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En el día de San Josemaría Escrivá de Balaguer

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 26/06/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 229



Los primeros cristianos se caracterizaban por una frescura especial en la percepción del misterio cristiano y de la experiencia cristiana. Llamaban al día de la muerte el dies natalis, el día del natalicio, del nacimiento. Porque en ese día nacemos a la vida plena y a la vida verdadera. Incluso usaban la imagen (algún Padre de la Iglesia la utiliza de un modo muy explícito y abunda mucho en ella) de cómo, mientras vivimos en esta vida, somos como un feto en el seno de su madre, que no puede ver el mundo, que no puede ver la vida, porque, sencillamente, está en una fase de vida y de crecimiento. Vive como en la oscuridad, como en la sombra, hasta que nace la luz. Cuando los cristianos celebramos la memoria de aquellos que la Iglesia ha reconocido como santos, como San Josemaría Escrivá, celebramos justamente el día de su muerte, porque es el día de su nacimiento. Como el día de nuestra muerte, si el Señor nos concede la gracia de perseverar en la comunión de la Iglesia hasta ese día, será el día de nuestro nacimiento a la Vida, cuando ya no habrá velos ni sombras para nosotros, sino sólo el estupor de la Belleza inagotable e infinita del Señor.
 
Para todos aquellos que habéis recibido el privilegio y el don de consideraros hijos de una paternidad sacerdotal como la de San Josemaría Escrivá, este día es siempre un motivo de gracia y de gratitud. Donde la gratitud brota espontáneamente, de un modo natural. Y, al mismo tiempo, seguro que es también un momento de súplica. De súplica de que esa paternidad, de que esa gracia, pueda ser fecunda en nosotros, de tal manera que florezca en un testimonio cristiano persuasivo, bello, que muestre el rostro de Cristo al mundo como el rostro de Aquél cuyo nombre es el único nombre por el que podemos ser salvos.
 
A mí me gustaría insistir este año, de una manera especial en esta Eucaristía, en este momento de petición. Tal vez porque las circunstancias me hacen percibir que tenemos necesidad de esa súplica. Y la tenemos de una manera especial en el contexto cultural, social y político que el Señor nos ha puesto, que no es ni mejor ni peor que otros, porque, sencillamente, es en el que el Señor nos ha llamado a dar testimonio de Él. Y porque nuestro Padre no nos iba a dar nada que no sea lo mejor.
 
Pero, ciertamente, son unas circunstancias especiales. Y dejadme describirlas muy brevemente, como a brochazos. Yo creo que estamos ante un mundo que se muere. Y, a veces, quienes provenimos de una larga tradición cristiana, podemos tener la sensación de que ese mundo que se muere es el mundo cristiano: de que ese mundo que agoniza delante de nosotros, que se disuelve, que se suicida, que se mata a sí mismo, que se cierra las puertas del futuro sin ninguna razón o esperanza seria para vivir, es el mundo cristiano. Sería una falsa percepción. El Cristianismo, a pesar de la percepción que podamos tener por el contexto en el que vivimos, no cesa de crecer en el mundo. Uno de los sacerdotes me ha comentado que está trabajando en Nigeria. “Soy de Nigeria”, me ha dicho. Y me hablaba de la cantidad de conversiones. Algunas estadísticas en el continente africano hablan de 23.000 conversiones de adultos al Cristianismo al día. Aproximadamente un millón y medio el año. Y os podría dar cifras de otras partes del mundo. Y un ejemplo muy concreto de cómo la percepción occidental está absolutamente falseada es que, por ejemplo, cuando en el año 2000 la revista Time dedicó un número especial a los movimientos que habían sido más influyentes a lo largo del siglo XX, mencionó el nacional socialismo alemán, del cual seguro que quedan grupos más o menos dispersos (normalmente hijos de militantes de izquierda o de clases muy adineradas; son bastante snob los grupos neonazis en el mundo occidental ahora mismo). Mencionaba a los comunistas, a los que casi dedicaban media revista, y que casi hay que buscarlos hoy con lupa en Europa y en Occidente para encontrarlos. Pero no mencionaba nada absolutamente ni del Cristianismo ni de la Iglesia. Y podrían haberos mencionado, por ejemplo, a vosotros, porque no sé si hay muchas realidades en el mundo capaces de convocar en este momento un acto como el del día de la canonización, con la Plaza de San Pedro llena. Y eso no se mencionó, por supuesto. Pero podría haber mencionado, por ejemplo, la Renovación Carismática, el Movimiento Pentecostal, que en el año 1900 eran poco más de 500 personas, y en el año 2000 son cerca de 600 millones. O comunidades en el área del pacífico con más de 5 millones de personas. Pero eso no es políticamente correcto, no es la versión oficial de la Historia, y, por lo tanto, no aparece en la revista Time.
 
