Todavía nos queda tanto por hacer... Participa
Fecha: 06/11/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 180
6 de noviembre del año 2007
A los Sacerdotes, Religiosos
y fieles cristianos de la Diócesis
con motivo del Día de la Iglesia Diocesana
Queridos hermanos y amigos:
I. ES CIERTO QUE NOS QUEDA
TANTO POR HACER... Y POR SER
Y, sin embargo, menos que nunca tal vez, el crecimiento de la Iglesia no se mide por el número de “cosas que se hacen”. La llamada principal que todos recibimos, constantemente, desde la Palabra de Dios, desde el magisterio auténtico de la Iglesia, y seguramente también desde nuestras conciencias, es la llamada a “ser más”, a crecer, a convertirnos. Aunque todavía hay una llamada anterior, más insistente, más constante, más omnipresente: es la llamada que nos dice que, a pesar de todo, de nuestras limitaciones y de nuestras torpezas, Dios nos ama. De hecho, convertirse consiste, ante todo, en acoger ese increíble amor, que se nos da en Jesucristo y en la comunión de la Iglesia. No consiste tanto en un “propósito” de ser mejores, que fácilmente empieza y termina en nosotros mismos, y que por ello conduce siempre a la frustración y al escepticismo (si nuestros propósitos bastaran para salvarnos, para darnos la plenitud que anhelamos, ¿qué sentido tendría la encarnación del Verbo y la muerte de Cristo?), cuanto en acoger el amor que nos es ofrecido, que nos es dado en la comunión de la Iglesia. Un amor tan fuerte, tan poderoso, que nos da una vida nueva. Que nos hace criaturas nuevas. Que nos comunica el Espíritu Santo de Dios, y nos hace hijos de Dios, hijos en el Hijo. Nos permite participar de la vida misma del Dios Trino, que es Amor, y Amor inmortal y eterno.
Pues bien, cuanto más nos es dado vivir de ese amor, y que ese amor sostenga nuestras vidas, que informe nuestra mirada al mundo y a las personas, nuestros quereres y nuestro corazón, nuestra conciencia y nuestros actos, “somos más”. No sólo más cristianos, o mejores cristianos. Sino más personas, más plenamente personas, más contentos y agradecidos del don inmenso de haber encontrado a Jesucristo, y del don que es todo en la vida para quien lo ha encontrado. Dios, por así decir, no tiene “un proyecto” sobre nosotros, en el sentido de que quiera o necesite “algo” de nosotros. Su amor no es una “excusa” para luego pedirnos algo, su voluntad no es ante todo una exigencia, y menos una exigencia arbitraria. La voluntad de Dios es nuestra vida en plenitud, nuestra salvación y nuestra alegría.
Naturalmente, la experiencia de esa vida en plenitud, ya ahora, anticipando la vida eterna, genera una pasión por comunicar esa vida y esa libertad que se nos han dado. Nos une entre nosotros hasta formar un pueblo, un cuerpo, y nos une para anunciar a otros la misma alegría que a nosotros nos ha sorprendido y alcanzado, y para repartir a manos llenas, a todos los hombres, y especialmente a los más necesitados de él, ese amor que a nosotros nos sostiene y nos llena. Y ahí es donde el ser, si es verdadero, se transforma en hacer... Naturalmente, que, en el ser y en el hacer, tenemos mil deficiencias. Pero para eso el Señor nos regala el tiempo de la vida: para aprender siempre más a amarnos más y mejor, y a amar más y mejor a todos los hombres.
El nombre de esta vida nueva es Iglesia, la comunión de los creyentes en Cristo, por el don del Espíritu Santo. Y esta realidad de la Iglesia, ya lo sabéis todos, se vive en cada una de las comunidades eclesiales presididas por un sucesor de los Apóstoles, en comunión con el Santo Padre. El nombre de estas Iglesias particulares es Diócesis, o Iglesia diocesana.
Para el Día de la Iglesia Diocesana de este año, me ha parecido que podría ser útil recordar y reunir algunos textos del magisterio del Concilio Vaticano II sobre la Iglesia, que pueden ser útiles para aquellas personas o grupos que deseen trabajarlo y ahondar en el misterio de la Iglesia. Para muchos cristianos ya, ese magisterio del Concilio es desconocido, y pertenece a la historia. Para todos, es una ocasión de renovar nuestra fe en la Iglesia y de pedir al Señor que, cada uno desde nuestra vocación, podamos vivir mejor el inmenso don que el Señor nos ha hecho en la Iglesia, y contribuir mejor a su bien, que coincide con el bien de todos. El Concilio tuvo como una de sus preocupaciones centrales el recuperar la conciencia del misterio de la Iglesia, conciencia que se había debilitado extraordinariamente entre nosotros en los últimos tiempos. Por ello, la enseñanza del Concilio es mucho más rica que la que yo he seleccionado aquí. Pero espero que estos pasajes nos sirvan, nos ayuden a todos.
II. ALGUNOS PASAJES DE LA CONSTITUCIÓN DOGMÁTICA
“LUMEN GENTIUM”, SOBRE EL MISTERIO DE LA IGLESIA
1. “Cristo es la luz de las gentes, [...] y la Iglesia es en Cristo como un sacramento o señal e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Por ello, este Sagrado Concilio “desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la claridad de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a toda criatura”, y “se propone declarar con toda precisión a sus fieles y a todo el mundo su naturaleza y su misión universal”. [...]
