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Homilía en la Purificación de la Virgen. Día de la Vida Consagrada

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 02/02/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 291



Mis muy queridos hermanos sacerdotes,
religiosos,
queridas hermanas,

Cuántos niños pasaban diariamente por el Templo de Jerusalén, todos los primogénitos de pueblo judío, para que los israelitas tuvieran conciencia de que eran un pueblo perteneciente al Señor, y que el don de la vida, y la fecundidad, eran propiedad de Dios, puesto que ellos eran propiedad del Señor. Iban allí para recordar, a ellos mismos, que eran el pueblo de Dios, pertenecientes a Él por la Alianza, y cómo Dios se había comprometido con ellos por esa misma Alianza, y los rescataba mediante aquel sacrificio de las tórtolas o los pichones.

Y, sin embargo, el sacrificio de aquel día, aquella ofrenda, era diferente. Exteriormente, no. No había nada que distinguiera aquel gesto de aquello que se repetía tantas veces a lo largo del día en aquel Templo. Pero en aquella ofrenda, Alguien se ofrecía con un Amor tal que, objetivamente, la Historia del mundo estaba cambiando. Nunca antes había habido semejante Amor en la Historia. Y donde no había nada que marcara la diferencia, como el llanto del niño que acabamos de celebrar en la Navidad y cuyos ecos resuenan todavía en nuestros oídos. Nunca antes había resplandecido sobre el mundo la gloria de Dios de esa manera. Y lo que la hacía resplandecer era, exclusivamente, el poder redentor de ese Amor.

Es verdad que nosotros solemos concentrar la Redención de Cristo en el misterio pascual, pero no deberíamos olvidar que, teológicamente hablando, el más pequeño gesto del Hijo de Dios hecho carne es capaz de llevar sobre sus espaldas toda la Historia humana. El más pequeño gesto de cualquier día. Porque el Amor, ofrecido al Padre, y ofrecido al mismo tiempo por nosotros, es decir, entregado en manos de los hombres, estaba, objetivamente, liberando a la Historia de la esclavitud, fruto del pecado, reflejada en el temor a la muerte, en el dominio sobre nuestras vidas que el hecho y el acontecimiento de la muerte tiene sobre nosotros. Y esa presencia de Cristo en nuestra Historia, en nuestra carne, estaba transformando, por así decir, la sustancia misma de la Historia, la trama, el tejido del que la Historia está hecha. Es ese Amor sin límites y sin separaciones.

Yo creo que nada expresa mejor la ofrenda de Cristo que la Carta a los Hebreos, una carta que para nosotros se hace a veces más difícil por su lenguaje. Parece que es una homilía dirigida a un grupo de cristianos que habían sido sacerdotes judíos, y que tenían la tentación de añorar las liturgias y la solemnidad de las celebraciones del Templo, comparándolas con la pobreza de la celebración eucarística. Y el autor de la carta les pone de manifiesto (en el lenguaje propio de quien está familiarizado, no sólo con la manera judía de razonar sobre la Escritura, sino, al mismo tiempo, también con el culto y las prescripciones del culto del Templo) la diferencia fundamental del sacrificio y la ofrenda de Cristo y todas aquellas ofrendas que se hacían en el Templo.

Fijaos, para el mundo, el ritual del judaísmo, y la vida religiosa en su conjunto, es decir, la vida de un judío piadoso, y desde luego la vida de un sacerdote, estaba marcada por el hecho de la separación. La separación entre lo profano y lo sagrado. Los fariseos no pertenecían a la clase sacerdotal. La palabra aramea de donde viene fariseo significa “los separados”, es decir, aquellos que se apartaban para no contaminarse con “toda esa gente que no conoce la Ley y que son unos malditos”, citando a San Juan. Y en todas las prescripciones rituales, el mundo de lo divino es un mundo distinto y separado del mundo de los hombres. Y la Carta a los Hebreos, lo que subraya justamente es que Cristo hace justo lo contrario, es decir, hacerse semejante a todos menos en el pecado, introducirse en el Santo de los Santos con la ofrenda de Sí mismo, con la ofrenda de su propia vida, de su propio amor, para rescatarnos a nosotros de la esclavitud, del dominio de la muerte y del pecado. Es verdad que todo eso está expresado en un lenguaje ritual, pero la Carta a los hebreos, lo que trata de afirmar es la novedad del sacerdocio de Cristo. La novedad y la infinita distancia entre el sacerdocio de Cristo y aquel otro sacerdocio exterior que no contenía esa ofrenda.

