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Homilía en el L Aniversario de la Jornada de Manos Unidas

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 08/02/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 298



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,

En cuanto ha comenzado la Eucaristía, ha entrado un grupo numeroso de personas, y sois casi un tercio de nuestra asamblea litúrgica, y la primera pregunta que me viene a la cabeza es: ¿De dónde sois? ¡Austria! (saluda y da la bienvenida en alemán).

Como veis, la mayor parte de los días siempre tenemos un poquito de asamblea internacional, pero es que hoy son un grupo numeroso de personas las que han entrado a la vez, y tenía la impresión de que no eran de aquí, aunque en la Iglesia todos formamos una sola familia, y todos pertenecemos al único Cuerpo de Cristo, y todos somos de la misma nación y de la misma casa, hijos del mismo Padre (se disculpa por no ser capaz de expresar lo que acaba de decir en alemán y lo traduce al inglés).

Las lecturas de hoy son una preciosidad en su sencillez. A veces venimos con las preocupaciones de las cosas que traemos entre manos, y se nos pasan tan fácilmente. Y, aunque hayamos estado devotamente, si alguien nos pregunta al final de la Misa cuál ha sido el Evangelio, somos incapaces de recordarlo. Y no creáis que os pasa sólo a vosotros, nos puede pasar también a los sacerdotes, por lo acostumbrados que estamos al ritmo de lo que sucede en la Eucaristía.

Yo quiero leeros de nuevo el pasaje del Libro de Job, porque describe muy bien la existencia humana. Es uno de esos pasajes de la Escritura, hay varios, especialmente en los libros sapienciales, y también a veces en los libros proféticos, que son como una sombra de lo que se anuncia. En los libros sapienciales, es una sabiduría que describe, con mucha sencillez, la experiencia humana. Lo leemos otra vez:

“El hombre está en la tierra cumpliendo un servicio, sus días son los de un jornalero. Como el esclavo, suspira por la sombra (es decir, el trabajador trabaja bajo el sol, y está deseando que termine la jornada para descansar); como el jornalero, aguarda el salario. Mi herencia son meses baldíos, me asignan noches de fatiga. Al acostarme pienso: ¿Cuándo me levantaré? Se alarga la noche y me harto de dar vueltas hasta el alba (cuántas personas se podrían reconocer, a lo largo de su vida, o en temporadas, o a veces muchos años, de esta manera). Mis días corren más que la lanzadera (en el mundo industrial contemporáneo, los jóvenes ya no saben lo que es la lanzadera, que es lo que se usaba en la rueca, para hacer la lana) y se consumen sin esperanza. Recuerda que mi vida es un soplo y que mis ojos no verán más la dicha”.

Es una descripción en la que cualquier ser humano, de cualquier época y cultura, puede sentirse espontáneamente identificado en lo que expresa como posición del corazón, como experiencia humana vivida. Y, sin embargo, la vida no es sólo esto. También somos un gran deseo de felicidad. Tal vez porque somos un gran deseo de felicidad, y comparamos ese deseo con la realidad de la vida, muchas veces la experiencia es la de ese dolor, o la de esa desazón que describe el Libro de Job. Uno de los libros poéticos que a veces tiene pasajes difíciles de comprender, por su poesía y su mundo cultural, y otras veces en la que es más fácil sentirse identificado y conectar espontáneamente, como éste que hemos leído hoy.

¿Por qué hay en nosotros esa distancia entre los deseos y la experiencia humana que genera esa desazón que describe el Libro de Job? Por dos motivos fundamentales, y los dos se dan en la experiencia de todo hombre, aunque no todo hombre sepa interpretarlo. Porque para interpretarlo hace falta, sin duda, la experiencia de haber conocido a Jesucristo, de la fe cristiana.

Uno es que nuestro corazón está hecho para un Bien infinito. Un Bien infinito significa una Belleza infinita, un Amor infinito, una Verdad sin límites. Y la distancia que hay entre lo que nosotros somos capaces de alcanzar, de percibir, de reconocer, de tener, de poseer en la vida y lo que nuestro corazón desea es tan inmensa que nuestro corazón no está nunca suficientemente saciado de belleza, de amor, de bien, de verdad.