2. El Padre Eterno creó el mundo universo por un libérrimo y misterioso designio de su sabiduría y de su bondad, decretó elevar a los hombres a la participación de la vida divina y, caídos por el pecado de Adán, no los abandonó, dispensándoles siempre su auxilio, en atención a Cristo Redentor, “que es la imagen de Dios invisible, primogénito de toda criatura” (Col. 1,15). [...]
3. Vino, pues, el Hijo, enviado por el Padre, que nos eligió en Él antes de la creación del mundo, y nos predestinó a la adopción de hijos, porque en Él se complació restaurar todas las cosas (cfr. Ef. 1,4-5, 10). Cristo, pues, en cumplimiento de la voluntad del Padre, inauguró en la tierra el reino de los cielos, nos reveló su misterio, y efectuó la redención con su obediencia.
La Iglesia, o reino de Cristo, presente ya en el misterio, crece visiblemente en el mundo por el poder de Dios. Comienzo y expansión manifestada de nuevo tanto por la sangre y el agua que manan del costado abierto de Cristo crucificado (cf. Jn. 19,34), cuanto por las palabras de Cristo alusivas a su muerte en la cruz: “Y yo, si fuere levantado de la tierra, atraeré todos a mí” (Jn. 12,32).
Cuántas veces se renueva sobre el altar el sacrificio de la cruz, en que nuestra Pascua, Cristo, ha sido inmolado ( 1 Cor. 5,7), se efectúa la obra de nuestra redención. Al propio tiempo, en el sacramento del pan eucarístico se representa y se produce la unidad de los fieles, que constituyen un solo cuerpo en Cristo (cf. 1 Cor. 10,17). Todos los hombres son llamados a esta unión con Cristo, luz del mundo, de quien procedemos, por quien vivimos y hacia quien caminamos. [...]
4. Consumada, pues, la obra, que el Padre confió el Hijo en la tierra (cf. Jn. 17,4), fue enviado el Espíritu Santo en el día de Pentecostés, para que santificara a la Iglesia, y de esta forma los que creen en Cristo pudieran acercarse al Padre en un mismo Espíritu (cf. Ef. 2,18).
El es el Espíritu de la vida, o la fuente del agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn. 4,14; 7,38-39), por quien vivifica el Padre a todos los hombres muertos por el pecado hasta que resucite en Cristo sus cuerpos mortales (cf. Rom. 8-10-11).
El Espíritu habita en la Iglesia y en los corazones de los fieles como en un templo (1 Cor. 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de la adopción de hijos (cf. Gal. 4,6; Rom. 8,15-16,26). Con diversos dones jerárquicos y carismáticos dirige y enriquece con todos sus frutos a la Iglesia (cf. Ef. 4, 11-12; 1 Cor. 12-4; Gal. 5,22), a la que guía hacía toda verdad (cf. Jn. 16,13) y unifica en comunión y ministerio.
Hace rejuvenecer a la Iglesia por la virtud del Evangelio, la renueva constantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo. Pues el Espíritu y la Esposa dicen al Señor Jesús: “¡Ven!” (cf. Ap. 22,17).
Así se manifiesta toda la Iglesia como “una muchedumbre reunida por la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
5. El misterio de la Santa Iglesia se manifiesta en su fundación. Pues nuestro Señor Jesús dio comienzo a su Iglesia predicando la buena nueva, es decir, el Reino de Dios, prometido muchos siglos antes en las Escrituras: “Porque el tiempo está cumplido, y se acercó el Reino de Dios” (Mc. 1,15; cf. Mt. 4,17).
Ahora bien, este Reino comienza a manifestarse como una luz delante de los hombres, por la palabra, por las obras y por la presencia de Cristo. La palabra de Dios se compara a una semilla, depositada en el campo (Mc. 4,14): quienes la reciben con fidelidad y se unen a la pequeña grey (Lc. 12,32) de Cristo, recibieron el Reino; la semilla va germinando poco a poco por su vigor interno, y va creciendo hasta el tiempo de la siega (cf. Mc. 4,26-29).
Los milagros, por su parte, prueban que el Reino de Jesús ya vino sobre la tierra: “Si expulso los demonios por el dedo de Dios, sin duda que el Reino de Dios ha llegado a vosotros” (LC. 11,20; cf. Mt. 12,28). Pero, sobre todo, el Reino se manifiesta en la Persona del mismo Cristo, Hijo del Hombre, que vino “a servir, y a dar su vida para redención de muchos” (Mc. 10,45).
Pero habiendo resucitado Jesús, después de morir en la cruz por los hombres, apareció constituido para siempre como Señor, como Cristo y como Sacerdote (cf. Act. 2,36; Hebr. 5,6; 7,17-21), y derramó en sus discípulos el Espíritu prometido por el Padre (cf. Act. 2,33).
Por eso la Iglesia, enriquecida con los dones de su Fundador, observando fielmente sus preceptos de caridad, de humildad y de abnegación, recibe la misión de anunciar el Reino de Cristo y de Dios, de establecerlo en medio de todas las gentes, y constituye en la tierra el germen y el principio de este Reino. Ella en tanto, mientras va creciendo poco a poco, anhela el Reino consumado, espera con todas sus fuerzas, y desea ardientemente unirse con su Rey en la gloria.
