Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 25/02/2009. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 98. p. 309
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
saludo muy especialmente a los miembros de la Federación de Cofradías,
y a los hermanos que os habéis querido unir a esta celebración,
saludo también de una manera especial a los seminaristas que nos acompañan en este inicio de las prácticas cuaresmales,
Aprovecho, antes de empezar la homilía, para decir que en la celebración de hoy hay sacerdotes dispuestos a administrar el sacramento de la Penitencia, y podéis acudir a ellos con toda libertad. Es más, y sirva esto como comienzo a mi exhortación a la cuaresma, la cuaresma es un momento especial para acercarse de manera más verdadera, quizá más reposada o más intensa, al perdón de los pecados que el Señor tiene siempre disponible para nosotros, y que tiene un valor extraordinariamente grande como medicina para nuestras vidas, para curar las heridas del corazón, para sanar. El sacramento de la Penitencia, de la Reconciliación, no es el sacrificio de decirle los pecados a un sacerdote.
No os creáis que los pecados son una sorpresa muy grande para ningún sacerdote. El ser humano tiene muy poca creatividad para el pecado, más bien ninguna. Sólo el amor es creativo. Sólo la caridad tiene inventiva. Sólo la santidad no para de generar nuevas formas de expresar la grandeza inmensa de la vocación humana y de las posibilidades humanas. El pecado nos empequeñece, nos empobrece. Lo digo porque yo sé que para el sacramento de la Penitencia es siempre una dificultad el decir la verdad de lo que somos, nuestra miseria o nuestra pobreza, y a veces pensamos que esa miseria o esa pobreza puede sorprender a otro ser humano, al sacerdote. Y yo os aseguro que no hay pecado que a un sacerdote le pueda sorprender, absolutamente ninguno.
La figura del sacerdote ahí es la de puro mediador de Cristo. La Penitencia es, ante todo, un abrazo que el Señor renueva para nosotros. Nosotros Le ofendemos, nos apartamos de Él, nos olvidamos de Él, nos preocupamos por mil cosas que ponemos antes del Señor en nuestro corazón. Yo no sé las veces que os habréis acusado de haber pecado contra el primer mandamiento, pero es el más importante de todos, y es el que es más capaz de llenar la vida de gozo y de sostenerla en la alegría y en la esperanza. El amar a Dios sobre todas las cosas es lo que el Señor nos pide por encima de todo: amarle con todas nuestras fuerzas, con todo nuestro corazón. Y nadie somos capaces de amarle así. Y todos los demás pecados se derivan de eso, que anteponemos otras cosas a Dios. Y eso no sorprende a ningún sacerdote.
La Penitencia es un momento de encuentro con el Señor. Un momento que, si es buscado, si es deseado, en el que si uno se acerca a él con lágrimas en el corazón, el Señor no deja jamás de abrazarnos, haya sucedido en nuestra vida lo que haya sucedido. Sea cual sea nuestra situación, en el momento en el que nos acercamos no deja jamás de abrazarnos, y de decir: “Tú eres mi hijo, Yo te amo, Yo he derramado mi sangre por ti, tu vida es preciosa a mis ojos”. Y eso es lo que sucede en la Penitencia. Y eso lo desea uno mucho más que cualquier cosa.
La Penitencia nos cuesta, fundamentalmente, por dos cosas. Una, porque pensamos que nuestros pecados van a escandalizar. Nos escandalizan, en primer lugar, a nosotros mismos. A veces no somos capaces de mirar nuestros pecados a la cara, porque todos nos hemos construido una imagen de nosotros mismos y hacemos lo posible por adecuarnos a esa imagen, ante nosotros mismos, ante nuestra propia conciencia, y ante los demás.
Pero en nuestra sociedad hay, probablemente, otra razón más profunda por la cual la Penitencia se nos hace extraña, ardua, difícil, y es el hecho de que hemos perdido la conciencia de que nuestra vida es, ante todo, relación con Dios: de que vivir, nacer, existir es, ante todo, relación con Dios. Y esa relación no es fruto de nuestra voluntad, como el escoger un amigo, o un tipo de ropa, o un estilo de vestir, o el pertenecer a un club determinado, o a una asociación, o a un equipo de fútbol, o cosas así, sino que esa relación nos viene dada con el hecho de ser. Es algo previo a que nosotros decidamos nada. Esa relación nos constituye.
