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III Domingo de Cuaresma

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 11/03/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 208



Mis queridos hermanos sacerdotes,
acólitos,
queridos hermanos y amigos,
 
Sin duda, hoy es un día un poquito especial y, antes de pasar propiamente a comentar el Evangelio, quisiera haceros alguna pequeña observación sobre algunas circunstancias que estamos viviendo y que, como Pastor vuestro, quisiera iluminar. Cada una de estas observaciones están muy conectadas con el mensaje del Evangelio y con lo que celebramos en cada Eucaristía. Por lo tanto, espero que no sean distracciones de lo que estamos celebrando, que es el misterio de la presencia de Cristo entre nosotros, fuente permanente e inagotable de alegría, de gozo y de esperanza.
 
La primera, y la menos importante de esas circunstancias, es el hecho divulgado estos días en los medios de comunicación de mi juicio. El hecho de que voy a tener que acudir, como todos los días acuden tantísimas personas, a un juicio. Y acudiré como acusado. Esto no es algo de lo que la Iglesia no tenga una larguísima experiencia. Estamos a punto de celebrar la Pasión del Señor, que pasó por un juicio, y, en su caso, ciertamente un juicio absolutamente injustificado, puesto que el único Inocente que ha habido en la Historia es Jesús, el Hijo de Dios. Pero Él mismo prometió a sus seguidores esa misma experiencia. Incluso dijo: “No temáis cuando os lleven a los tribunales”, “alegraos cuando os calumnien y digan toda clase de mal de vosotros”. Y, desde los Hechos de los Apóstoles (Pedro, Pablo, y todos los demás) hasta nuestros días, en muchos países, en muchas circunstancias, la experiencia de ser juzgados es una experiencia humana, y es una experiencia de la que el Señor no ha querido nunca librar a la Iglesia, y, por lo tanto, no debería sorprendernos. Y menos en las circunstancias en las que estamos.
 
Por otra parte, quiero agradecer a tantísimos fieles que me expresáis de muchísimas formas vuestro afecto, vuestro apoyo con la oración, vuestra comunión. De hecho, aunque sin duda las noticias confunden a no pocas personas, yo creo que todo esto está sirviendo para generar una comunión, y una estrechez en esa comunión entre el Pastor y los fieles que nadie habríamos podido imaginar y que yo considero una gracia y la bendición del Señor. Mi única fuerza es justamente esa: la comunión de la Iglesia que me llega de tantísimas formas, a veces delicadísimas, a veces preciosas, y siempre con una discreción exquisita. Y yo no puedo más que agradecer al Señor ese don, porque la comunión nunca es fruto de los cálculos o de las estrategias humanas. La comunión la hace el Señor, y es fruto de su presencia entre nosotros. Y eso, probablemente, es el mejor testimonio que ahora mismo podemos dar al mundo.

No temáis por mí. Mi vida está en las manos del Señor. Lo ha estado siempre y lo está ahora. Y eso no es una especie de último recurso que le queda a uno cuando no le queda más remedio. No. Estar en las manos del Señor es estar en las mejores manos, y el Señor no abandona jamás. Por lo tanto, no tengáis ningún temor. Yo estoy en paz. Estoy sostenido por vuestra oración. Y con mucha paz viviremos las circunstancias que el Señor nos vaya poniendo.
 
Al mismo tiempo que subrayo esa tranquilidad, si vienen momentos de sufrimiento y de dolor (tampoco voy a presumir de nada delante de vosotros), los afrontaremos sostenidos por la gracia de Dios. Y los afrontaremos juntos, como lo que somos, como una familia, como un cuerpo en el cual la presencia del Señor es siempre una fuente de misericordia, de alegría, de libertad, de gracia.
 
Para vuestra tranquilidad, también os puedo decir que tengo muchos defectos y, sin duda, en mi historia, también muchos pecados. Acabo de pedirle al Señor perdón por ellos. Por tanto, no me escandaliza la posibilidad de haber obrado mal en muchos casos. Pero, en este caso concreto, no tengo nada de lo que pedir perdón al Señor, o de lo que avergonzarme delante de Dios, o de vosotros, o de nadie. No he hecho más que cumplir con mi ministerio pastoral, con mi obligación, independientemente de las consecuencias que eso pueda tener.
 
Por último (no quiero detenerme más aquí), quiero deciros, sencillamente, que la verdad triunfa siempre, siempre. A veces en esta vida. Y triunfa siempre ante el Señor. De eso no tenemos ninguna duda. Y como vivimos sabiendo que el Señor conoce lo que hay en el fondo del corazón, de cada persona y de todos, tampoco en ese sentido hay nada que temer. Y luego, yo también confío en la justicia humana, que tiene sus limitaciones, sin duda, pero que también podrá establecer lo que deba establecer. Y establezca lo que establezca, será también una ocasión para poder testimoniar, sencillamente, cómo Jesucristo es la fuente de una vida absolutamente inimaginable sin su presencia y sin su gracia. No quería dejar de deciros esto. Y, repito, esto es lo menos importante.
 
