoro de este mundo es capaz de construirnos así, es capaz de construirnos y de mirarnos a nosotros mismos y a nuestra pobreza así. Sólo la mirada de Cristo es capaz de permitirnos amarnos así, reconciliarnos con nuestro pasado, con nuestra persona, con nuestros límites; y abandonar el futuro en las manos del Señor con una libertad inmensa; y vivir, sencillamente, la gratitud del momento presente llenos de gozo y de la certeza de un amor que no nos abandona jamás.

Mis queridos hermanos, éste es, una vez más, el tesoro de la vida cristiana, y toda mi vida os estaría hablando de lo mismo.

DÍA DE LAS MIGRACIONES

Hoy celebramos más cosas en la vida de la Iglesia, y hay que pedir que, viviendo así, sepamos espontáneamente acoger a un emigrante. Hoy es el Día de las Migraciones. Vivimos todos rodeados de personas que han huido de sus países buscando una mejor calidad de vida. Que sepamos ver en ellos, siempre, la imagen viva de Dios, sean quienes sean. El Hijo de Dios se exiló a Sí mismo para que nosotros pudiéramos verle y tocarle. Vivió en el valle de lágrimas, en este destierro, como decimos en la Salve. Él no estaba desterrado, y quiso desterrarse por amor a nosotros, por que nosotros pudiéramos experimentarle. Ésa es, al final, la razón última para el amor a quien, por las razones que sean, vive lejos de su mundo, de su cultura, de su familia, de su patria, de su tierra, de los lugares donde se habla su lengua.

Pero, luego, Él experimentó, recién nacido, lo que es el tener que ser perseguido y escapar. Y, para nosotros, todos los seres humanos de este mundo son hermanos nuestros. Si tenemos la experiencia verdadera del Amor de Cristo, nuestra actitud ante el diferente, ante el extraño, ante el que proviene de otro lugar, será siempre la de tratar de reconocer en él los signos que le hacen sacramento de Dios, imagen de Dios, como todo ser humano es.

En un momento, además, de crisis económica (que, como ha recordado tantas veces el Papa, y es tan evidente desde el principio, no es sólo crisis económica, es más una crisis moral, social, cultural, que pone en cuestión fundamentos muy hondos de nuestro modo de vida y de nuestro modo de cultura), no cabe duda de que los inmigrantes son las primeras víctimas. Y yo creo que hay que hacer una llamada a todos nosotros, para que no sólo ayudemos a las organizaciones que ayudan, sino que, si tenemos personas cerca, vecinos, en el pueblo, en el barrio, en la casa, que sabemos que están sufriendo, ése es el camino más eficaz, y el más inmediato. El Señor no nos mandó resolver todos los problemas del mundo, y tampoco está en nuestra mano; nos mandó amar al que tenemos cerca. Si conocemos a una familia que está en el paro, acercarse, ayudar, pedir. No hay organización que pueda suplir eso. Ése es el camino al que somos llamados.

SEMANA DE ORACIÓN POR LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS

Si tenemos esa misma experiencia de haber encontrado a Jesucristo, y de tener una amistad, un afecto, un amor con Jesucristo, también la otra cosa que celebramos, la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, se hace más fácil, por la sencilla razón de que yo no puedo reconocer en otro cristiano, sea del rito que sea, pertenezca a la Iglesia que pertenezca, más que a un hermano mío, con el que, por razones de Historia, hay heridas, hay separaciones, a veces difíciles de comprender, pero que existen, y que, sin embargo, todos aguardamos a Jesucristo y conocemos que Jesucristo es la esperanza para el mundo. Y ahí todos nos podemos unir, en la súplica, en el afecto, en la colaboración, por un mundo menos inhumano.

ENCUENTRO MUNDIAL DE LAS FAMILIAS

Por último, aunque parezca que no tiene mucho que ver, hoy se está celebrando en Méjico el Encuentro Mundial de las Familias, igual al que se celebró en Valencia, y el Papa Benedicto XVI les estará dirigiendo la palabra de aquí a unas horas por el cambio horario. Vamos a suplicar para que ese Encuentro en Méjico sostenga a las familias de Méjico, de América Latina y de todo el continente americano, a dar testimonio de Jesucristo, y a dar testimonio de que la tarea de educar (y, sobre todo, de educar en el valor más importante de todos, que es el poder reconocer a Jesucristo como nuestro Salvador) es una tarea preciosa e insustituible, precisamente para el bienestar, para el futuro de nuestros hijos.

Y, por último, pedirle al Señor que conceda la paz a esos dos doloridos pueblos. Pienso en todo el dolor inmenso que lleva padecido el pueblo palestino desde el año 1947. Pero el mismo sufrimiento, o muy similar, lo lleva a sus espaldas el pueblo de Israel, también desde el año 47, y desde mucho antes en muchos lugares. Y el odio no conduce a nada. No justifica el terrorismo. No justifica nunca la muerte de vidas inocentes por ningún lado. Yo sé que, tanto en el pueblo palestino, como en el pueblo de Israel, hay grupos de personas que oran por la paz, que piden la paz, que quieren la paz. Vamos a unirnos a sus oraciones. Vamos a pedir por esa paz que parece humanamente imposible. ¡Son tantos y tan grandes los intereses que están en juego! ¡Son tan humanamente inexplicables las situaciones! ¡Y luego es tan difícil que las heridas se curen, cuando son heridas tan prolongadas, tan profundas, en los dos pueblos! Pero yo creo que eso es para nosotros una ocasión para intensificar la súplica: “Señor, concédeles la paz a ellos; concédenos a nosotros, con las fuerzas que tenemos, sobre todo con nuestra oración, y con el amor a los dos pueblos, aunque parezca imposible, el don de contribuir a esa paz, allí y a nuestro lado”. Que así sea.

Proclamamos la fe.

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