La realidad divino-humana de la Iglesia es nombrada por la Escritura y la Tradición con imágenes diversas, que el Concilio recoge y comenta, y que no agotan su realidad luminosa: redil, rebaño, campo y arada de Dios, edificio y construcción de Dios, templo, Jerusalén del Cielo; Madre nuestra y Esposa de Cristo. La denominación más importante es la de “Cuerpo de Cristo”. Nos detenemos en lo que dice el Concilio de esta última, que es la más rica y sugerente:
7. El Hijo de Dios, encarnado en la naturaleza humana, redimió al hombre y lo transformó en una nueva criatura (cf. Gal. 6,15; 2 Cor. 5,17), superando la muerte con su muerte y resurrección. A sus hermanos, convocados de entre todas las gentes, los constituyó de forma misteriosa como cuerpo suyo, comunicándoles su Espíritu.
La vida de Cristo en este cuerpo se comunica a los creyentes, que se unen misteriosa y realmente a Cristo, paciente y glorificado, por medio de los sacramentos. Por el bautismo nos configuramos con Cristo: “Porque también todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu” (1 Cor. 12,13).
Rito sagrado con que se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo: “Con El hemos sido sepultados por el bautismo, para participar en su muerte”, mas si “hemos sido injertados en El por la semejanza de su muerte, también lo seremos por la de su resurrección” (Rom. 6,4-5).
En la fracción del pan eucarístico, participando realmente del cuerpo del Señor, nos elevamos a una comunión con El y entre nosotros mismos. “Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan” (1 Cor. 10,17). Así todos nosotros quedamos hechos miembros de su cuerpo (cf. 1 Cor. 12,27), “pero cada uno es miembro del otro” (Rom. 12,5).
Pero como todos los miembros del cuerpo humano, aunque sean muchos, constituyen un cuerpo, así los fieles en Cristo (cf. 1 Cor. 12,12). También en la constitución del cuerpo de Cristo hay variedad de miembros y de ministerios.
Uno mismo es el Espíritu que distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia, según sus riquezas y la diversidad de los ministerios (cf. 1 Cor. 12,1-11). Entre todos estos dones sobresale la gracia de los apóstoles, a cuya autoridad subordina el mismo Espíritu incluso a los carismáticos (cf. 1 Cor. 14).
Unificando el cuerpo, el mismo Espíritu por sí y con su virtud y por la interna conexión de los miembros, produce y urge la caridad entre los fieles. Por tanto, si un miembro tiene un sufrimiento, todos los miembros sufren con él; o si un miembro es honrado, gozan juntamente todos los miembros (cf. 1 Cor. 12,26).
La cabeza de este cuerpo es Cristo. El es la imagen del Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas.. El es antes que todos, y todo subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo que es la Iglesia. El es el principio, el primogénito de los muertos, para que tenga la primacía sobre todas las cosas (cf. Col. 1,5-18).
El domina con la excelsa grandeza de su poder los cielos y la tierra y lleva de riquezas con su eminente perfección y su obra todo el cuerpo de su gloria (cf. Ef. 1,18-23).
Es necesario que todos los miembros se asemejen a El hasta que Cristo quede formado en ellos (cf. Gal. 4,19). Por eso somos asumidos en los misterios de su vida, conformes con El, consepultados y resucitados juntamente con El, hasta que reinemos con El (cf. Fil. 3,21; 2 Tim. 2,11; Ef. 2,6; Col. 2,12 etc.).
Peregrinos todavía sobre la tierra siguiendo sus huellas en el sufrimiento y en la persecución, nos unimos a sus dolores como el cuerpo a la Cabeza, padeciendo con El, para ser con El glorificados (cf. Rom. 8,17).
Por El “el cuerpo entero, alimentado y trabado por las coyunturas y ligamentos, crece con crecimiento divino” (Col. 2,19). El dispone constantemente en su cuerpo, es decir, en la Iglesia, los dones de los servicios por los que en su virtud nos ayudamos mutuamente en orden a la salvación, para que siguiendo la verdad en la caridad, crezcamos por todos los medios en El, que es nuestra Cabeza (cf. Ef. 4,11-16).
Mas para que incesantemente nos renovemos en El (cf. Ef. 4,23), nos concedió participar en su Espíritu, que siendo uno mismo en la Cabeza y en los miembros, de tal forma vivifica, unifica y mueve todo el cuerpo, que su operación pudo ser comparada por los Santos Padres con el servicio que realiza el principio de la vida, o el alma, en el cuerpo humano.
Cristo, por cierto, ama a la Iglesia como a su propia Esposa, como el varón que amando a su mujer ama su propio cuerpo (cf. Ef. 5,25-28); pero la Iglesia, por su parte, está sujeta a su Cabeza (Ef. 5,23-24). “Porque en El habita corporalmente toda la plenitud de la divinidad” (Col. 2,9), colma de bienes divinos a la Iglesia, que es su cuerpo y su plenitud (cf. Ef. 1,22-23), para que ella anhele y consiga toda la plenitud de Dios (cf. Ef. 3,19).