Otra razón, simultánea a esta anterior, que se da también en todos los hombres de todas las culturas, es la herida del pecado. Para comprender ésta sí que hace falta haber tenido una cierta experiencia de la salvación de Cristo. La conciencia del mal también existe en todas las culturas, pero el mal es concebido a veces de formas muy rituales, o haber roto ciertas formas sociales o ciertos estereotipos en la sociedad; y, a la luz de Jesucristo, el mal aparece como un apartarse la libertad del don de Dios, y esa herida está en nosotros, y nos hace avariciosos, egoístas, orgullosos, envidiosos, y hace que se rompan también, que se quiebren, que se endurezcan, hasta extremos a veces terribles de crueldad, nuestras relaciones con los demás, con nuestros prójimos.

¿Por qué se lee esta primera lectura? Normalmente la primera lectura tiene siempre que ver con el Evangelio, y Jesús es descrito en el Evangelio como Aquél que cura nuestras enfermedades, es decir, como Aquél que nos permite reconocer que el deseo para el que estamos hechos no es una utopía. Nuestro querer ser como dioses no es una expresión de nuestro orgullo, sino que, como decía Pascal, “El hombre supera infinitamente al hombre”, es decir, es algo que Dios ha puesto en nuestro corazón para buscarle a Él. Esa necesidad de infinito que hay en nuestra vida es la expresión de nuestro deseo de Dios, de nuestra necesidad de Dios. Estamos hechos para participar de la vida divina. Estamos hechos para un Amor eterno, inagotable, fiel, inabarcable, cuya capacidad de sorpresa sea siempre, día tras día y para siempre, infinita, y no simplemente para el pequeño amor limitado al que podemos acceder, o del que podemos tener experiencia aquí en la tierra, hasta en los casos de amores más bellos y más grandes.

Pero el Señor cura también nuestra herida, como curó a la suegra de Pedro, o como curaba a los enfermos cuando predicaba por Galilea: como signos de que el Reino de Dios está cerca. En el lenguaje de San Marcos y de los Evangelios sinópticos no es muy diferente la enseñanza que contiene ese Evangelio a la enseñanza de un episodio, por ejemplo, como el de las bodas de Canaá, o como el de la multiplicación de los panes. Donde está Jesús, la humanidad se restaura.

Fuera de la cultura cristiana, fuera del espacio en que nuestro corazón ha sido educado por la Iglesia, esos dos signos que acabo de decir, que expresan la dramaticidad de nuestra vida, desembocan siempre en tragedia. Alcanzar lo infinito es imposible. Por lo tanto, hay que recortar la esperanza, hay que resignarse a que la vida es dura, hay que resignarse a que el final de nuestra vida es la muerte. Fuera del espacio de la experiencia salvadora de Cristo, somos esclavos de la muerte, vivimos como jornaleros. Como diría hace unos días la Carta a los Hebreos, somos aquellos que por el temor de la muerte, por la sombra que la muerte arroja en nuestra vida, vivimos toda la vida sometidos a esclavitud.

Y la herida del pecado parece algo a lo que hay que resignarse, “el mundo es así”, “esto es lo que hay”. Un amor se rompe, una esperanza humana se deshace, los sueños que uno hace de lo que podría alcanzar en su propia vida y que a lo mejor tenía al alcance de la mano se vienen abajo; o lo alcanza, y una vez alcanzado uno se da cuenta de que es incapaz de satisfacer las esperanzas profundas del corazón.

Cristo viene y nos libera de la tragedia. No nos libera del drama que somos, pero nos libera de tener que resignarnos a la tragedia como única desembocadura de nuestra vida. A la tragedia o al olvido, porque la otra solución es decir: como el ser humano no puede vivir con un sentimiento trágico de la vida, usurpando el título del libro de Unamuno, ¿qué hace? Olvidarse. Y es tan fácil olvidarse… Basta la cerveza, el alcohol, basta vivir distraído, no querer pensar; basta dejarse llevar por el río de la vida sin más, sin preguntarse nunca hasta el fondo por qué estoy aquí, quién soy, qué es lo que hace que la vida merezca la pena, qué es lo que hace razonable la alegría, si es que hay algo que haga razonable la alegría humana, o el amor humano, o la belleza de la vida.

El Señor, y su Presencia en nuestras vidas, no quita el drama que somos, pero elimina la tragedia, o el olvidarse del drama. Quien es cristiano puede mirar a la muerte de frente, puede mirar al mal de frente; puede mirar al pecado, al pecado propio que todos tenemos, o al pecado de los demás, con una cierta ternura, con una misericordia, con la misma misericordia con la que somos mirados cada uno de nosotros por Jesucristo, por Nuestro Señor; con el mismo amor con el que Él nos ha abrazado a todos en la cruz, conociendo perfectamente nuestra circunstancia.

