Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 24/06/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 222
Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos.
Antes que nada, quiero felicitar a todos los Juanes y a todas las Juanas. Es un hombre precioso. Su significado en hebreo, de donde viene el nombre, Johanan, es “Yahvé ha tenido misericordia”, “Dios ha tenido misericordia”. Se usaba con frecuencia cuando una mujer había tenido durante años dificultades para tener hijos (y eso en Israel era un motivo de oprobio, de vergüenza), para expresar, con motivo del nacimiento de un niño, que Dios había tenido misericordia y al final le había dado un hijo. Ése era el contexto más común. Pero no hay que olvidar que uno de los más bellos salmos del Antiguo Testamento, que repite hasta el infinito, con el deseo de transmitir esa conciencia de que la misericordia de Dios no tiene fin, es el que dice: “Dad gracias al Señor porque es eterna su misericordia”. Esa misericordia de Dios es la que nos recuerda el nombre de Juan. Y sería una ocasión preciosa para que, aquellos que tienen ese nombre, pudieran poner en el horizonte de su vida ese reconocimiento de la misericordia fiel, inagotable, eterna, permanente de Dios nuestro Señor. Misericordia que ha tenido un cumplimiento extraordinariamente especial, inesperado, inefable, en la persona de Jesucristo, en su palabra, en su vida, en su ministerio.
Otra cosa que no quisiera dejar para el final es pedir en esta Eucaristía de hoy por tantos miles de jóvenes que están teniendo estos días la selectividad, otros preparando oposiciones para la escuela: que los tengamos todos en nuestra oración. Si Dios quiere que saquen sus cursos, pues que los saquen. Pero hay algo más importante que me gustaría subrayar. Y es decir que nunca una nota (y menos una nota como la de la selectividad, que es como apostar todo a un número en una ruleta) da el valor de la vida de una persona. Sin embargo, nuestro mundo pone tal énfasis en esos momentos de juicio de la persona y tal competitividad en el tema, que muchas veces los chicos y las chicas sufren extraordinariamente, con una ansiedad tremenda, como si el valor de su vida dependiera de eso. Tanto para el éxito como para el fracaso. Y no es así. Yo recuerdo haber tenido un profesor excelente, con verdadera sabiduría, que decía: “Cuando uno estudia, lo que uno aprende no son las cosas que se estudian. Cuando uno estudia, lo que uno aprende es la vida, y los muchos factores que intervienen en la vida, muchos de los cuales nosotros no controlamos”. Desde el que a un profesor le cayeras bien o no le cayeras bien, hasta la existencia misma de la injusticia. O el hecho de que tú has preparado maravillosamente una cosa y resulta que te sale el único tema en el que vacilabas. O el hecho de que, habiendo trabajado un curso espléndidamente, el día del examen tienes un bajón, o surge una situación difícil, o un problema en casa, y eres absolutamente incapaz de concentrarte en el examen. Estudiando uno aprende a vivir, si es que tiene unas referencias que señalan cuál es el valor de la vida. Y esas referencias vienen de Jesucristo. Cuántas veces he tenido que decirle a jóvenes: “El valor de tu vida lo da exclusivamente el valor de la preciosa sangre de Jesucristo que Él ha derramado por ti. Y ese valor es infinito. Por lo tanto, tu vida, por muy pobre que a ti te parezca, por muy miserable, pequeña, indigna que tú la veas, tiene en un valor infinito, porque vale la sangre de Cristo”. Una nota... ¡por Dios! No vale nada. No significa nada.