En el capítulo II de la Constitución, el Concilio describe la Iglesia como “nuevo Pueblo de Dios”, en sustitución del pueblo de la Antigua Alianza, dice quiénes lo constituyen, y hace una primera descripción de la vida de ese Pueblo. Esta categoría de “Pueblo de Dios” es muy importante, porque nos recuerda la realidad visible, carnal, corporal, de la Iglesia, algo que tendemos a dejar en la sombra, o que desaparece por completo cuando reducimos el Cristianismo a “valores”, o a una serie de doctrinas o de principios morales abstractos, lo que es en nuestro tiempo una tentación frecuente. Y, por otra parte, la categoría de “pueblo” es fundamental, porque es anterior a los diversos ministerios y carismas que, en primer lugar, forman todos parte de ese Pueblo (“para vosotros soy obispo”, decía San Agustín, “con vosotros soy cristiano”), y en segundo lugar están al servicio de la vida en Cristo de ese Pueblo, para que sea, todo él, Esposa y Cuerpo de Cristo, y así, signo ya iniciado de la plenitud humana obtenida para nosotros por Cristo. Así, la categoría de “pueblo”, que no debe entenderse nunca sociológicamente, porque ese pueblo es “el Pueblo de Dios”, hecho de todos los pueblos, y a la vez distinto a todos los demás por su vida y por su tradición, protege a la Iglesia de la tentación del clericalismo.
En el capítulo III, la Constitución comienza a tratar de la constitución jerárquica de la Iglesia, y lo primero que dice es precisamente cómo los ministros en la Iglesia están al servicio de todo el Pueblo de Dios y de su vocación a la vida en Cristo:
18. En orden a apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios ordenados al bien de todo el Cuerpo. Porque los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos son miembros del Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tiendan todos libre y ordenadamente a un mismo fin y lleguen a la salvación.
Luego, el Concilio describe la Institución de los Apóstoles, al frente de los cuales puso a Pedro, y afirma: “Este santo Concilio, siguiendo las huellas del Vaticano I, enseña y declara a una con él que Jesucristo, eterno Pastor, edificó la santa Iglesia enviando a sus Apóstoles como Él mismo había sido enviado por el Padre (cf. Jn. 20,21), y quiso que los sucesores de éstos, los Obispos, hasta la consumación de los siglos, fuesen los pastores en su Iglesia. Pero para que el episcopado mismo fuese uno solo e indiviso, estableció al frente de los demás apóstoles al bienaventurado Pedro, y puso en él el principio visible y perpetuo fundamento de la unidad de la fe y de comunión”. Y a partir de ahí describe con mucho detenimiento el ministerio de los Obispos, “plenitud del sacramento del orden”, en relación con la Iglesia universal, con el Santo Padre, y con los demás Obispos, así como con los sacerdotes y los fieles a ellos encomendados. En esta descripción última se detiene a exponer el triple ministerio de enseñar, de santificar y de regir que corresponde al Obispo, y que constituye todo un programa para la vida del Pastor. Reúno aquí dos pasajes que tienen que ver con el oficio de santificar y de regir, porque es donde aparece en primer lugar el nombre de “iglesia particular” o “diócesis”:
Oficio de los Obispos de santificar
26. El Obispo, revestido como está de la plenitud del Sacramento del Orden, es “el administrador de la gracia del supremo sacerdocio”, sobre todo en la Eucaristía que él mismo celebra, ya sea por sí, ya sea por otros, que hace vivir y crecer a la Iglesia.
Esta Iglesia de Cristo está verdaderamente presente en todas las legítimas reuniones locales de los fieles, que, unidos a sus pastores, reciben también el nombre de Iglesia en el Nuevo Testamento .
Ellas son, cada una en su lugar, el Pueblo nuevo, llamado por Dios en el Espíritu Santo y plenitud (cf. 1 Tes. 1,5). En ellas se congregan los fieles por la predicación del Evangelio de Cristo y se celebra el misterio de la Cena del Señor “a fin de que por el cuerpo y la sangre del Señor quede unida toda la fraternidad”.
En toda celebración, reunida la comunidad bajo el ministerio sagrado del Obispo, se manifiesta el símbolo de aquella caridad y “unidad del Cuerpo místico de Cristo sin la cual no puede haber salvación”. En estas comunidades, por más que sean con frecuencia pequeñas y pobres o vivan en la dispersión, Cristo está presente, el cual con su poder da unidad a la Iglesia, una, católica y apostólica. Porque “la participación del cuerpo y sangre de Cristo no hace otra cosa sino que pasemos a ser aquello que recibimos”.
Ahora bien, toda legítima celebración de la Eucaristía la dirige el Obispo, al cual ha sido confiado el oficio de ofrecer a la Divina Majestad el culto de la religiosa cristiana y de administrarlo conforme a los preceptos del Señor y las leyes de la Iglesia, las cuales él precisará según su propio criterio adaptándolas a su diócesis.
Así, los Obispos, orando por el pueblo y trabajando, dan de muchas maneras y abundantemente de la plenitud de la santidad de Cristo. Por medio del ministerio de la palabra comunican la virtud de Dios a todos aquellos que creen para la salvación (cf. Rom. 1,16), y por medio de los sacramentos, cuya administración sana y fructuosa regulan ellos con su autoridad, santifican a los fieles.
Ellos regulan la administración del bautismo, por medio del cual se concede la participación en el sacerdocio regio de Cristo. Ellos son los ministros originarios de la confirmación, dispensadores de las sagradas órdenes, y los moderadores de la disciplina penitencial; ellos solícitamente exhortan e instruyen a su pueblo a que participe con fe y reverencia en la liturgia y, sobre todo, en el santo sacrificio de la misa.