Ese sacerdocio, esa ofrenda de Cristo es la que podemos encontrar en las palabras del salmo que también hace suyas la Carta a los Hebreos: “Tu no quieres sacrificios ni ofrendas, en cambio me diste un cuerpo, y yo dije: ‘aquí estoy para hacer tu voluntad’”. Pero, ¿cuál es tu voluntad? ¿Es tu voluntad la que viene a destruir la vida? No. Tu voluntad es “que todos los hombres se salven, y lleguen al conocimiento de la verdad”. “Yo no he venido para condenar al mundo, ni para juzgar al mundo”. El Hijo ha sido enviado para que el mundo se salve por Él, por el don sin límites de su Amor.

Ante todo, la persona de Jesucristo es un regalo, y toda la razón de su vida es hacernos a nosotros partícipes de la vida divina, introducirnos en la comunión de la Trinidad, en la comunión de la vida divina, en la libertad gloriosa de los hijos de Dios; en la certeza y la confianza, la parresía, de los hijos, que viven despreocupados, que pueden vivir ya como los lirios del campo y como las aves del cielo, por la sencilla razón de que saben que hasta los cabellos de su cabeza están contados, conocen la paternidad de Dios, y participan del mismo Espíritu del Hijo, que Le hace tan libre que es capaz de entregar su vida, sin que nadie se la quite: la da porque quiere, la da porque no hay mayor amor que éste de dar la vida por aquellos a los que uno ama.

Ése es el regalo que Cristo nos ha hecho. Ése es el regalo que Cristo ha hecho a todos los hombres. Y ése es el regalo que el Señor ha hecho percibir a cada uno de vosotros, y a mí mismo. Y el Señor lo ha puesto en nosotros de un modo que la respuesta más razonable, más adecuada, a la magnitud inefable de ese regalo, es el don de la propia vida, el don nupcial de la propia vida a Cristo. De tal manera que, lo que es verdad para toda la Iglesia, “no vivir ya para nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó”, se hace carne en las mil formas distintas de la vida consagrada en que el Señor, desde el principio, ha suscitado la posibilidad de esa respuesta como una exigencia del corazón. Ante un regalo así, para el cual, si uno quisiera buscar una semejanza, no encontraría una semejanza mejor que la donación esponsal del hombre y la mujer; ante un don así la única respuesta plena es el don de la propia vida. Y eso que es verdad para toda la Iglesia, para todos los bautizados, ese vivir para Cristo que por nosotros murió y resucitó, se hace carne, tejido de la vida cotidiana, experiencia humana, testimonio humano en nuestras vidas.

El lema de la Jornada de este año dice: “Si tu vida es de Cristo, testimónialo”. ¡Claro que nuestra vida es de Cristo! ¿De quién si no? Lo único que puede explicar vuestra existencia y, en el fondo, la existencia de la Iglesia, es Cristo.

Recuerdo un libro sobre los orígenes de la vida religiosa, escrito por un sacerdote anglicano y publicado por Desclée de Brouwer, titulado “El desierto: una ciudad”, y en la portada tiene en una fotografía del desierto de Judá. Es la historia de los orígenes del monacato, en Egipto y en Palestina. Y el autor, Derwas Chitty, contaba que, haciendo un viaje a Palestina, él era un estudiante de Oxford, y bajaron a enseñarle el Monasterio de San Jorge Coziba, que está en la carretera que baja de Jerusalén a Jericó, en lo hondo de un valle muy profundo. Y, según se iban acercando al monasterio, sonaba la cantinela de los monjes. Los monjes orientales no cantan los salmos como nosotros, divididos en la Liturgia de la Horas, sino que saben el Psalterio de memoria, y empiezan con el Salmo 1 y, mientras están haciendo sus cestas, van cantando los salmos uno a uno, siempre con la misma melodía, y van repitiéndolos a lo largo del día. Y decía el autor que oía esa cantinela conforme iba bajando, y había un monje en la puerta haciendo cestas (debía ser por los años 40 ó 50, antes de que hubiera autovías en Israel, ni de que existiera siquiera el Estado de Israel). Y se quedó unos días viviendo en el monasterio, y descubrió que aquel monje ni siquiera era un monje especialmente virtuoso. Pero lo que a él le conmovió es que aquella forma de vida era absolutamente absurda, y no tenía absolutamente ningún sentido, a no ser que Cristo hubiera resucitado y que Cristo fuera el centro de la vida humana.

