Nuestra Señora de las Angustias
Fecha: 27/09/2009. Publicado en: Periódico El Ideal de Granada
Tú has vivido el dar a luz fuera de casa, en mitad de un viaje, lejos de los tuyos, casi sin ayuda humana, por el capricho de un gobernante que quería asegurarse, mediante un censo, el cobro de los impuestos. Como tantos millones de mujeres a lo largo de la historia. Tú has vivido, por un tiempo, las dudas de tu esposo, y posiblemente las murmuraciones de la gente. Tú has vivido el ser emigrante en un país lejano, y el no entender la lengua, y el vivir de la hospitalidad ajena, y el tener que abrirse camino desde la nada. Como tantos hombres y mujeres a lo largo de la historia. Tú has vivido la ansiedad de un hijo perdido entre la mutitud, y la sorpresa de encontrártelo enseñando en el lugar donde todos iban a aprender. También esa ansiedad la han conocido tantas madres... y tantas veces una ansiedad sin final a los tres días, sin un templo al final de la búsqueda, una ansiedad sin fin en esta vida.
Tú has vivido el silencio y el trabajo de tantas horas, tantos días, tantos meses y tantos años, sin batir de alas de ángel, sin que sus coros resuenen aquí abajo, sin reyes que vengan de lejos a traer regalos a tu Hijo, sin más sonido que el del martilleo del taller, y el del chisporroteo del fuego, y el de alguna disputa de unos hombres por la calle, y el del canto del gallo por las noches, antes del amanecer ,y el de la voz de José canturreando algún salmo, sí, “Señor, mi corazón no es ambicioso, ni mis ojos altaneros...”, y “lámpara es tu palabra para is pasos, luz en mi sendero...”, y qué sendero tan largo, y tan quieto y tan solitario a veces, como si el mundo se hubiera parado, y estuviera esperando..., y otra vez el martilleo del taller, y otra vez el canto del gallo, y el de otro gallo..., y así años, y años, y más años de silencio..., el silencio y el temor de lo que pasaría cuando todo empezara... y no sé por qué, siempre el recuerdo de Abraham cuando subía también en silencio la montaña, con su hijo, la leña y el fuego, y al mismo tiempo, aquel otro recuerdo, aquello del día en que Isabel te dijo: “¡Dichosa tú, que has creído...!” Y un día y otro día, y otro día, y otro más, y siempre el sielencio, y no lo rompía la frase que te salía a cada instante del corazón y de los labios: “Hágase... soy tu sierva, Señor, hágase... según tu palabra”. José seguía cantando, ¡parecía enterarse tan poco de lo que pasaba! Sí, lo parecía, aunque, ¿quién sabe? Seguramente también él obedecía a su modo, subía su propia montaña. “...como un niño en brazos de su madre”. Y Jesús crecía...
Claro que estaba tu Hijo, y tu mirada clara sobre sus ojos de cielo, y la certeza verificada mil veces de que un Hijo así no era de este mundo, no era tuyo más que por don de su gracia. Que no era tuyo, y que pensar que lo era —aunque hubiera crecido en tus entrañas, y se hubiera alimentado de tu sangre, y se hubiera amamantado de tus pechos y criado en tu regazo—, hubiera sido para ti un pecado, el mayor de los pecados. (Aunque de manera muy distinta, también lo es para las otras madres). Era infinitamente más verdad que tú eras de él, suya por entero, y que él te sostenía a ti aunque pareciera lo contrario. Tú le alimentabas a él, pero en realidad era él quien te permitía alimentarlo, y criarlo, y enseñarle a andar y a hablar, y darle besos, y cantarle canciones de cuna... ¡Qué cosa! ¡Que adorar a Dios fuese lo mismo que estrechar a tu hijo entre tus brazos...! ¡Que estrecharle entre tus brazos fuese lo mismo que ser estrechada, acogida en los brazos infinitamente tiernos y misericordios de Dios!
Luego vino el comienzo, de repente. Todo se precipitó desde entonces. Algunos de vuestros parientes pensaban que tu Hijo “estaba fuera de sus cabales”. Ahí empezó de verdad la pasión. Otros decían de él cosas marvillosas... Tal vez sólo tú entendiste cuando Él dijo aquello de que su hermano, y su hermana y su madre eran quienes hacían la voluntad del Padre. Tal vez sólo tú, desde el principio, habías empezado a aprender que había otra familia, que no venía de la carne y de la sangre, que era la más decisiva para la vida (también para la vida de la familia), y que se ensanachaba siempre, que crecía continuamente. Sí, por aquel entonces sólo tú entendías... Ni siquiera los doce, tan nobles y tan torpes, pero que le querían tanto. Incluso Judas, a su manera, le quería, aunque ése sí que no había entendido nada.
Luego vino la pasión. Y la muerte. Se la veía venir. Se la veía venir desde el principio. Pero cuando vino, era el dolor tan agudo que más vale no hablar de él. Por puro pudor. Nadie, nadie en este mundo puede imaginarse lo que es ver al único Inocente de la historia apresado, vejado, objeto de burla, condenado, ajusticiado, con esa muerte horrible que es la cruz. Sólo las madres que han perdido a un hijo de forma parecida pueden tal vez hacerse una idea.
Todavía recuerdas —y recordarás por toda la eternidad—, aquellos jadeos entrecortados, y en cada uno se le iba la vida, y en cada uno la daba, y con cada uno iba un océano de perdón tan grande como el diluvio, sólo que los que se ahogaban en ese diluvio eran los pecados de los hombres. Y con cada uno de aquellos jadeos se iba también tu vida. No entendías todo aquello, sólo sufrías. Pero dabas tu vida con la de él. Una vez más, Él te hizo ser madre. Y esta vez, de todos los hombres. Tanto te había ensanchado el corazón, que ahora todos los hombres cabían en él: todos eran tus hijos, todos eran tu Hijo. Y entonces comprendiste mejor que nunca para qué había querido Él tu virginidad.
¡Qué silencio después de su muerte! ¡Qué espera tan inacabable! ¡Y qué gozo, recordar la mañana de Pascua, tan limpia, tan perfecta, tan clara, tan llena del rumor suave de la vida que despierta, de la vida que empieza! Era como la primera mañana del mundo, como el primer día de la creación. Aquella visión de sus llagas —tan recientes, pero ahora tan vivas, tan bellas cada una de ellas como una piedra preciosa—. En esas llagas, de las que brotó el agua del bautismo y la sangre de la Eucaristía, en esas llagas que permanecen abiertas para siempre, pero que también resplandecen de gloria para siempre, se transfiguraron para siempre todas tus angustias. Tus angustias y las nuestras.
Y es que desde entonces, desde aquella mañana, todas las angustias, todos los dolores, todas las soledades, todos los abandonos, todas las tristezas, todas las heridas, todos los sufrimientos, todos los pecados, todas las torpezas, las de todos los hombres, tienen un lugar de perdón, un lugar de refugio, de alivio, de esperanza. Es un lugar en el que nunca se está solo. Ese lugar está en la Iglesia, en la comunión de la Iglesia. Son las llagas triunfantes del amor de tu Hijo. Y es tu corazón.
† Francisco Javier Martínez
Arzobispo de Granada