Mis queridos hermanos, el mundo que se muere no es el mundo cristiano. El mundo cristiano está en plena explosión. Pero os cuento una anécdota de esta misma mañana, sucedida en mi despacho. Estaba con una muchacha árabe cristiana, que había venido a enseñar árabe a Granada y que volvía ahora a su tierra, y yo le pregunté cómo había sido el año. Y me contestó: “Yo pensé que había venido a Granada a dar unas clases de árabe, y pensé que era una misión bonita dar a conocer el mundo de Oriente a personas que quizá no lo conocen (no saben que existen cristianos en Medio Oriente, porque de eso no hablan los medios de comunicación), pero he decidido quedarme. Y he decidido quedarme, no por enseñar árabe, sino porque la Iglesia aquí está en peligro”. Me ha impresionado. Y es una chica de veintitantos años, que viene de fuera, y que tiene una imagen de España como ese lugar que cuenta con santos como San Juan de la Cruz, Santa Teresa de Jesús, San Ignacio de Loyola, y una lista inacabable de santos. Y me decía con mucha sencillez: “He decidido quedarme como una misión, porque veo que la Iglesia está en peligro”.
 
San Antonio Abad, considerado junto con San Pablo fundador de los ermitaños, no solía recibir visitas. Vivía a muchas horas del Nilo en el desierto. Y tenía un monje joven que, cuando venían visitas a verle, como tenían que hacer varios días de viaje desde el Nilo hasta el oasis donde vivía, tenía mucho tiempo para conocer a la caravana de los que iban a visitar a San Antonio. Y, cuando llegaba el monje a aquel oasis, le decía: “Tiene usted unos visitantes que vienen a recibir una palabra de instrucción”. Y San Antonio, cuenta la anécdota, solía preguntar: “¿De dónde vienen, de Atenas o de Jerusalén?” Y si el novicio decía que venían de Jerusalén, eran personas que buscaban realmente ser instruidos en la fe. Y si decía que venían de Atenas, era gente que venía por curiosidad, porque habían oído hablar de estos monjes raros que vivían en el desierto, y venían a ver qué era aquello. Y si eran de Atenas, no los recibía. Y os aseguro que se tardan 5 horas en coche hoy en día para ir desde el Nilo hasta el oasis donde vivió San Antonio y donde hoy todavía se conserva un monasterio copto en el corazón de Egipto, cerca del Mar Rojo. Y ese hombre, que no recibía visitas (ese hombre del que figura otra anécdota, que puede ser apócrifa, y que cuenta que fue a verle un arzobispo de Alejandría, que tenía fama de muy mundano, y de que andaba mucho con la nobleza constantinopolitana, y cuando llegó le dijo: “Hemos venido desde Constantinopla para que nos instruyas con tu palabra”, y cuenta la leyenda que San Antonio respondió: “¿Si te digo una palabra la obedecerás?” Y él dijo: “Sí, sin duda alguna”. Y le respondió: “Pues cuando sepas que Antonio está en algún lugar, no vayas allí”. Esa fue su respuesta), cuando supo que Atanasio estaba en peligro en la Iglesia de Alejandría, que el arrianismo barría aquella Iglesia, abandonó su oasis del desierto y se fue a predicar la fe verdadera a Alejandría, y a sostener a Atanasio.
 
