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Homilía en la Festividad de Santo Tomás de Aquino

Seminario Mayor San Cecilio

Fecha: 28/01/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 287



Dos pensamientos se juntan en mi mente para poder comunicaros en esta celebración de Santo Tomás, también después del acto del que hemos tenido el don de poder vivir juntos.

El primero tiene que ver con el Evangelio que acabamos de escuchar, en el que yo sólo pretendo insistir que está menos pensado en función de hacer un examen de conciencia para ver qué tipo de tierra somos nosotros, cuanto para fortalecer (como tantas de las parábolas) la fe y la esperanza de los discípulos. Es decir, para poder afirmar que, a pesar de todas las dificultades que hay, donde hay tierras muy diferentes y hay siembras que se pueden perder, al final la palabra siempre produce fruto.

Hay quien considera que esta parábola fue pronunciada por el Señor después de la multiplicación de los panes, en el discurso eucarístico del Evangelio de San Juan, cuando la gente empezó a marcharse, o en un contexto parecido. Los discípulos empezaban a ser conscientes de las dificultades que generaba en aquellos que escuchaban a Jesús la aceptación de su anuncio, por lo que implicaba de poner en cuestión, de algún modo, las bases mismas de la fe judía. Percibían lo peligroso que era aceptar aquella predicación, ya que implicaba una fe que abarcaba la vida entera, y que ponía en cuestión todo lo que había sido la vida anterior y la manera de pensar anterior de aquellos hombres. Y muchos abandonaron a Jesús.

Ése no es un mal contexto para pensar la pronunciación de esta parábola. Y la aplicación para nosotros es inmediata. Por mucho que veamos cómo prolifera el mal (hacíamos referencia hace poco a leyes absurdas, como la que puede venir sobre el aborto; ya es bastante absurda la ley que considera matrimonios las uniones homosexuales, y no sólo absurda, sino un ataque a la más elemental razón humana, porque no hay ni un solo ser humano en este mundo que haya nacido de una pareja homosexual, por lo tanto, no puede ser igual a aquello que hace que los hombres nazcan, es obvio, y las dos cosas son tan diferentes que necesitarían una palabra distinta para designarlas, salvo que podamos todo con cualquier palabra y de cualquier modo, por poner un ejemplo), sin embargo el Señor, no sólo nos invita a la confianza, sino que se nos da en la Eucaristía. Y se nos da como don de Amor que es fuente de todo en nuestra vida: fuente de fe, fuente de fortaleza, fuente de comunión, fuente de sabiduría.

Me viene a la cabeza esa carta de Tolkien a su hijo, creo que al final de su vida, en la que le decía: “Hijo, otro padre te hubiera dejado una gran herencia, y yo te dejo sólo la obra que he escrito, y quiero que sepas que en esa obra, si hay algo de sabiduría en ella, yo todo lo que sé sobre la vida y sobre la realidad lo he aprendido de la Eucaristía”. La Eucaristía es la fuente de todo en la vida cristiana. También de la sabiduría cristiana. También de nuestra conciencia de amor por las cosas, de amor por el mundo, de amor por la razón, de amor por todo aquello que es humano. Si el Señor ha salvado la distancia infinita entre la majestad de su gloria y mi pobre pequeñez, ¿cómo puedo yo mirar de un modo distinto a como Dios me mira a mí, a la realidad humana?

Y ahí yo os invito a los que vais a ser sacerdotes. Vosotros vais a ejercer vuestro ministerio pastoral en un contexto nihilista. El corazón humano está hecho para la verdad, y para la belleza, y para el bien, para los valores objetivos, para aquello que es capaz de dar plenitud a la vida, y que uno puede verificar en la vida. Esa es nuestra vocación, y es la vocación de todo ser humano. Y, en ese sentido, el anuncio de Jesucristo, cuando no es sólo un discurso, sino una aproximación del ser humano con afecto, con misericordia, con el deseo de recuperar y de conocer lo que pueda haber de verdad en cada cosa (hasta en la mentira más grande hay algo que tiene que ser verdadero, si no, las mentiras no se desarrollan, son estériles); si nuestro afecto por el hombre nos permite recuperar eso, hay una complicidad en el corazón de los hombre con la que contamos, y es su deseo de plenitud, su deseo de ser felices, su deseo de verdad, que lo hay, aunque esté muy enterrado bajo muchos intereses, lo hay en todo ser humano; su necesidad de ser amados, que también es una condición, probablemente, de poder ejercer adecuadamente la razón. Sólo una persona que se sabe amada, tiene razones suficientemente adecuadas para razonar gratuitamente.

Nosotros no podemos ser enemigos de la razón, de la sabiduría. Y no lo podemos ser por la exigencia de nuestra propia fe, es decir, por exigencia de un amor al hombre que nos permite reconocer que cualquier brizna de verdad es una semilla del Verbo; cualquier realidad humana, cualquier experiencia humana que contiene algo de verdadero, es amable, porque, precisamente, lo que nosotros afirmamos es que el Hijo de Dios se ha hecho hombre y, al hacerse hombre, ha revelado que es Amor, Amor absoluto, Amor incondicional. Y, por lo tanto, no hay otro modo de mirar al mundo que no sea éste con el que Cristo nos mira a nosotros y a este mundo.