Pero lo hemos olvidado. No sólo porque los seres humanos nos olvidamos de Dios, sino porque en nuestra cultura todo nos invita a hacernos creer que esa relación no existe, o que es una cosa opcional para aquellos a los que les gusta. Igual que hay gente a la que le gusta la música pop, o el jazz, o cualquier otra cosa, pues hay gente a la que le gustan estas cosas de Dios. Y, sin embargo, esa relación nos hace: somos esa relación. Si Dios en este segundo en el que yo esto hablando no me estuviera diciendo “te amo”, yo me disolvería en la nada. No sería, literalmente, nada. Sólo existo, sólo respiro, sólo puedo ver vuestros rostros, sólo puedo amaros, sólo puedo moverme y sólo puede latir mi corazón porque Dios me ha llamado al ser. Esa relación me constituye más que la relación con mis padres, y fijaos si la relación con mis padres me determina: nos dan la forma de nuestro rostro, hasta el lenguaje que hemos aprendido a hablar. Pues la relación con Dios nos constituye de una manera infinitamente más profunda.
Y nosotros rompemos siempre esa relación. Y por eso siempre tenemos necesidad de recomponerla. Pero nosotros no somos capaces de recomponerla. Sólo el abrazo del Señor, sólo el beso del Señor (habréis visto muchas veces el cuadro de Rembrandt de El regreso del hijo pródigo, donde el padre le pone las manos al hijo), sólo ese acogernos de Dios, de nuevo en su intimidad, porque el Amor de Dios es fiel, porque el Amor de Dios es para siempre, porque el Amor de Dios no está condicionado por nuestro pecado, es el que puede hacernos florecer como personas, como seres humanos, florecer en nuestra libertad y en nuestra capacidad de amar. Sólo el abrazo de Dios es capaz de hacerlo.
Yo quería comentar la oración de la Eucaristía de hoy, donde Le hemos pedido al Señor que al comenzar la cuaresma nos dé espíritu de penitencia. Y el espíritu de penitencia es ese deseo de poder vivir bien la relación con Dios, como la relación más importante de nuestra vida. Vivirla bien significa vivirla con alegría, vivirla con gozo, de una manera que nuestro esqueleto interior nos constituya, nos afirme en la vida; que cuando digamos “yo”, o cuando digamos “nosotros”, estemos diciendo algo grande.
Hace unos días leía a un pensador moderno, cuyo nombre no recuerdo, que decía que el hombre moderno es incapaz de decir “yo”, porque cuando dice “yo” no dice nada, y él tiene la conciencia de que no está diciendo nada. A mí me parecía terrible, y, al mismo tiempo, iluminador. Acoger el Amor de Cristo, acoger al Señor, acoger a Dios en nuestra vida, es poder empezar a decir “yo” con una consistencia, es poder dar consistencia a nuestras acciones, hasta a las más pequeñas; es que la vida se llene de sustancia, por así decir.
Fijaos, ése es el combate cristiano contra las fuerzas del mal. Porque hay combates contra el mal que no cristianos. Al Señor Le hemos pedido espíritu de penitencia para combatir al mal cristianamente. ¿Cuáles son esas formas de combate contra el mal que nos cristianas? Os pongo ejemplos muy clamorosos. En nuestro siglo XX, que es al que hemos pertenecido y en el que hemos vivido la mayoría de los que estamos aquí la mayor parte de nuestra vida, las distintas revoluciones: la revolución bolchevique, o la revolución del nacional socialismo en Alemania, todas querían acabar con un mal. Y ése no es el combate cristiano, evidentemente. Y podríamos decir: “Nosotros no podemos hacer revoluciones de ese tipo, luego eso no va con nosotros, que se preocupen los políticos de que no haya revoluciones así”. Y, sin embargo, también nosotros evadimos el combate cristiano contra el mal, cuando el mal lo vemos siempre en lo demás, y pensamos que arreglar el mal es que cambien los demás; cuando el mal lo vemos siempre como fuera de nosotros, y fuera de nosotros pueden ser los demás o pueden ser las circunstancias. “Yo sería bueno…, yo me portaría bien…, yo sería una persona encantadora, si no me rodearan las circunstancias que me rodean, las personas que me rodean, si no hubiera pasado esto en un momento de mi vida, si…” Todo eso son formas de evadirnos de nosotros mismos, son formas de no poder decir “yo” con consistencia.