¿Qué quiero deciros? Yo creo que la muchacha que me decía esta mañana que la Iglesia está en peligro tenía razón. Yo creo que nuestro mundo se muere de hambre de Dios y de hambre de Cristo. No es la Iglesia la que se muere. Se muere una Iglesia que ha vinculado su destino al de la cultura moderna. Pero Cristo no pertenece a una cultura. Cristo no pertenece a una tradición. Cristo es el único nombre que se nos ha dado para que podamos ser salvos. Y en cualquier circunstancia, con cualquier historia, con más o menos cualidades, cada uno de nosotros (y yo creo que es una de las enseñanzas perfectamente actuales y perdurables de San Josemaría Escrivá) estamos llamados a la santidad. Y la santidad tiene la forma del testimonio. Testimonio de Cristo. Ha habido momentos en la Historia (y probablemente hace veinte o treinta años podía ser un momento así) donde lo más importante era demostrar que los cristianos podíamos ser cristianos y, al mismo tiempo, ser normales. Hoy ya se da por supuesto que todos somos normales, y quizá hace falta volver a gritar que somos cristianos, y que merece la pena ser cristianos. Y que, gracias a Dios, los cristianos somos distintos. Porque si una masa de hombres se precipita al hoyo, está muy bien que alguien se quede fuera del hoyo para avisar, por si alguno no quiere tirarse al precipicio. Y hacen falta personas que estén al borde del precipicio y que digan: “Nosotros no nos tiramos, porque nos lo pasamos muy bien sin tirarnos”. Y quizá ése es el testimonio de Jesucristo que se necesita en este momento, donde la destrucción es tan grande que ni siquiera nos damos cuenta de ello.
 
Hace apenas dos años, el ordenamiento jurídico español abolía, literal y realmente, de su sistema jurídico una realidad como el matrimonio. Silencio. Sin más. Y quizá haya culturas que puedan tener una percepción a veces muy pobre de lo que es el matrimonio o la familia, y que quizá no tengan la conciencia que tenemos los cristianos de lo que significa, a la luz de Cristo, el amor de un hombre y una mujer. Pero no hay cultura alguna que, de una u otra manera, no haya protegido el matrimonio como algo extraordinariamente precioso para una sociedad, a la vez que extraordinariamente frágil. Cuando una sociedad, como ha sucedido en nuestro caso, desprotege absolutamente el matrimonio, esa sociedad tiene las horas contadas. Es una sociedad que va a un suicidio colectivo. Dejarse arrastrar por una cosa así, acostumbrarse a vivir en este mundo y seguir pensando que vivimos en el mejor de los mundos posibles porque tenemos más medios tecnológicos y no nos faltan más que unos ajustes técnicos para que este mundo funcione de una manera perfecta y bien, sería una gran falsedad. Una gran mentira cuyas víctimas seríamos, en primer lugar, nosotros mismos.
 