Y eso cambia de tal manera la vida que uno se explica lo que dice San Pablo en la segunda lectura. Es un pasaje precioso de San Pablo para todos los cristianos, porque todos estamos llamados a ser testigos de la buena noticia de la salvación y de la redención de Cristo, pero especialmente para quienes somos sacerdotes, o sucesores de los Apóstoles, o Pastores de la Iglesia. San Pablo dice: yo no evangelizo porque me gusten estas cosas; “yo evangelizo porque he recibido este encargo”. Yo no evangelizo porque me dedico a esto del cristianismo, o anuncio a Jesucristo porque esto es lo que a mí me gusta, porque, entonces, eso sería mi paga. La paga sería la satisfacción que yo recibo por el hecho de hacerlo, o estaría buscando algún interés humano. “Yo evangelizo porque he recibido la misión de evangelizar”. Pero esa misión tiene tal urgencia, por las necesidades de fuera, y por la urgencia que cuando uno ha conocido a Jesucristo pone en el corazón, que uno no sabría qué hacer si no pudiera evangelizar; a uno le faltaría el aire.

No es posible haber conocido a Jesucristo y no desear que los demás participen de ese bien, de esa alegría, de ese gozo que es haber encontrado a Jesucristo, y saber que la vocación de la propia vida es ser como dioses, ¡claro!, participar de la vida divina, y que yo jamás alcanzaría eso por mis fuerzas. Y, además, el pecado me ataca por todas partes, y voy como cojeando por la vida, y me dejo arrastrar por él de mil maneras, pero hay Alguien que me abre el camino, y que me basta agarrarme a Él, me basta volver una y otra vez a su Persona, me basta anclar mi corazón en su Amor, o más bien, dejar que su Amor ancle mi vida de tal modo, y dejarme arrastrar por Él, que puedo confiar en que la desembocadura de mi vida es ese Amor infinito, la vida eterna, para siempre. Y un gozo, y una alegría que nada puede manchar ni empañar ni destruir.

Cuando uno tiene esa experiencia, cómo no va a desear comunicarla con las personas que quiere, cómo no va a desear a cualquier persona que se encuentre hacerle partícipe de esa alegría, cómo no querría invitar a todas las personas a participar de esa alegría.

De las lecturas de hoy se deduce algo muy grande, y es eso que Juan Pablo II expresaba diciendo: “El camino de la Iglesia es el hombre. Cristo no viene para enseñarnos unas cuantas obligaciones añadidas a la vida. Cristo viene para hacer nacer en nuestro corazón una alegría verdadera. Cristo viene para nuestra vida, y para la vida de cualquier persona. Cualquier hombre, por el hecho de serlo, por el hecho de vivir el drama humano, está hecho para anunciar la buena noticia. Y la buena noticia es algo tan sencillo como escuchar a Dios decirle: “Yo te quiero. Tú eres precioso para Mí. Tu vida es preciosa para Mí. Y no te va a faltar mi sostén, mi apoyo; mi gracia no te va a abandonar jamás. Porque te quiero como sólo Dios puede querer. Y te quiero para siempre, no tengas miedo, no te vas a perder”. Ése es el anuncio cristiano, no otras cosas. En eso consiste. Y eso es lo que nosotros, nuestra vida cotidiana, tendría que gritar a voces en nuestra manera de vivir.

Yo sé que estamos lejísimos, todos, empezando por mí, de esa realidad. Pero ésa es la vida de un cristiano. Eso es aquello que configura el esqueleto espiritual de la vida cristiana. Todo lo demás está al servicio de eso. Hasta los sacramentos. Todo. Y no lo que llamamos la vida espiritual. Todo está al servicio de poder acoger a Cristo, de tal manera Cristo llene nuestra vida, y comunicarlo a los hombres, de manera que la alegría y la esperanza que brotan del Evangelio se extiendan, se multipliquen. Con palabras de San Pablo, “que se multiplique el número de aquellos que, con nosotros, dan gracias a Dios”. Dan gracias a Dios por haber sido rescatados de la tragedia, es decir, del terror a una desembocadura de nuestras vidas en el vacío o en el mal.

MANOS UNIDAS

Hoy celebra la Iglesia (aunque no sé si la palabra celebrar es adecuada) el Día de la Campaña contra el Hambre. Y yo no quisiera dejar de decir algo que tiene una enorme vinculación con lo que acabo de decir.