Celebramos hoy la fiesta de San Juan Bautista. ¿Y por qué la Iglesia le da tanto valor a esta fiesta como para ponerla por encima de un domingo, que, aun siendo hoy domingo, celebramos la liturgia de San Juan? Es verdad que el Señor llamó a Juan Bautista “el mayor de los nacidos de mujer”, aunque también añadió, a continuación, que el más pequeño en el Reino de los cielos, es decir, el más pequeño de los hombres que participan del triunfo de Cristo, es más grande que él. ¿Por qué? ¿Cómo puede darse tanta importancia a esta figura? Yo me voy a mantener un poco de tejas para abajo, pero se me viene a la mente algo. A la hora de poder declamar un soneto de Lope de Vega, por ejemplo, no creo que en España hubiera muchas más de 100.000 personas capaces de declamarlo de memoria. Ni siquiera tal vez un poema de Lorca, o de Gerardo Diego. Si, sobre la marcha, le dijéramos a una persona que recitara un poema de Gerardo Diego, seguramente no sabría. Y, sin embargo, aproximadamente mil millones de personas todos los domingos, y muchos millones de personas diariamente, repetimos una frase de esta persona que vivió en Judea, en el borde del Mar Muerto, en el desierto de Judá. El sacerdote lo recuerda, y todos lo escuchamos y lo decimos en nuestro interior: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”. Y esto es una frase de San Juan Bautista. Y cada vez que se celebra la Eucaristía, se repite esa frase de San Juan Bautista. Desde un punto de vista puramente estadístico, numérico, de tejas para abajo, el que mil millones de personas semanalmente, en todo el mundo, en miles de lenguas diferentes repitan la frase de aquel hombre, le da un cierto valor cultural a la vida de aquella persona. Le da un cierto significado para nuestras vidas concretas, diarias, mayor que el que tienen figuras cuya memoria sólo conservamos por los logros que significaron en su tiempo su capacidad expresiva, o su arte, o su genialidad literaria o de pensamiento, pero que determinan mucho menos nuestra condición presente y nuestra vida presente que las que las determinadas San Juan Bautista, por ejemplo.
Dicho esto, quisiera señalar tres puntos sobre el ministerio y el significado de la figura de san Juan Bautista que pueden ser útiles para nosotros hoy. El primero lo acabo de insinuar: toda la misión de San Juan Bautista fue señalar a Cristo, apuntar hacia Cristo. Pero a mí me parece que ésa es la misión de la Iglesia, ciertamente de la Iglesia enseñante, es decir, de quienes tenemos en la Iglesia la misión de educar, de enseñar, y también de todos los cristianos. Nuestra misión no es dar testimonio de lo buenos que somos, o de las cualidades que tenemos, o de nuestra inteligencia. Nuestra misión es señalar a Cristo. Servir de cauce para que los hombres conozcan y amen a Cristo. De hecho, ésa es la misión del cuerpo. La misión de nuestro cuerpo es poder comunicarnos con otros de forma que otros nos conozcan, conozcan que les queremos, podamos hacer que nos quieran. La misión de nuestro cuerpo es servir de ventana. No es como pensaban los antiguos filósofos griegos, una especie de cárcel del alma, ¡que va! Es el modo específicamente humano de la donación y de la comunicación. Y, por tanto, aquello que apunta siempre hacia el yo, hacia el misterioso centro que es nuestro corazón, en el sentido bíblico de la palabra, nuestra persona. De la misma forma, la misión del Cuerpo de Cristo entero no es señalarnos a nosotros mismos, ni es predicarnos a nosotros mismos, ni dar testimonio de nosotros mismos. La misión del Cuerpo de Cristo es dar testimonio de la obra que el Señor hace en nosotros, de que Él es nuestro Salvador, de que Él y su misericordia permanecen para siempre, de que su amor es eterno. En ese sentido, el Cuerpo de Cristo, la Iglesia entera, un poco como San Juan Bautista, señala siempre más allá de sí misma, apunta siempre a Cristo. No os dejéis nunca llevar del chantaje que, a veces, nos hacen otros diciendo: “Y tú dices que eres cristiano, con tantos defectos que tienes, con este mal genio que acabas de demostrar en este momento”. No os dejéis llevar por esos chantajes. Yo no soy cristiano porque sea mejor que nadie. Puedo ser peor que casi todos, y ser cristiano y estar lleno de gozo de serlo, porque el Señor ha salido a mi encuentro en mi vida. Lo grande que me ha sucedido no es que yo sea bueno. Lo grande que me ha sucedido es que el Señor me ha dado a conocer su misericordia, me ha dado a participar de su vida divina por la fe, por el Bautismo, por la Eucaristía. Eso es lo grande que me ha sucedido. Lo mejor que me ha sucedido en la vida. Eso es lo que constituye mi ser, y la fuente inagotable de mi alegría y de mi esperanza. Por lo tanto, el primer rasgo es que la Iglesia apunta a Cristo. La grandeza de Juan el Bautista era precisamente apuntar a Cristo.