En este sentido, la primera lectura de la Misa de hoy no contiene toda la verdad sobre la Creación. Contiene la verdad de la intención de Dios. Pero es muy fácil entender esa lectura en las claves de algunos de los pensadores deístas, o de los padres del liberalismo moderno, como si eso fuera el mundo natural. Y no. Después de eso viene la caída. Y después de la caída viene la Cruz de Cristo. Leer ese relato sin pensar en la Cruz de Cristo, y en su pasión y redención, sería engañarnos. Pensar que vivimos en ese mundo, tal y como Dios lo creó, y que ése es el mundo natural, y que lo sobrenatural vendría a ser como una especie de añadido que algunos tenemos porque hemos optado libremente por escoger esa vida sobrenatural, sería, en el fondo, una gran falsedad, una interpretación donde nuestra fe habría sido colonizada por esa cultura moderna que hoy muere. Hay que defenderse de esa colonización. La Creación está abierta a Cristo. Está hecha para Cristo. Todo ha sido creado por Él y para Él. El segundo Adán es el primero. El segundo Adán es el que cumple, y lo cumple en la Cruz, huyendo como un malhechor fuera de la ciudad y abrazando la miseria humana en sus divinos brazos abiertos. Una gota de esa sangre vale más que el mundo entero. Una gota de aquella sangre es capaz de soportar el peso de toda la maldad y de toda la miseria humana de toda la Historia humana. Sólo se puede mirar la Creación adecuadamente, sólo se puede mirar el trabajo adecuadamente, o lo que significa dar testimonio cristiano, a la luz de ese misterio de Cruz y de Redención.
 
Yo hacía referencia hace un momento a esa abolición gravísima. A mí me parece que, desde el punto de vista sustantivo, es lo más grave que le puede suceder a una sociedad. Y este año, precisamente en nuestro contexto, tenemos una situación que, no es que sea más grave, sustantivamente hablando, pero sin la cual aquel desastre de hace dos años no sería realmente aplicable a la vida social, porque, en el corazón del hombre, hay también una llamada al sentido común. El sentido común hace, claramente, una distinción entre el matrimonio de un hombre y una mujer y una pareja de homosexuales. Eso es algo tan inscrito en lo profundo de la naturaleza humana, que da lo mismo lo que diga un Estado. La mayoría de los seres humanos se mantendrían en una condición donde el matrimonio es algo relacionado con la transmisión de la vida y, por lo tanto, relacionado con la condición de ser hombre y de ser mujer.

Hay un instrumento terrible, que este año se pone en vigor, y que es la “Educación para la Ciudadanía”. Yo creo que la existencia, la creación de esa asignatura, es un intento de golpe de muerte a una sociedad. Porque ése es el instrumento para hacer eficaz lo que la espontaneidad jamás podría hacer eficaz. Chesterton, que era un genio, escribió poco después del final de la I Guerra Mundial un artículo que se titula: “¿Por qué la sociología no es una ciencia?” El artículo es muy sencillo, y os lo resumo muy brevemente. Dice Chesterton: “Me he leído todos los libros que han tratado de explicar la Gran Guerra que ha vivido Europa (era la I Guerra Mundial; el artículo creo que fue escrito en el London News hacia el año 1921) y no he aprendido nada sobre cuáles eran las causas de la guerra. Sólo he aprendido algo que ya sabía cuando leía los libros, y es a qué partido pertenecían los que escribían los libros de sociología. Porque si pertenecían a un partido, las causas estaban muy claras. Y si pertenecían a otro partido, las causas estaban igual de claras. Pero no he visto un solo libro de sociología que mencione la verdadera causa, sin la cual la Gran Guerra europea no hubiera podido ser posible. Y esa causa es un sistema público de educación que hace posible lavar el cerebro a millones de jóvenes para que maten a otros millones de jóvenes que no les han hecho nada y a quienes no conocen”. Repito, el artículo es de 1921.
 
Los sistemas de educación en los Estados modernos, con los enormes medios que las administraciones públicas hoy poseen, constituyen uno de los métodos más eficaces de control, de disciplina, a una sociedad. El que el Estado se arrogue el derecho de decirnos qué es nuestro cuerpo, de definir qué es el matrimonio, cuál es la razón de la vida, para qué estamos en este mundo... que el Estado explique las reglas de tráfico, o cómo hacer el check in en el aeropuerto, fantástico. Pero lo otro, es una religión. Definir qué es ser hombre, o qué es ser mujer, sólo los puede definir quien los ha creado, Dios. Y cuando el Estado se arroga ese poder, se está poniendo en el lugar de Dios. Y eso se llama idolatría. Y nuestros padres, los cristianos, cientos de miles de ellos, tal vez millones, fueron a la muerte por no dar culto a quien no lo merecía. Porque nuestro corazón sólo pertenece a una Persona, que se llama Jesucristo, el Hijo de Dios, que nos ha dado su Espíritu y que nos ha hecho partícipes de su vida. Y es al Único que adoramos.
 