Ellos, finalmente, deben edificar a sus súbditos, con el ejemplo de su vida, guardando su conducta no sólo de todo mal, sino con la ayuda de Dios, transformándola en bien dentro de lo posible para llegar a la vida terna juntamente con la grey que se les ha confiado.
Oficio de los Obispos de regir
27. Los Obispos rigen como vicarios y legados de Cristo las Iglesias particulares que se les han encomendado, con sus consejos, con sus exhortaciones, con sus ejemplos, pero también con su autoridad y con su potestad sagrada, que ejercitan únicamente para edificar su grey en la verdad y la santidad, teniendo en cuenta que el que es mayor ha de hacerse como el menor y el que ocupa el primer puesto como el servidor (cf. Lc. 22,26-27).
Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo, es propia, ordinaria e inmediata aunque el ejercicio último de la misma sea regulada por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia o de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites.
En virtud de esta potestad, los Obispos tienen el sagrado derecho y ante Dios el deber de legislar sobre sus súbditos, de juzgarlos y de regular todo cuanto pertenece al culto y organización del apostolado.
A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del Romano Pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, con verdad, los jefes del pueblo que gobiernan.
Así, pues, su potestad no queda anulada por la potestad suprema y universal, sino que, al revés, queda afirmada, robustecida y defendida, puesto que el Espíritu Santo mantiene indefectiblemente la forma de gobierno que Cristo Señor estableció en su Iglesia.
El Obispo, enviado por el Padre de familias a gobernar su familia, tenga siempre ante los ojos el ejemplo del Buen Pastor, que vino no a ser servido, sino a servir (cf. Mt. 20,28; Mc. 10,45); y a entregar su vida por sus ovejas (cf. J. 10, 11).
Sacado de entre los hombres y rodeado él mismo de flaquezas, puede apiadarse de los ignorantes y de los errados (cf. Hebr. 5,1-2). No se niegue a oír a sus súbditos, a los que como a verdaderos hijos suyos abraza y a quienes exhorta a cooperar animosamente con él.
Consciente de que ha de dar cuenta a Dios de sus almas (cf. Hebr. 13,17), trabaje con la oración, con la predicación y con todas las obras de caridad por ellos y también por los que todavía no son de la única grey; a éstos téngalos por encomendados en el Señor.
Siendo él deudor para con todos, a la manera de Pablo, esté dispuesto a evangelizar a todos (cf. Rom. 1,14-15) y no deje de exhortar a sus fieles a la actividad apostólica y misionera. Los fieles, por su lado, deben estar unidos a su Obispo como la Iglesia lo está con Cristo y como Cristo mismo lo está con el Padre, para que todas las cosas armonicen en la unidad y crezcan para la gloria de Dios (cf. 2 Cor. 4,15).
III. DEL DECRETO “CHRISTUS DOMINUS”
SOBRE EL MINISTERIO PASTORAL DE LOS OBISPOS
Pero es el Decreto conciliar sobre el Ministerio de los Obispos donde se describe con más detalle, tanto lo que constituye la Diócesis, como los rasgos que han de caracterizar el ministerio episcopal. Así, en el n. 11:
11. La diócesis es una porción del Pueblo de Dios que se confía a un Obispo para que la apaciente con la cooperación del presbiterio, de forma que unida a su pastor y reunida por él en el Espíritu Santo por el Evangelio y la Eucaristía, constituye una Iglesia particular, en la que verdaderamente está y obra la Iglesia de Cristo, que es Una, Santa, Católica y Apostólica.
Cada uno de los Obispos a los que se ha confiado el cuidado de cada Iglesia particular, bajo la autoridad del Sumo Pontífice, como sus pastores propios, ordinarios e inmediatos, apacienten sus ovejas en el Nombre del Señor, desarrollando en ellas su oficio de enseñar, de santificar y de regir. Ellos, sin embargo, deben reconocer los derechos que competen legítimamente a los patriarcas o a otras autoridades jerárquicas.
Los Obispos deben dedicarse a su labor apostólica como testigos de Cristo delante de los hombres, interesándose no sólo por los que ya siguen al Príncipe de los Pastores, sino consagrándose totalmente a los que de alguna manera perdieron el camino de la verdad o desconocen el Evangelio y la misericordia salvadora de Cristo, para que todos caminen “en toda bondad, justicia y verdad” (Ef. 5,9).
Y sobre el oficio de los Obispos de enseñar, del que no hemos hablado más arriba, dice el n. 12:
12. En el ejercicio de su ministerio de enseñar, [los obispos] anuncien a los hombres el Evangelio de Cristo, deber que sobresale entre los principales de los Obispos, llamándolos a la fe con la fortaleza del Espíritu o confirmándolos en la fe viva. Propónganles el misterio íntegro de Cristo, es decir, aquellas verdades cuyo desconocimiento es ignorancia de Cristo, e igualmente el camino que se ha revelado para la glorificación de Dios y por ello mismo para la consecución de la felicidad eterna.
Muéstrenles, asimismo, que las mismas cosas terrenas y las instituciones humanas, por la determinación de Dios Creador, se ordenan también a la salvación de los hombres y, por consiguiente, pueden contribuir mucho a la edificación del Cuerpo de Cristo.