Segundo rasgo. En ese apuntar a Cristo, San Juan iluminaba la vida de los hombres. Hay una escena preciosa en el Evangelio en el que una serie de gente, soldados, comerciantes, le preguntan a Juan Bautista: “¿Y qué tenemos que hacer?” Y San Juan les dice a los soldados: “Contentaos con vuestra paga, no hagáis extorsión”. Y a los comerciantes: “No abuséis económicamente en vuestros negocios”. Es decir, apuntar a Cristo ilumina la vida, la vida concreta, hasta los detalles más pequeños. Y los detalles más pequeños son cómo emplea uno el tiempo. Detalles pequeños son qué cosas desea nuestro corazón de verdad y que expresan quién es nuestro Dios realmente. Detalles pequeños son qué uso hacemos del dinero. Todo eso expresa nuestra relación con el misterio último, con la razón de ser última de nuestra vida. Todo eso refleja nuestra relación con Dios. Haber conocido Cristo, haber conocido el Camino, la Verdad y la Vida, ilumina todas esas cosas. Y no es que tengamos que estar pendientes de todas ellas, como lo estaban los fariseos, sino que sucede de la misma manera que, cuando unos chicos se enamoran, hay muchas cosas de sus vidas que encuentran su lugar, si ese amor es verdadero y bueno, y se ordenan. Del mismo modo, cuando uno encuentra a Jesucristo, hay muchas cosas que se ordenan. Cosas que parecen muy pequeñas, pero que expresan quiénes somos y quién es nuestro Dios.
Tercer punto que no quiero dejar de subrayar, porque me parece de una actualidad extrema. Juan el Bautista tuvo el valor de decirle a Herodes, que era el Rey en ese momento: “Tu conducta es mala, porque estás viviendo con la mujer de tu hermano”. Y aquello le costó la vida. Curiosamente, el mismo Señor a quien él introdujo, Jesucristo, por afirmado de Sí lo que afirmaba, por haberse arrogado el poder de perdonar los pecados, por haber insinuado constantemente en sus gestos y en sus palabras su condición divina, de nuevo fue condenado a muerte. Y en la historia de la Iglesia, la libertad de vivir como hijos de Dios, la libertad de proclamar a Cristo y de proclamar la libertad que en Cristo nos ha sido dada, ha sido muchas veces ocasión de represalias, de castigos, de juicios, de muertes. A cuántos millones de cristianos les ha costado la vida proclamar que, sirviendo a Cristo, somos libres, y que, cuando dejamos de servir a Cristo, terminamos sirviendo a algún otro dios con minúsculas, a algún otro amo que, inevitablemente, nos hacen esclavos; y cómo esa Libertad que Cristo nos da, con mayúsculas, vale más que la vida misma. Porque uno no pierde nada, perdiendo la vida, si es de Cristo. Y lo pierde todo, aunque ganara el mundo entero, si Cristo nos falta.
Ése es un aspecto del ministerio de San Juan el Bautista que tiene un enorme actualidad en el contexto cultural en el que estamos. Una disidente soviética, en un libro precioso que escribió allá por el año 1985 titulado “Hablar de Dios resulta peligroso”, transmitía su experiencia de lo que había sido vivir como cristiana en la Unión Soviética, y ella era una convertida. Y eso, paradójicamente, pero sin ninguna extrañeza por nuestra parte, vuelve a no estar demasiado lejos para el pueblo cristiano en nuestras circunstancias sociopolíticas actuales.