Me parece que es muy importante recordar esto. Porque yo creo que la Iglesia está en peligro. Y la Iglesia es la condición de la libertad humana. La Iglesia es la condición de la posibilidad de una cierta soberanía ligada a la persona humana por el hecho de ser persona humana, y no a unas estructuras de poder.
 
El problema no es que los textos sean ortodoxos o no sean ortodoxos. Yo sé que en los colegios de Fomento, estoy seguro, nadie va a decir nada en contra de la fe católica. Pero el problema no es ése. El problema empieza mucho antes. Desde el momento en el que uno le concede al Estado la potestad de crear una asignatura y de hacer obligatoria una enseñanza en la que él nos define quiénes somos, ¡Dios mío!, las consecuencias son incalculables. El retroceso es de 2000 años. Porque Jesucristo derramó su sangre, entre otras cosas, para que pudiéramos reconocer que los ídolos son ídolos, que los emperadores no son dioses. Y esos cristianos fueron a las galeras, o la muerte, por no doblar su cabeza cuando pasaba el emperador por delante. Gestos muy pequeños. ¿Qué cuesta? ¿Para qué va a significarse uno? ¿Qué pasa porque uno incline un poco la cabeza al lado del vecino sin que se note mucho? Y, al fin y al cabo, a lo mejor así puedo seguir haciendo apostolado. No os dejéis engañar por el demonio. No. Uno no dobla la cabeza ante nadie. Porque es hijo de Dios. Y uno no reconoce el poder de definir la vida o el matrimonio o la familia a quien no tiene ese poder, porque no la ha creado, porque tiene la obligación de ser un servidor nuestro, sencillamente porque lo sostenemos nosotros con nuestros impuestos. Y no es nada más que eso: un servidor nuestro. Y nos debe hacer buenas carreteras, buenos sistemas de alcantarillado, y nada más. ¿Definir quiénes somos? ¡Sólo Dios!
 
Independientemente, por tanto, de que la enseñanza que podamos dar en nuestros colegios sea una enseñanza conforme a la Iglesia, todos tenemos la responsabilidad de no darle al Estado ese poder, porque es idolatría. Ésa es la razón profunda. Y, en ese sentido, respetar al máximo, y animar y sostener y defender de las amenazas y de las consecuencias posibles, a quienes quieran objetar en conciencia: no doblegarse a las exigencias de un poder inicuo. Esa responsabilidad es una responsabilidad grave, grave, de la que no podemos desentendernos a la ligera. Y quizá hasta lleguen a meter a matrimonios en la cárcel y hagan falta abogados para defenderles. A lo mejor se obliga a la fuerza. Pero que sea a la fuerza, y que haya un pueblo cristiano para defenderlos. No dejemos perder esta ocasión, habremos perdido 100 años para reevangelizar otra vez a España partiendo de cero. No dejemos que nuestra tradición sagrada sea burlada, pisoteada. No lo permitamos, porque la amamos. Porque es lo más precioso que hay sobre la tierra. Porque es la condición de la libertad. Decía Juan Pablo II en su primera homilía en Polonia como Papa, antes de que cayera el muro de Berlín: “Prohibirles a los pueblos vivir libremente su tradición, vivir su amor a Jesucristo y su relación con Jesucristo, es un crimen de lesa humanidad”. No tengáis miedo de estar orgullosos de ser cristianos. No os avergoncéis de serlo. Y ofreced toda la resistencia que se deba a ofrecer, de acuerdo con el amor que el Señor nos ha mandado (el Señor no se resistió cuando le prendieron). No se trata de luchar contra nadie. Se trata de vivir con libertad y de amar a nuestros enemigos. Y de orar por quienes nos persiguen, y de bendecir a quienes nos maldigan. Pero que nadie intente arrebatarme lo que es más precioso que la vida, que es la comunión de la Iglesia, mi vínculo con Jesucristo, mi vínculo con la redención de Jesucristo. Que a nadie se le ocurra intentar arrebatarme eso, porque ese derecho, sencillamente, no se lo concedo. No se lo concedáis. Sentíos orgullosos de ser cristianos. Y sentíos orgullosos de sufrir por el nombre de Cristo, si es que llega el momento de sufrir por el nombre de Cristo. Y así seréis dignos de San Josemaría, y seréis dignos de los mártires de quienes somos hijos todos nosotros.
 