El mal es una herida que hay en nosotros, que todos llevamos con nosotros, que todos hemos incrementado con nuestras obras a lo largo de nuestra vida, haciéndonos daño, en primer lugar a nosotros mismos, y también a los demás, rompiendo, o deteriorando, o deformando esa relación de amor con la que el Señor nos ha llamado a la vida y al ser.
El combate cristiano contra las fuerzas del mal es la conversión. Es ese decir: “Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa”. El canto del miserere no es un canto triste, en absoluto. Quizá ciertas músicas lo ponen como algo triste, y, sin embargo, el canto del miserere es el canto de la liberación del corazón humano. “Ten piedad de mí, Señor, por tu bondad”. La oración del peregrino ruso: “Jesús, hijo de David –o, si queréis, Jesús, Hijo de Dios–, ten piedad de mí”. Eso lo puede decir cualquiera. Y esa oración es escuchada siempre.
La lucha cristiana contra las fuerzas del mal a la que la Iglesia nos invita en este periodo de cuaresma es el esfuerzo de la conversión, es el trabajo de la conversión.
Un trabajo que lo va a hacer el Señor, no lo vamos a hacer nosotros. Nosotros sólo tenemos que decirle al Señor que sí, que estamos dispuestos, y hacer unas pequeñas prácticas, muy sencillas, que la Iglesia nos propone.
Incrementar la oración, de la manera que queráis. Pero para que sea verdadero, para que implique nuestro cuerpo y no sólo nuestros propósitos, que tenga un tiempo. Pero hay muchas otras maneras, además de darle un tiempo al Señor: uno puede ir en el autobús, o en el coche, subiendo la escalera o cogiendo el ascensor en su casa, y decir, sencillamente, cien veces, cinco, dos, una: “Señor, ten piedad de mí”, “Señor, ten piedad de nuestro mundo”, “Ten misericordia”, “Bendícenos”, “Acompáñanos”. La súplica que salga del corazón, eso no implica perder tiempo. Implica acordarse de que el Señor es el Bien más grande de nuestra vida, y de que sin ese Bien nuestras vidas se mueren. Nos morimos. Nos morimos en vida. Dejamos de poder decir “yo”.
Sólo señalar las tres prácticas que la Iglesia nos propone, sencillísimas: la oración, la limosna, el ayuno. Las tres tienen sentido. Las tres tienen valor. La oración, porque es la manera de recordarnos a nosotros mismos justo eso: que Dios es el Bien más grande de nuestra vida, y que la relación con Dios es la relación que nos constituye y que configura todas las demás relaciones que tenemos, desde la de marido y mujer, hasta la de padres e hijos, hasta la de hermanos, amigos, compañeros, miembros de comunidad, todo. Si nuestra relación con Dios está viciada, o deteriorada, se deterioran las relaciones con nuestros hermanos. La oración es el lugar donde recordamos que sin Dios no somos nada.
Y el ayuno y la limosna nos recuerdan también que nuestras vidas, y los bienes de este mundo, hasta el bien más elemental, el del alimento, son dones de Dios, no algo nuestro. Controlar esos dones, limitarnos, por así decir, y estar unidos. Las comunidades cristianas antiguas ayunaban para, con el fruto del ayuno, poder hacer limosna. Es decir, con lo que no comían, o evitaban comer, podían contribuir a los pobres. La limosna es evidente que abre nuestro corazón a las necesidades de nuestros hermanos.