Por otra parte, mucho más importante, hoy es el tercer aniversario del 11 M, el acontecimiento de destrucción y de odio y de sufrimiento más serio que hemos vivido en la historia reciente de España en muchos años. 191 muertos, más de 1.500 heridos, con unas consecuencias y unas secuelas para la vida social extraordinariamente grandes. Tenemos que orar, al mismo tiempo que damos gracias al Señor por la esperanza que Él nos da, por la certeza de una justicia que no tiene las perspectivas limitadas de la justicia humana. Tenemos que pedirle al Señor que Él cambie nuestros corazones, que los ilumine; que nos ayude a construir una sociedad distinta, que arranque de nosotros todo lo que siembra el odio, y los intereses políticos y humanos que están detrás de ese odio y que tantas veces lo alimentan, y que alimentan la posibilidad de atentados terroristas. Que desaparezca de nosotros la plaga del terrorismo. Y que seamos fuertes para defender un modelo de vida, un estilo de relaciones humanas que favorezca la unidad, y que, de un modo sencillo, represente una alternativa a las luchas de poder, que busque el bien de todos y que defienda también el bien de todos.
 
Yo sé que el bien supremo no es la unidad de España, pero es un bien importante. ¿Porqué? Porque no se rompe sin violencia, sin odio, sin divisiones, sin muertes y sin sangre. No hay ningún interés lo suficientemente legítimo para una cosa como el 11 M. Nunca. Bajo ninguna circunstancia. Eso es un mal siempre. Y un mal terrible para una sociedad aparentemente indefensa frente a ese atentado, o frente al del aeropuerto de Barajas, o cualquier otro. En una sociedad que vive confiada en el corazón humano, en el bien del corazón humano (y quizá lo que tenemos es que trabajar por volver a sembrar ese amor al bien en el corazón humano, para que pueda volver la sensatez a nuestra vida política y a nuestra vida social, y a nuestra vida económica, porque a veces detrás de los intereses políticos hay intereses de poder basados en el poder que da el dinero), tenemos que pedir al Señor esa gracia, esa sabiduría. Y pedir también la fortaleza necesaria para construir una sociedad donde la dignidad de la vida y la dignidad de toda persona humana sea respetada siempre.
 
Esta tarde, como sabéis, celebraremos aquí una Eucaristía (cuya petición es de hace varios meses, y por motivos ajenos a lo que puedan parecer las circunstancias actuales) por las víctimas del terrorismo. Y volveremos a pedir al Señor, en un acto de oración, que la esperanza y la vida que Jesucristo nos da sea fuente de esperanza para las víctimas, para sus familiares, y nos ayude a todos a construir el tipo de humanidad que busca el bien del otro, y no su destrucción, o su mal, o su daño; que no siembre heridas, sino que trate de construir realmente la posibilidad de un futuro en común, de un bien común para todos, para todos los españoles y para todos los hombres, si fuera posible. Porque también las fronteras son una creación humana que puede unir, pero que muchas veces divide.
 
La tercera circunstancia a la que no quiero dejar de referirme es el dolor de Inmaculada Echevarría. No voy a detenerme a hablar de ello más que lo imprescindible. Lo primero que pediría es que no se haga de ese dolor, ni de esa soledad y de ese sufrimiento, un espectáculo. El dolor humano, o el sufrimiento, no es un espectáculo mediático, nunca. Y mucho menos un campo de una batalla ideológica.

Pedid. Pedir por ella, para que, en su soledad, y en su combate, y en su vida, pueda tener la luz necesaria para afrontar con verdad su vida. Es una mujer de fe, y no hay por qué hacer de ello un espectáculo. Luego, como sucede con frecuencia en estos casos, las informaciones se inflan, se tergiversan, y no conocemos suficientemente los detalles. Yo os puedo decir que los hermanos de San Juan de Dios la han rodeado de cariño desde siempre. Son fieles a la enseñanza de la Iglesia. Han declarado recientemente su fidelidad a esa enseñanza sobre el amor a la vida y sobre la eutanasia. Juzgar los detalles no nos corresponde a nosotros. En realidad, la Iglesia no está para juzgar. La Iglesia está para iluminar desde Cristo la vida, para ayudar, para tender la mano, para salvar. Yo os aseguro que, tanto por parte de los hermanos como por parte de la Iglesia, esa mano ha estado tendida siempre, y lo está. Me cuesta decir esto... Yo daría mi vida por que Inmaculada pudiera desbordar de alegría, y vivir una vida gozosa y feliz el tiempo que Dios quisiera. Pero no nos corresponde a nosotros juzgar las circunstancias. Por tanto, ¿qué os pido yo? Pedid por ella. Pedid por los médicos que la rodean. Pedid por los hermanos. Pedid por todos nosotros, que podamos dar siempre el afecto, el cariño, la compañía a aquellas personas que tenemos cerca, nuestros prójimos. Es lo que nos pide el Señor. El Señor no nos pide resolver y juzgar todos los posibles casos que hay en el mundo. Nos pide atender, con el mismo amor que Él nos tiene a nosotros, a quien tenemos al lado. A lo mejor Inmaculada estaba cerca y no lo sabíamos. Ahora lo sabemos. Ella tiene todo el afecto que necesita. Pidamos. Pero pidamos con discreción, con silencio. Pidamos al Señor como hay que pedir, sin hacer del sufrimiento humano un show, como hay tendencia a hacer con demasiada facilidad.
 