Allí donde la dignidad de la persona humana no es reconocida, en miles de ambientes de nuestro mundo y de nuestra sociedad, también en el interior de las sociedades cristianas, sin duda, pero ciertamente en aquellas sociedades donde, por la propia cultura, la dignidad del ser humano, de la persona, de cada persona no es reconocida, las injusticias son inmensas. Y una de las mayores injusticias es que hay millones de personas que están al borde de la muerte por inanición; hay muchas otras que someten al ser humano, especialmente niños y de mujeres, a los intereses económicos, objeto de tráfico, malos tratos, violencias, mutilaciones, muertes, de mil maneras. ¡Dios mío!, no podemos ser insensibles.

Manos Unidas lleva recordándonos, una vez al año, el hambre de tantos seres humanos. Y yo sé que estamos en tiempos donde la situación no es fácil, cuando mucho más de tres millones de personas no tienen trabajo en nuestra sociedad. Pero, ciertamente, nosotros tenemos al menos con qué vestirnos, tenemos algo que podemos compartir. Hay que pedirle al Señor que Él, que nos ha dado la posibilidad de conocerle, y de conocer que su Amor es el secreto que permite y hace razonable la alegría en la vida, nos ensanche el corazón, nos lo haga generoso, que podamos compartir con nuestros hermanos, empezando por los que tenemos más cerca, pero sin olvidar que vivimos en un mundo donde, por la estructura global de la misma vida económica, algo de lo que tenemos experiencia muy concreta ahora, las cosas afectan a todos. La crisis económica que vivimos, por ejemplo, ha hecho que desde hace unos dos años, ante una eventual crisis del petróleo, los países desarrollados han dejado de enviar cereales al tercer mundo, para poder desarrollar otro tipo de carburantes derivados de la agricultura. Imaginaos lo que eso significa.

Vivimos en un mundo donde todo está tan interconectado, y las tribus del norte de Kenia, o los dramas que vive la sociedad congolesa son nuestros dramas. El problema del hambre es problema de todos. Y la tarea de aliviar, de aplacar, ese problema, es también tarea de todos. Sed generosos, yo os lo ruego, por amor de Dios, por lo que hemos recibido. Ayúdanos, Señor, a ser generosos.

Recuerdo la anécdota que sucedió en EE.UU. Los Obispos estaban preocupados por la pobreza en una región que había vivido de la minería y de la agricultura, y la minería se había venido abajo, y había generado una bolsa de pobreza enorme. Y un comité de la Conferencia Episcopal de EE.UU. le preguntó a un gran economista norteamericano qué podían hacer ellos, como Obispos. Y el economista les respondió de un modo que a mí todavía me conmueve cuando me acuerdo. Les dijo: “Manden a todos sus cristianos, y pidan a sus hermanos separados (evangélicos, o protestantes) que pidan y hagan lo posible para que esos cristianos se conviertan, porque no hay mejor noticia para los pobres de aquella región que el que los cristianos sean cristianos de verdad. Si lo fueran, la pobreza desaparecería en aquella región muy pronto”. Y a mí me sorprendió la respuesta.

Señor, conviértenos a nosotros, porque no es posible haber encontrado a Jesucristo (o como dirá San Juan, “no es posible amar a Dios, a quien no ves, si no amas a tu hermano, a quien ves”) y no tratar a cada ser humano como un hermano tuyo, sea quien sea, esté donde esté. No es posible mirar ese sufrimiento humano y no desear abrazarlo. No es posible mirar el mal del mundo, y no sentirse herido por ese mal al que sin querer seguramente todos estamos contribuyendo con nuestra pereza, o con nuestro silencio, o de tantas maneras.

Por eso, la mejor noticia sería que nos convirtiéramos a Cristo, que acogiéramos de verdad el don de Cristo. Y sería la mejor noticia para nosotros, para nuestros prójimos y para el mundo entero.

Vamos a pedirle al Señor que Él convierta nuestros corazones de piedra en corazones de carne, que Él abra nuestro corazón a la generosidad. Y que nos abra a la primera generosidad, que es la de anunciar a Cristo amando a todo ser humano, sin condición, sin límites, sin barreras. El Señor ha venido rompiendo la barrera más grande que había, que era la que existía entre Dios y nosotros. ¿Vamos a mantener nosotros barreras mucho más pequeñas, que no significan nada, más que nuestro egoísmo, o nuestra avaricia, o la protección de un mundo caliente y seguro, en el que nos morimos saciados de bienes y de desesperanza muchas veces?

Vamos a proclamar nuestra fe.

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