Perdonadme si soy demasiado apasionado, pero, cuando vuestros hijos juegan con fuego, no os ponéis a razonar y a darles un discursito de circunstancias. Seguro que les quitáis la mano y les decís lo peligroso que es. Yo creo que vivimos un momento de vida o muerte para lo que significa y ha significado históricamente la Iglesia en España. Y por eso os decía al principio: hay que suplicar. En esta ocasión, en este Eucaristía, tenemos que suplicar la fortaleza de ser hijos de Dios, de vivir como hijos de Dios, y de vivir tan agradecidos de esa gracia que vale más que la vida, que no nos importe las consecuencias que pueda tener esa voluntad de vivir como hijos de Dios en este mundo nuestro. Y así resplandecerá vuestra luz ante los hombres. Y así los hombres descubrirán que hay algo por lo que merece la pena vivir y por lo que merece la pena morir. Porque hace que la vida sea digna. Una vida de esclavos no es digna, y Jesucristo nos liberó de la esclavitud hace 2000 años: no vamos a retrocederlos, en absoluto.
 
Vamos a ofrecernos al Señor en la Eucaristía, y vamos a recibir su cuerpo y su sangre: su cuerpo, que nos alimenta realmente en la vida que el Señor nos ha dado y por la que Él derramó la suya.
 
Antes de la Bendición Final
 
Terminamos con la bendición. Siempre me quedo con la sensación de que no he dicho las cosas que quería decir y de que he dicho muchas otras que no quería decir.
 
No penséis que, por lo que he dicho en la homilía, carezco de esperanza. El motivo de la esperanza es que, a Quien acabamos de recibir, que es a Jesucristo, no nos abandona nunca. Lo cual no significa que nosotros no tengamos una responsabilidad ante la Historia. El norte de África fue en un tiempo un lugar esplendorosamente cristiano, resplandeciente de santos, y hoy no hay más que los turistas. Yo creo que habéis recibido un don muy grande de San Josemaría: la vocación universal a la santidad, en lo que él se anticipaba a la enseñanza del Concilio. No penséis que esa llamada a vosotros a la santidad es una santidad de clase B, pequeñita, sin lugar para el heroísmo. Todo lo contrario. Eso sería traicionar el espíritu grande de quien intuía la necesidad que el mundo tiene de Jesucristo.
 
En último lugar, sobre la Educación para la Ciudadanía. No penséis: “Como mis hijos no corren peligro, porque no están en tercero de la ESO, o porque estoy en otro colegio, el problema no es mío”. Por amor de Dios, os lo suplico. Aunque no tengáis hijos en edad escolar, no sólo no frenéis la objeción de conciencia, sino estimuladla. A quien tenga dudas, sostenedles, aunque no tengáis hijos en esa clase donde va a ser introducido, aunque no corran peligro vuestros niños en vuestros colegios. La mayor parte de los cristianos tienen sus hijos en la escuela pública: no podemos desentendernos de ellos. Es un momento esencial para que, quienes sientan que la unidad de la Iglesia y la comunión de la Iglesia es esencial para poder decir que conocemos a Jesucristo, den un testimonio de esa unidad de la Iglesia. Nada más.

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