Enséñenles, por consiguiente, cuánto hay que apreciar la persona humana, con su libertad y la misma vida del cuerpo, según la doctrina de la Iglesia; la familia y su unidad y estabilidad, la procreación y educación de los hijos; la sociedad civil, con sus leyes y profesiones; el trabajo y el descanso, las artes y los inventos técnicos; la pobreza y la abundancia, y expónganles, finalmente, los principios con los que hay que resolver los gravísimos problemas acerca de la posesión de los bienes materiales, de su incremento y recta distribución, acerca de la paz y de las guerras y de la vida hermanada de todos pueblos. [...]
Así resume el Decreto el ejercicio del ministerio episcopal...
16. En el ejercicio de su ministerio de padre y pastor, compórtense los Obispos en medio de los suyos como los que sirven, pastores buenos que conocen a sus ovejas y son conocidos por ellas, verdaderos padres, que se distinguen por el espíritu de amor y preocupación para con todos, y a cuya autoridad, confiada por Dios, todos se someten gustosamente. Congreguen y formen a toda la familia de su grey, de modo que todos, conscientes de sus deberes, vivan y obren en unión de caridad.
Para realizar esto eficazmente los Obispos, “dispuestos para toda buena obra” (2 Tim. 2,21) y “soportando todo por el amor de los elegidos” (2 Tim. 2,10), ordenen su vida y forma que responda a las necesidades de los tiempos.
...y la relación con los sacerdotes.
Traten siempre con caridad especial a los sacerdotes, puesto que reciben parte de sus obligaciones y cuidados y los realizan celosamente con el trabajo diario, considerándolos siempre como hijos y amigos, y, por tanto, estén siempre dispuestos a oírlos, y tratando confidencialmente con ellos, procuren promover la labor pastoral íntegra de toda la diócesis.
Vivan preocupados de su condición espiritual, intelectual y material, para que ellos puedan vivir santa y piadosamente, cumpliendo su ministerio con fidelidad y éxito. Por lo cual han de fomentar las instituciones y establecer reuniones especiales, de las que los sacerdotes participen algunas veces, bien para practicar algunos ejercicios espirituales más prolongados para la renovación de la vida, o bien para adquirir un conocimiento más profundo de las disciplinas eclesiásticas, sobre todo de la Sagrada Escritura y de la Teología, de las cuestiones sociales de mayor importancia, de los nuevos métodos de acción pastoral.
Sobre su misión en relación con el Apostolado y la misión de la Iglesia dice:
17. Estimulen las varias formas de apostolado en toda la diócesis, o en algunas regiones especiales de ella, la coordinación y la íntima unión del apostolado en toda su amplitud, bajo la dirección del Obispo, para que todos los proyectos e instituciones catequéticas, misionales, caritativas, sociales, familiares, escolares y cualquiera otra que se ordene a un fin pastoral vayan de acuerdo, con lo que, al mismo tiempo, resalte más la unidad de la diócesis.
Urjan cuidadosamente el deber que tienen los fieles de ejercer el apostolado, cada uno según su condición y aptitud, y recomiéndeles que tomen parte y ayuden en los diversos campos del apostolado seglar, sobre todo en la Acción Católica. Promuevan y favorezcan también las asociaciones que directa o indirectamente buscan el fin sobrenatural, esto es, conseguir una vida más perfecta, anunciar a todos el Evangelio de Cristo, promover la doctrina cristiana y el incremento del culto público, buscar los fines sociales o realizar obras de piedad y de caridad.
[...]
18. Tengan una preocupación especial por los fieles que, por su condición de vida, no pueden disfrutar convenientemente del cuidado pastoral ordinario de los párrocos o carecen totalmente de él, como son muchísimos emigrantes, desterrados y prófugos, marineros y aviadores, nómadas, etc. Promuevan métodos pastorales convenientes para ayudar la vida espiritual de los que temporalmente se trasladan a otras tierras para pasar las vacaciones.
Acerca de la vida de la Diócesis y de sus instituciones, el Decreto dice lo siguiente:
22. Para conseguir el fin propio de la diócesis conviene que se manifieste claramente la naturaleza de la Iglesia en el Pueblo de Dios perteneciente a la misma diócesis; que los Obispos puedan cumplir en ellas con eficacia sus deberes pastorales; que se provea, por fin, lo más perfectamente que se pueda a la salvación del Pueblo de Dios. [...]
23, 2) La extensión del territorio diocesano y el número de sus habitantes, comúnmente hablando, ha de ser tal que, por una parte, el mismo Obispo, aunque ayudado por otros, pueda cumplir sus deberes, hacer convenientemente las visitas pastorales, moderar cómodamente y coordinar todas las obras de apostolado en la diócesis; sobre todo, conocer a sus sacerdotes y a los religiosos y seglares que tienen algún cometido en las obras diocesanas, y, por otra parte, se ofrezca un campo suficiente e idóneo, en el que tanto el Obispo como los clérigos puedan desarrollar útilmente todas sus fuerzas en el ministerio, teniendo en cuenta las necesidades de la Iglesia universal.
23, 3) Y, por fin, para cumplir mejor con el ministerio de la salvación en la diócesis, téngase por norma que en cada diócesis haya clérigos suficientes en número y preparación para apacentar debidamente el Pueblo de Dios; que no falten los servicios, instituciones y obras propias de la Iglesia particular y que son necesarias prácticamente para su apto gobierno y apostolado; que, por fin, se tengan o se provean prudentemente los medios necesarios para sustentar las personas y las instituciones que, por otra parte, no han de faltar.