No pongo medidas, no sugiero caminos específicos, las circunstancias de cada uno son las que son, y sólo cada uno las sabe. Pero yo os invito a que en este tiempo caminéis por estas prácticas. Hasta en la vida (yo sé que hay muchas personas de las cofradías) de la hermandad: moderad. Vivimos en una situación donde vemos a personas quedarse sin trabajo, padecer necesidad, muy cerca de nosotros. Y no es la razón última, pero es verdad que en un mundo según el designio de Dios, habría menos sufrimientos de ese tipo. Y nosotros podemos paliar algunos. Y, fijaos, no os estoy invitando a que deis una limosna a una ONG, o a Cáritas. Os estoy invitando a que penséis si en vuestro bloque, si en vuestra casa, si en la parroquia, si conocéis a una familia, ayudadla discretamente, pasaros un día por el Mercadona, llevadles lo que necesitan. Son familias que seguramente conocéis, no cabe la picaresca que a veces se da en otras cosas. Y no estoy diciendo que no ayudéis a Cáritas. Cáritas está haciendo un esfuerzo inmenso en estos momentos, pero estoy diciendo que a veces nos cuesta menos dar una limosna, incluso generosa, a una institución, y desentendernos nosotros de nuestro corazón en las necesidades cercanas. Compartir con quien tenemos cerca. Compartir con quien conocemos. Aprender a hacerlo con discreción, con cariño, como gesto de afecto. Reducir nuestros gastos, y usar esa reducción para compartir con otros, a mí me parece que eso es un bien grande que nos educa.
Sólo un último pensamiento. Ya sé que soy largo siempre, y no lo puedo evitar. Fijaos, en el tipo de ejercicios a que nos invita muchas veces el mundo, y que a veces son buenos para la salud, o para determinadas cosas, casi siempre los ejercicios consisten siempre en cosas que no tienen que ver con la vida. La sociedad en la que estamos nos invita a practicar ciertas cosas que no nos hacen ser mejores personas. Y valora mucho quien ha subido el Aconcagua, por ejemplo, por la cara norte, y ha estado quince horas haciendo vivac, a veinte bajo cero, o quien ha conquistado el Polo Norte. Y uno se ejercita, y las personas se entrenan para hacerlo. Pero uno no va a pasarse la vida subiendo al Polo Norte. Luego tiene su familia, o tiene su trabajo, que son otras cosas.
El tipo de ejercicios a los que sacrificamos muchas veces mucho tiempo, mucha energía, y por los que hacemos mucho sacrificio, son ejercicios que están fuera de la vida. Los ejercicios que la Iglesia nos propone, no son ejercicios para hacerlos en cuaresma y luego poder decir el día de Pascua: “Ya se ha acabado, qué gusto”. No. De lo que se trata es de ejercitarnos en cosas que nos hacen mejores, y que, por lo tanto, si uno aprende a vivir de esa forma, de modo que yo sea más consciente de que el bien más precioso es Dios, y que sin Dios a mí me faltaría el aire, a mi alma, a mi vida, le faltaría el aire, entonces yo no quiero que esos ejercicios se acaben, lo que quiero es vivirlos cada vez mejor, vivir cada vez mejor como persona, mejor en mi relación con Dios, mejor con todas las personas que tengo alrededor, y esa es la lucha cristiana contra las fuerzas del mal. ¿Qué me hace eso? Mejor persona, mejor cristiano. O, si queréis, más persona. Me permite vivir una vida más cargada de sentido, donde mis actos son más míos, donde, cuando yo me doy, me doy con más conciencia, donde la vida no se me arrebata, porque va pasando y me la arrebata el tiempo, o me la arrebatan los demás, o me la arrebatan mis propias pasiones; donde la vida yo la doy porque quiero, y el darla se hace lo más precioso, la obra de arte más bella, el regalo de Dios más grande, porque es como un anticipo del Cielo.
Los ejercicios de la cuaresma nos preparan para vivir la Pascua, nos preparan para vivir como hijos de Dios, y la vida de los hijos de Dios es una vida que anticipa el Cielo, aquí, con dolores, en nuestra condición mortal, en nuestra condición pecadora. La presencia de Cristo nos hace posible vivir el Cielo aquí en la tierra. A eso es a lo que nos ejercitamos cuando nos ejercitamos bien en la cuaresma.
Que el Señor nos ayude a todos, empezando por mí, los sacerdotes, los seminaristas, los religiosos y religiosas, las hermandades, todo el Pueblo cristiano, en esa tarea de conversión, para que en la oscuridad de nuestro mundo brille la luz de Cristo, la luz de su vida y de su Amor indefectible por cada uno de nosotros.