Hago sólo referencia a un punto gravísimo de nuestra situación: el tema de la Educación para la Ciudadanía. Es probablemente el ataque más grave a la libertad de un pueblo que se ha hecho en mucho tiempo, en muchísimo tiempo. Y, además, se dice que hay que cumplir la ley simplemente porque esa ley proviene del Estado. Y esa ley concede al Estado unos derechos de definir quiénes somos, qué es nuestro cuerpo, qué significa ser hombre o ser mujer, qué significa el matrimonio, qué significa el amor humano, para qué estamos en la vida. El Estado se está arrogando un lugar que sólo le corresponde a Dios. Y eso se llama idolatría. Solamente el derecho de imponer a un pueblo toda una visión del mundo, no es tarea de un Estado, a no ser que el Estado sea una dictadura como las que se han conocido a lo largo del siglo XX. Y me importa poco, en este momento, si la Iglesia ha sido alguna vez en su historia cómplice, más o menos consciente, de alguna de esas dictaduras. Porque el hecho de que lo haya sido sería una razón de más para no volver a serlo nunca más, y para no caer y repetir el mismo pecado: el no haber sido capaz de entender la libertad de los hombres, cuando esa libertad (que nos da Dios, que no es una concesión del Estado) está amenazada, y gravemente amenazada, como lo está con esa especie de clase de religión laicista que se trata de imponer al pueblo español contra su tradición, sin haber contado con él, y sin concederle el derecho al ejercicio de su soberanía, sin haber preguntado siquiera su opinión a los padres, atentando contra derechos fundamentales gravísimos, como el derecho a la libertad religiosa, o el derecho que tienen los padres a la educación de los hijos. Se dice en estos momentos que ese derecho de los padres no es absoluto, y que el Estado lo tiene que regular. ¿Y quién regula al Estado? ¿O es que la ley puede sencillamente decidir por sí misma? ¿O es que basta haber votado a unas personas para que esas personas puedan decidir sobre nuestra vida o nuestra muerte? No. No. Bajo ningún precio. Eso no es negociable. Y no me refiero sólo a la mayoría de los padres católicos que van a tener que sufrir semejante lavado de cerebro en la escuela supuestamente pública, que también pagan los padres católicos. También aquellos que van a colegios concertados, y donde se les puede decir: “No, no os preocupéis, que aquí la Educación para la Ciudadanía se va a dar bien, de acuerdo con el sentir de la Iglesia”. Ese no es el problema. La exigencia profunda de rebelión contra esa ley inicua surge del hecho mismo de que el Estado pretenda formar y regule la formación en esos ámbitos trascendiendo y pasándose mil pueblos de las competencias que a un Estado le corresponden, salvo que ese Estado pretenda ser Dios. Pero yo no adoro a más Dios que al Padre de Nuestro Señor Jesucristo. Y quienes somos cristianos, no adoramos a más Dios que al Padre de Nuestro Señor Jesucristo.
Antes de la Bendición Final
Antes de terminar, dos brevísimas palabras. Cuando antes en la homilía he hablado de idolatría del Estado contemporáneo, que ha sido una tentación en la que el Estado del siglo XX ha caído tantísimas veces, con tantos millones de vidas sacrificadas a esos ídolos, lo he hecho con toda conciencia. Jesucristo vino al mundo para liberarnos de la esclavitud de los ídolos. Y uno de los ídolos más persistente ha sido siempre identificar a César con Dios. Y hace 2000 años que Jesucristo nos ha liberado de esa superstición. No vamos a retroceder 2000 años a estas alturas. Ni vamos a sacrificar la libertad que tenemos en Cristo para volver a adorar a ídolos inertes que no nos pueden dar más que los bienes de este mundo que nos pueden dar, pero ni la libertad, ni la dignidad de nuestras vidas.
En segundo lugar, la Iglesia hoy, gracias a Dios, y es una fuente de alegría muy grande, y lo digo con toda verdad, no tiene ningún poder humano. Y eso es un don de Dios. Porque significa que nuestra única fuerza y nuestro único poder es la vida de Cristo en nosotros, la presencia de Cristo en nosotros, la comunión de los santos. Y, por lo tanto, nuestra relación, nuestra unidad, es divina. Y esa unidad es invencible. Consciente de que no tenemos ese poder humano, pero consciente también del poder inmenso que significa la comunión de los santos, yo quiere decir que la Iglesia empleará todos los medios que tiene a su disposición, es decir, nuestra comunión, justamente para sostener a aquellos padres que no quieran sacrificar a sus hijos al ídolo del Estado contemporáneo.