En este sentido, pidámosle al Señor que nos permita crecer lo suficiente en la experiencia cristiana, que podamos amar toda verdad, toda belleza, todo bien, y reconocer en ello parte del anhelo y de la búsqueda de Cristo que hay en el hombre. E, incluso, hacerlo explícito. Y para eso, nosotros tenemos que haber recorrido ese camino de la búsqueda humana. O, si queréis, tenemos que haber reconocido que el encuentro con Cristo, y el don de Cristo en nuestras vidas, nos permite iluminar nuestra búsqueda humana, porque todos somos buscadores de la plenitud de vida, y si estamos ahora aquí, es porque Cristo es la respuesta para nuestra humanidad: para las inquietudes, los anhelos, también las desazones y las angustias de nuestra propia persona, de nuestra propia humanidad.

Señor, permítenos que nos adentremos de tal manera en la experiencia y en el conocimiento de Ti que podamos dar testimonio de cómo tu encuentro ilumina nuestra búsqueda, y de cómo esa experiencia nuestra puede, con afecto, con paciencia, con ternura, con bondad, iluminar la búsqueda de cualquier persona, de cualquier ser humano en su deseo de plenitud. Yo creo que ésa es la mejor súplica que podemos hacer en un día como la fiesta de Santo Tomás. Y pedirlo para todos nosotros.

Luego, el Señor suscitará a quienes sepan articular mejor esa respuesta, quienes puedan más fácilmente ser maestros de otros, quienes puedan más fácilmente iluminar e implicarse en las batallas de iluminar a uno o a otros. Pero cada uno de nosotros estamos llamados a ser, de alguna manera, padres y maestros de la fe. En un contexto donde tanta gente objeta, por dificultades, la vida de la Iglesia o cualquier otra cosa, nuestra respuesta primera será siempre el testimonio. ¿Recordáis lo que os decía hace pocos días en clase? La historia del ciego de nacimiento: “Yo sólo sé que antes no veía y ahora veo”. Ante muchos razonamientos, uno no puede ser experto en todo. Pero si uno tiene la experiencia de que yo era ciego y ahora veo, ante cualquier razonamiento uno puede siempre dar testimonio: “Sí, pero yo era ciego y ahora veo”. Y me podrán decir que eso no es posible, que no ha ocurrido nunca, y yo siempre podré decir: “Sí, pero a mí me ha pasado”. Y ante el testimonio no cabe réplica. Y eso no es sustituible.

Es verdad que hay muchos hombres de buena voluntad que se preguntan, y que quieren saber, y hay muchos hombres sencillos cuya fe se siente tambaleada ante las burlas, o los argumentos, o las dificultades de otros. No tenemos que tener miedo a las objeciones. Tenemos que buscarlas. Hay que desear conocerlas. Porque si les tuviéramos miedo, estaríamos mostrando como si nosotros tuviéramos una cierta debilidad en nuestra fe, que no fuéramos capaces de responderlas. No. La plenitud que nos ha dado Jesucristo nos permite responder a todo, con humildad, con paciencia, pero nos permite amar la verdad, sabiendo que sólo llegaremos a formularla de una manera fragmentaria, y contingente, y muy pequeña, seguramente. Pero nos da un amor a la verdad que nos permite buscarla por encima de todo.

En las objeciones que a veces se ponen a la fe, hay preguntas y cuestiones que, si tienen algo de verdad, somos nosotros los primeros interesados en corregirlo. Si alguien que ataca a la fe critica cosas que son verdaderas, los primeros que deseamos corregirlo somos nosotros. No debemos temer a quienes honestamente critican, o preguntan, o ponen dificultades, todo lo contrario. Nosotros queremos hacerlo nuestro y triturarlo desde nuestra experiencia, y haber pasado por ello. Eso nos permitirá ser compasivos, y poder ser, como el Señor ha sido, que se ha hecho Compañero nuestro de camino, poder ser compañeros de camino del hombre, también en su búsqueda y en sus preguntas. Y no usar la verdad como una sartén para dar a la gente en la cabeza, sino una gracia que uno ha recibido. Y como la hemos recibido sin ningún mérito nuestro, no tememos en absoluto el compartir y el esperar. Y quien está dudando o tiene alguna dificultad, tener la paciencia de esperar a que la pueda resolver y que nos perciba a su lado. Esa búsqueda de la verdad, ese amor a la verdad, es el deseo de una sabiduría verdadera, que, repito, sólo en la Eucaristía, y en la comunión de la Iglesia que nace de la Eucaristía, es capaz de sostenerla como búsqueda constante, permanente, en la vida, a pesar de todas nuestras pequeñeces y de todos nuestros tropiezos. Ésa es la experiencia que hemos de pedir al Señor para nosotros. La experiencia que el Señor nos ha dado ya como gracia, y que hemos de pedir que crezca en nosotros hasta la plenitud, hasta que Cristo sea formado en nosotros en su plenitud y podamos ser imagen de Cristo en cualquier circunstancia y para cualquier persona.

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