Cuando leí el libro, hace ya muchos años, aquello me impresionó. Y me ha ayudado a comprenderme a mí mismo, y a comprender la vida cristiana, y, de algún modo, a comprender también la vida consagrada. Porque lo único que explica razonablemente nuestra vida es que Cristo es de verdad el centro del corazón de la Iglesia, el centro de la vida humana, Aquél que es capaz de suscitar las palabras de Simeón: “Ahora, Señor, puedes dejar a tu siervo irse en paz”. Y no las interpreto como referidas a la muerte, sino como que, quien tiene a Cristo, “todo es vuestro, vosotros de Cristo y Cristo de Dios”, como decía San Pablo. Quien es de Cristo, todo es suyo. Lo tiene todo, como lo tiene una mujer bien casada, o como lo tiene un hombre orgulloso de su familia. Es decir, ha encontrado la plenitud de su vida, ha encontrado el cumplimiento de las esperanzas del corazón. Cuando la vida es de Cristo, es verdad que uno posee el mundo entero. En Cristo posee todas las cosas. ¡Somos ricos! Somos más ricos que nadie, aunque no tengamos nada nuestro, porque poseemos al Señor de la Creación. Es nuestro. Es vuestro.

Nosotros somos suyos, pero, por el hecho de ser suyos, tenemos la libertad de no ser de ningún señor de este mundo. Porque nuestro corazón está hecho para pertenecer. Y, o pertenecemos a Dios, o terminamos perteneciendo a algún ídolo: nuestra carrera, nuestras virtudes, la imagen de nosotros mismos, nuestros éxitos, nuestras obras, qué sé yo; en el mundo, el dinero, el poder, una vida cómoda y lujosa. Nosotros somos de Cristo, somos los más ricos, porque pertenecemos a Cristo.

El lema dice: “Si tu vida es de Cristo, testimónialo”. Es bueno que nos sea recordado el testimoniarlo, pero yo creo que lo que hay que pedirle más y más al Señor es que crezca en nosotros la conciencia de que, siendo de Cristo, tenemos el regalo más grande que podríamos tener, el que es capaz de hacer florecer nuestra humanidad de una manera que jamás nuestros esfuerzos, ni nuestras tareas, ni nuestros proyectos podrían hacerla florecer. Y cuando digo nuestra humanidad, no estoy diciendo una abstracción. Estoy diciendo nuestra humanidad concreta, tal como somos, masculinidad y feminidad; y, luego, la historia particular de cada uno, su temperamento, las riquezas personales de que Dios le ha dotado, esa riqueza única que somos cada uno, y que, de alguna manera, participa ya por la creación de la infinita riqueza del Verbo. Esa humanidad florece cuando está traspasada, llena del Verbo de Dios.

Y yo creo que, en nuestra súplica, bastaría con que Le dijéramos al Señor: “Señor, llena más nuestra vida, de tal manera que en nosotros resplandezca la alegría”, la alegría de quien tiene ese tesoro. A mí me parece que a una chica enamorada, por ejemplo, no hay que convencerla de que dé testimonio de que está enamorada, de que su novio es magnífico. A un hincha del Real Madrid o del Barça no hay que recordarle cuándo juega su equipo. Y un equipo es mucho menos que el ser de Cristo. “Señor, si nosotros estamos lo suficientemente llenos de Ti, será imposible frenar el gesto de alegría en nuestro rostro, y ese gesto de alegría dará testimonio de Ti”.

