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Homilía en la Eucaristía con motivo del aniversario de la muerte de D. Luigi Giussani y de la Fraternidad de Comunión y Liberación

Capilla de la Misericordia (Granada)

Fecha: 09/02/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 306



Hace ya más de treinta años, yo tuve la gracia de conocer por primera vez a D. Giussani en un curso de jóvenes organizado para el verano que habíamos estado poniendo en marcha con muchísima ilusión Julián Carrón y yo, y que llevaba como lema “Verdad de Dios, verdad del hombre”. Y la primera frase que D. Giussani dijo en la charla que nos iba a dar en ese curso fue: “Justamente este lema expresa perfectamente todo lo que es nuestra experiencia”. Y más de treinta años después yo puedo decir que es verdad.

De las muchas cosas que yo debo personalmente al encuentro con D. Giussani y con la realidad humana que se ha generado de su paternidad, es justamente la certeza de que Cristo cumple la vida. Es decir, que en la pequeñez de nuestra existencia, de la de todos y cada uno de nosotros, la Presencia del Señor genera una totalidad que corresponde perfectamente a los deseos del corazón. Incluso en medio de las circunstancias donde el corazón no está para dar saltos de alegría, como son las que todos nosotros vivimos en muchas circunstancias de la vida, sin embargo, hay la certeza de que hay una Presencia que no abandona. Y de que esa Presencia corresponde justamente con el deseo más profundo que uno tiene de plenitud: con el deseo de la vida eterna, en definitiva. Yo creo que eso es, por así decir, como la verdad primera en mi historia, en mi reconocimiento de gratitud a lo que ha significado D. Giussani en mi vida.

Esto lo ha dicho también de muchas maneras. Recuerdo el prólogo que escribió a un libro sobre los santos, escrito por otra persona, donde él comenzaba diciendo: “El santo es el hombre verdadero”. Esas palabras se corresponden con aquello que decía Benedicto XVI en su primera homilía, que “Cristo no viene a quitar nada” de lo que nos constituye como seres humanos, de lo que nos constituye como personas y nuestra vida. Al contrario. Viene justamente a hacer lo posible para devolvernos a nosotros mismos, a darnos a nosotros mismos.
Y una de las garantías de que eso es verdad es justamente que no constituye ninguna evasión de la pequeñez o de los límites, o de la contingencia que somos. Si el mundo al que el Señor nos hiciese acceder fuese un mundo “rosa”, por así decir, del que ha desaparecido el sufrimiento, el drama, los accidentes, las desgracias, las miserias, el pecado, sería un mundo irreal. De una cosa podríamos estar seguros: de que no sería un mundo verdadero. Sería una fantasía, algo que nos hemos imaginado nosotros. Y no es así. Y, sin embargo, uno no puede mirar al fondo de la propia experiencia y de la propia vida sin darle gracias al Señor porque todo nos ha sido dado ya con la certeza de su Presencia.

Curiosamente, la lectura de hoy, que hablaba de la predicación del ministerio de Jesús, es totalmente aplicable, porque los santos son como el borde del manto del Señor. Y yo no puedo evitar, cuando pienso en D. Giussani, el pensar que yo no he tenido muchas ocasiones de trato con él (he tenido algunas largas conversaciones, algunos días en los que hemos estado juntos, momentos privilegiados en la vida), pero estáis vosotros. Yo no puedo de ningún modo (sería absolutamente injusto, y no quiero, además) desvincular esa Presencia de Cristo, esa gracia de Cristo, esa misericordia de Cristo, de vuestra compañía, de la compañía de las personas que el Señor me ha ido dando a lo largo de la historia para poder realizar con libertad lo que la gracia de la experiencia del Movimiento nos ha permitido vivir, cada uno en su vocación, cada uno en su camino, cada uno con su historia. Pero lo cierto es que yo no sabría desvincular mi salvación, no digo sólo mi persona, de la vuestra, y de vuestra presencia. Independientemente de los caminos que tenga la vida, y de los lugares por los que la vida puede transcurrir. No tiene que ver con eso, sino con unos vínculos que, una vez que el Señor los establece, porque tienen que ver con Él, y sólo porque tienen que ver con Él, son vínculos para siempre, de los que no está en la mano de uno el desentenderse, el desengancharse. Eso, sencillamente, no es posible. Porque forma parte de la historia bella, de la historia de gracia y de misericordia que el Señor hace con todos y cada uno de nosotros.

Celebrar el aniversario de la muerte de D. Giussani es dar gracias por el borde del manto del Señor que curó a la hemorroisa, y que por su misericordia nos cura una y otra vez a nosotros de nuestras enfermedades, de nuestro pecado, por la gracia de la Iglesia, del sacramento, y de ese sacramento “carnal y espiritual a la vez”, que diría Péguy, que es la comunidad, en la cual cada uno de nosotros somos acompañados. También de una manera frágil. Pero en esa compañía frágil, una vez más, se hace presente la certeza, la plenitud, el don inmenso de la gracia.

Estáis aquí las Hermanitas del Cordero, y seguramente todo lo que yo estoy diciendo lo podríais hacer vuestro exactamente igual con respecto a vuestra propia vocación, porque, aunque la historia de cada uno de nosotros es única, y no se repite jamás, y cada uno recibe los dones que recibe en esa historia, hay un aspecto de esa vida que es incomunicable. En cierto sentido es siempre la misma, porque es una historia de redención, de salvación, de vida, de gracia (o hay palabras mejores para decirlo), de alegría profunda, por debajo de todas las tormentas y de todo lo que pueda haber en la vida. Y, en ese sentido, es siempre la misma, y siempre nueva. Siempre nueva porque para cada uno de nosotros, si miramos nuestra vida, nuestra historia, es diferente y, al mismo tiempo, es la misma historia. Es la historia de la redención de Cristo que se hace carne para nosotros misteriosamente en la Eucaristía, y luego, de una manera muy real, muy tangible, en la comunidad y en la vida de cada día.

Hoy no está D. Giussani para decirnos su palabra. Están sus libros, por supuesto, pero los libros no son el borde del manto de la misma manera que lo son las personas. Nunca. Ni siquiera con respecto a Jesús. Cuando la gente dice: “si la Iglesia desapareciera…, si tuviera que elegir entre la Iglesia y la Biblia, me quedaría con la Biblia”. Yo no. Yo me quedaría con la Iglesia. La Biblia sin la Iglesia podría acabar en cualquier cosa, en cualquier película de Walt Disney o en cualquier estupidez de por ahí. Me quedaría con la Iglesia. Porque en la Iglesia está el perdón de los pecados, porque en la Iglesia está el don del Espíritu del Señor, porque en la Iglesia está la Comunión y el sacramento, y la Presencia de Cristo viva. Y en la Iglesia no se perdería la memoria de Cristo. En la Biblia, sin la Iglesia, perderíamos todo. Y, además, la historia lo demuestra.

Hoy no está D. Giussani de esa manera a como podía estar cuando él dirigía los Ejercicios, o las asambleas. Y eso es una ocasión para pedirle al Señor que Él haga presente su gracia de las maneras que Él vea, que serán las mejores para nosotros. Y, al mismo tiempo, que nos ayude a cuidar de la mejor manera que sepamos el don que a cada uno nos ha sido hecho, y que nos sepamos ayudar en el cuidado de ese don. Lo haremos pobremente, seguro, pero si lo hacemos con sencillez de corazón, el Señor sabe hacer de la ofrenda más pobre un tesoro de maravillas. Vamos a pedirle al Señor esas dos cosas en la Eucaristía.

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