IV. DEL DECRETO “OPTATAM TOTIUS”,
SOBRE LA FORMACIÓN SACERDOTAL
Entre todas las instituciones que toda Diócesis necesita, que incluyen, como es lógico, además de los servicios diocesanos, parroquias suficientes para el servicio pastoral ordinario de los fieles y otras instituciones de enseñanza o de caridad, destaca siempre el Seminario, del que el Concilio dice que “todos los sacerdotes deben considerar al Seminario como el corazón de la Diócesis y prestarle gustosamente su ayuda” (Decreto “Optatam totius”, sobre la formación sacerdotal).
Igualmente, el mismo Decreto sobre la formación sacerdotal señala la importancia de la participación de toda la Iglesia en la pastoral vocacional:
2. Toda la comunidad cristiana tiene el deber de fomentar las vocaciones, y debe procurarlo, ante todo, con una vida totalmente cristiana; ayudan a esto, sobre todo, las familias, que, llenas de espíritu de fe, de caridad y de piedad, son como el primer seminario, y las parroquias de cuya vida fecunda participan los mismos adolescentes.
Los maestros y todos los que de algún modo se consagran a la educación de los niños y de los jóvenes, y, sobre todo, las asociaciones católicas, procuren cultivar a los adolescentes que se les han confiado, de forma que éstos puedan sentir y seguir con buen ánimo la vocación divina. Muestren todos los sacerdotes un grandísimo celo apostólico por el fomento de las vocaciones y atraigan el ánimo de los jóvenes hacia el sacerdocio con su vida humilde, laboriosa, amable y con la mutua caridad sacerdotal y la unión fraterna en el trabajo.
Es deber de los Obispos el impulsar a su grey a fomentar las vocaciones y procurar la estrecha unión de todos los esfuerzos y trabajos, y de ayudar, como padres, sin escatimar sacrificio alguno, a los que vean llamados a la parcela del Señor.
Este anhelo eficaz de todo el Pueblo de Dios para ayudar a las vocaciones, responde a la obra de la Divina Providencia, que concede las dotes necesarias a los elegidos por Dios a participar en el sacerdocio jerárquico de Cristo, y los ayuda con su gracia, mientras confía a los legítimos ministros de la Iglesia el que, una vez reconocida su idoneidad, llamen a los candidatos que solicitan tan gran dignidad con intención recta y libertad plena, y, una vez bien conocidos, los consagren con el sello del Espíritu Santo para el culto de Dios y el servicio de la Iglesia.
El Santo Concilio recomienda, ante todo, los medios tradicionales de la cooperación común, como son la oración instante, la penitencia cristiana y una más profunda y progresiva formación de los fieles que hay que procurar, ya sea por la predicación y la catequesis, ya sea por los diversos medios de comunicación social, en dicha formación ha de exponerse la necesidad, naturaleza y excelencia de la vocación sacerdotal. [...]
3. En los Seminarios Menores, erigidos para cultivar los gérmenes de la vocación, los alumnos se han de preparar por una formación religiosa peculiar, sobre todo por una dirección espiritual conveniente, para seguir a Cristo Redentor con generosidad de alma y pureza de corazón. Su género de vida bajo la dirección paternal de los superiores con la oportuna cooperación de los padres, sea la que conviene a la edad, espíritu y evolución de los adolescentes y conforme en su totalidad a las normas de la sana psicología, sin olvidar la adecuada experiencia segura de las cosas humanas y la relación con la propia familia.
4. Los Seminarios Mayores son necesarios para la formación sacerdotal. Toda la educación de los alumnos en ellos debe tender a que se formen verdaderos pastores de almas a ejemplo de Nuestro Señor Jesucristo, Maestro, Sacerdotes y Pastor, prepárense, por consiguiente, para el ministerio de la palabra: que entiendan cada vez mejor la palabra revelada de Dios, que la posean con la meditación y la expresen en su lenguaje y sus costumbres; para el ministerio del culto y de la santificación: que, orando y celebrando las funciones litúrgicas, ejerzan la obra de salvación por medio del Sacrificio Eucarístico y los sacramentos; para el ministerio pastoral: que sepan representar delante de los hombres a Cristo, que, “no vino a ser servido, sino a servir y dar su vida para redención de muchos” (Mc. 10,45; Cf. Jn. 13,12-17), y que, hechos siervos de todos, ganen a muchos (Cf. 1 Cor. 9,19).
Por lo cual, todos los aspectos de la formación, el espiritual, el intelectual y el disciplinar, han de ordenarse conjuntamente a esta acción pastoral, y para conseguirla han de esforzarse diligentes y concordemente todos los superiores y profesores, obedeciendo fielmente a la autoridad del Obispo.
En nuestra Archidiócesis de Granada, el Señor nos está bendiciendo en este momento con dos Seminarios mayores y un Seminario menor en los que se preparan al sacerdocio cuarenta y cinco adolescentes y jóvenes. Pero es preciso pedir por el Seminario, seguir fomentando las vocaciones, y ayudar a sostenerlo, también materialmente. No podemos olvidar que Granada tiene uno de los seminarios más antiguos de la Iglesia, tal vez el más antiguo, iniciado por el mismo Fray Hernando de Talavera, el primer arzobispo de la Granada posterior a la reconquista, y muy anterior por tanto al Decreto del Concilio de Trento que ordenaba constituir seminarios en todas las diócesis de la Iglesia.