Ayer era San Cecilio, y yo explicaba a las personas allí reunidas, que celebrar el patrón de una ciudad como Granada, que es considerado su primer Obispo, es una ocasión para todos de recordar qué significa ser cristianos. Y que ser cristiano, probablemente, no es más que tener los mismos sentimientos de Cristo Jesús. Y esos sentimientos, en qué consisten. Fundamentalmente, en un amor al hombre sin límites. A mí me viene a la cabeza muchas veces esa frase de Juan Pablo II: “El profundo estupor ante la dignidad de la persona humana se llama Evangelio, se llama también cristianismo”. Es poder reconocer en cada rostro humano, en la belleza de cada rostro humano, una ventana abierta al misterio infinito de la gloria de Dios, independientemente de la condición moral de esa persona, de su cultura, de su posición política, ideológica, por supuesto de su raza, o de su religión. Poder amar al ser humano en cuanto ser humano, porque es una imagen viva del Hijo de Dios que se hizo carne por amor a nosotros.

Tendríamos que pedirle al Señor estas dos cosas sencillas: “Señor, llena nuestro corazón de tal manera que pueda ser uno Contigo (¿en qué?) en la ofrenda (y ése es nuestro testimonio) de nuestra alegría, de que teniéndote a Ti, tenemos todo”. Nuestro amor a los hombres. Y, ¡Dios mío, yo sé que ese testimonio lo dais! ¿Qué sería de nuestra Iglesia si vosotros no estuvierais? Yo sé que ese testimonio está presente en vuestras comunidades y en vosotros. Pedidle al Señor: “Señor, que resplandezca más nuestro amor por los hombres, hazlo Tú fecundo, de la manera que Tú quieras, aquí o en Indochina”. Ni un solo gesto de amor se pierde. Ni el más pequeño “sí” dado al Señor deja de tener una repercusión, no en este trocito de tierra donde estamos, sino en el Universo entero. También el “sí” de la Virgen fue dado en el silencio, y ha cambiado la Historia. Y nuestro “sí”, hasta el más pequeño gesto de acoger el anuncio de la buena noticia del Señor, el don de su Palabra en nuestras vidas, en nuestro corazón, hace fructificar nuestra humanidad de un modo que está mucho más allá de nuestras capacidades vinculadas a nuestra pobre existencia, tan pequeña, tan limitada.

Vamos a darle gracias al Señor. Yo se las doy tan fácilmente por vosotros, por vuestras vidas. Y vamos a suplicarle que en todos, en cada uno de vuestros carismas y vocaciones, el Señor sea verdaderamente lo más querido. Es una manera muy banal de decirlo, pero que Cristo sea lo más querido en mi vida, lo único que quiero en mi vida. Y que eso produzca el fruto de unos sentimientos como los de Cristo para poder amar a todo ser humano con un amor que refleje el amor con que Cristo nos ama a nosotros.


Palabras finales:

Aunque parezca que está muy lejos, y como luego el tiempo pasa volando, no quería dejar de recordar que de aquí a nada tendremos la Jornada Mundial de la Juventud en España. Aunque el encuentro con el Papa sea en Madrid, al igual que se ha ido haciendo en las últimas Jornadas, es un deseo expreso del Santo Padre que las Iglesias de las naciones donde tienen lugar las Jornadas sirvan de espacio de acogida donde puedan encontrarse con la Iglesia jóvenes que vienen de otros lugares. Yo lo he vivido en Polonia, en Francia, en Canadá, en Alemania, en Roma, en diócesis de esos países, y es una gracia muy grande. Y creo que podemos empezar a pedirle al Señor para que eso produzca fruto en nuestra juventud, y fruto también de vocaciones para cada uno de vuestros carismas, si Dios quiere.

Naturalmente, yo sé que muchas de vuestras congregaciones, a la hora de organizarlo, lo haréis a nivel mundial, pero en la medida en que pueda servir que haya cosas que preparemos juntos, o que pensemos juntos a la hora de decir: “vamos a recibir aquí a muchachos de tales países”, y buscar también entre las familias que vosotros tenéis cercanas, para que puedan tener experiencia de familias cristianas chicos que vienen de otras partes del mundo.

Yo pienso que Granada es un lugar especial para recibir, aunque por desgracia no vienen tantos, a los cristianos de países del Medio Oriente, de Palestina, del Líbano, y que canten y bailen por nuestras calles. Ellos son un tesoro de alegría del hecho de ser cristianos.

Que Le pidamos al Señor que nos ayude, para que pueda producir mucho fruto en cada una de vuestras congregaciones y en la vida de la Iglesia en Granada y en la Iglesia universal.

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