Os decía al principio que todas estas cosas no están alejadas del anuncio del Evangelio que acabamos de escuchar. ¿Qué es ese anuncio? ¿A qué nos llama el Señor en este Evangelio? Nos llama a la conversión. Nos dice: “Convertíos, que la hora está cerca”. Y no hagáis cálculos, ni digáis que los que tienen una desgracia es que el Señor los castiga. El Señor corrige totalmente ahí una visión excesivamente humana de Dios. Dios no es como os lo imagináis: pensáis que, si hay una desgracia, es que el Señor me castiga, y si me va bien en la vida... No, no es así. Los males de este mundo no los ha creado Dios. Los males de este mundo son siempre la ausencia de bien, la ausencia de un bien más grande, y son fruto de nuestra ceguera, de nuestro pecado. Porque la muerte, que es el mal más terrible, al que los hombres tenemos más miedo, produce temor y es terrible, justamente, porque no tenemos claridad sobre el abrazo que nos aguarda al otro lado de ella. Y, por lo tanto, también esa manera de vivir la muerte, llena de temor, es fruto del pecado en nosotros. No el hecho de morir, pero sí el hecho de cómo vivimos y de cómo afrontamos la muerte.
 
Por eso el Señor nos llama a la conversión, porque el tiempo apremia. El tiempo apremia no sólo porque el horizonte de la muerte está ahí. El tiempo apremia también, creo yo, por las circunstancias del mundo que nos rodea: por la pavorosa soledad en la que tantísimas personas viven, por la pavorosa desesperanza en la que están tantas personas a nuestro lado, sin tener más horizonte que esta vida. Y cuando se tiene como horizonte sólo esta vida, ¡qué difícil es disfrutar de nada! Cuando no hay una esperanza que llene de sentido todas las circunstancias de la vida, que ilumine incluso el mal (el mal que hacemos y el mal que padecemos), es difícil disfrutar de la vida misma, pero también del amor, de la amistad. Hemos cantado al inicio de esta Eucaristía “Perdona a tu Pueblo, Señor”. Todos tenemos necesidad de perdón. Todos. Y si nos tomáramos en serio ese perdón, si lo recibiéramos con un corazón abierto, ¡qué mirada tan distinta tendríamos sobre los demás! Qué mirada tan llena de ternura y de misericordia por las heridas, que son el mal de los demás, y también por nuestras propias heridas. La mirada con la que Dios nos mira, que no se irrita.

El otro mensaje de hoy era la paciencia de Dios. “No arranques esa higuera que no da fruto, espera, ya habrá tiempo”. Mientras nos queda una brizna de vida, estamos sostenidos en ella por el amor de Dios. Reconocer ese amor como el único punto sólido de apoyo para nuestra esperanza, cambia la mirada sobre todo. Que el Señor nos dé ese don de la fe. Que el Señor nos ayude a los cristianos a convertirnos, y a vivir de Cristo la vida que Él nos da. Y a no buscar nuestra esperanza en otras cosas, en soluciones humanas, en cálculos humanos, en la sociedad que podamos hacer nosotros, en el mundo que podamos construir nosotros sin Dios. Juan Pablo II decía tantas veces que un mundo sin Dios se vuelve, necesariamente, un mundo contra el hombre. Y la experiencia de ese mundo (que se parece cada vez más en tantos sentidos a la venta de D. Quijote) la tenemos todos los días delante de nuestros ojos.

Señor, permítenos experimentar tu amor de tal manera que podamos mirar a los hombres, a todos los hombres, también a los que piensan que son nuestros enemigos o quieren hacernos daño, con la misma ternura con la que Tú miras nuestra pobreza. Sólo eso es cristiano. Pero, sobre todo, sólo eso puede poner una brizna de esperanza en este mundo vacío.

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