V. DEL DECRETO CONCILIAR “APOSTOLICAM ACTUOSITATEM”,
SOBRE LA MISIÓN DE LOS LAICOS EN LA IGLESIA
Por último, el Concilio subraya también la necesidad de que los laicos se sientan parte de la Iglesia diocesana. Así lo dice el Decreto conciliar “Apostolicam Actuositatem”, sobre la misión de los laicos en la Iglesia:
10. Los laicos tienen su papel activo en la vida y en la acción de la Iglesia, como partícipes que son del oficio de Cristo Sacerdote, profeta y rey. Su acción dentro de las comunidades de la Iglesia es tan necesaria que sin ella el mismo apostolado de los pastores muchas veces no puede conseguir plenamente su efecto.
Pues los laicos de verdadero espíritu apostólico, a la manera de aquellos hombre y mujeres que ayudaban a Pablo en el Evangelio (Cf. Act. 18,18-26; Rom. 16,3), suplen lo que falta a sus hermanos y reaniman el espíritu tanto de los pastores como del resto del pueblo fiel (Cf. 1 Cor. 16,17-18).
Porque nutridos ellos mismos con la participación activa en la vida litúrgica de su comunidad, cumplen solícitamente su cometido en las obras apostólicas de la misma; conducen hacia la Iglesia a los que quizá andaban alejados; cooperan resueltamente en la comunicación de la palabra de Dios, sobre todo con la instrucción catequética; con la ayuda de su pericia hacen más eficaz el cuidado de las almas e incluso la administración de los bienes de la Iglesia.
La parroquia presenta el modelo clarísimo del apostolado comunitario, reduciendo a la unidad todas las diversidades humanas que en ella se encuentran e insertándolas en la Iglesia universal. Acostúmbrense los laicos a trabajar en la parroquia íntimamente unidos a sus sacerdotes; a presentar a la comunidad de la Iglesia los problemas propios y los del mundo, los asuntos que se refieren a la salvación de los hombres, para examinarlos y solucionarlos por medio de una discusión racional; y a ayudar según sus fuerzas a toda empresa apostólica y misionera de su familia eclesiástica.
Cultiven sin cesar el sentido de diócesis, de la que la parroquia es como un célula, siempre prontos a aplicar también sus esfuerzos en las obras diocesanas a la invitación de su Pastor. Más aún, para responder a las necesidades de las ciudades y de los sectores rurales, no limiten su cooperación dentro de los límites de la parroquia o de la diócesis, procuren más bien extenderla a campos interparroquiales, interdiocesanos, nacionales o internacionales, sobre todo porque, aumentando cada vez más la emigración de los pueblos, en el incremento de las relaciones mutuas y la facilidad de las comunicaciones, no permiten que esté encerrada en sí misma ninguna parte de la sociedad. por tanto, vivan preocupados por las necesidades del pueblo de Dios, disperso en toda la tierra. Hagan sobre todo labor misionera, prestando auxilios materiales e incluso personales. puesto que es obligación honrosa de los cristianos devolver a Dios parte de los bienes que de El reciben.
VI. CONCLUSIÓN
Pero esto no son más que unos pocos aspectos de la riquísima vida de la Iglesia en cada Diócesis, y también en la nuestra. La necesidad de construcción de nuevas parroquias en las áreas de expansión de Granada, el sostenimiento y la ayuda a las instituciones educativas de la Diócesis o a los medios de comunicación social propios, una atención cada vez mejor y más atenta a los necesitados, con atención especial a las nuevas pobrezas, requieren de nosotros, sobre todo, la conversión, o lo que es lo mismo, un crecimiento grande en la comunión, y en la fe, la esperanza y la caridad teologales.
Eso es lo esencial. Sin eso, todos los “medios” e instrumentos del mundo no valen nada. Y con eso, aun con pocos medios, y hasta sin ellos, se hacen verdaderos milagros, como demuestra la Historia de la Iglesia.
Pero eso no significa desentenderse de los medios humanos. La Iglesia no se ha concebido nunca a sí misma como una realidad puramente “espiritual”, sino como una familia, como un pueblo y, por tanto, con su alma y con su cuerpo. Por ello, como en las familias y en los pueblos, la cooperación al bien común, también con medios materiales, forman parte de la vida cotidiana, y hasta son una expresión muy explícita del sentido de pertenencia que uno tiene a la familia o al pueblo. Es verdad que, en el mundo moderno, el pueblo tiende a ser sustituido por el Estado, y la contribución al Estado no es libre, sino impuesta. En cambio, y como sucede en las familias, la contribución a la Iglesia (en tiempo, en dinero, en afecto y dedicación…) es sólo fruto de la libertad de quienes valoramos lo que la Iglesia nos da: la vida en Cristo y, con ella, la participación en la vida divina, y con ella un gozo y un modo de vida que ninguna institución de este mundo puede dar, y también la esperanza invencible de la ciudad celeste, nuestra madre, nuestra patria.
Os bendigo a todos de corazón,
† Javier Martínez
Arzobispo de Granada