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Ordenación de Presbíteros

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 01/07/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 238



Muy queridos hermanos sacerdotes,
queridos ordenandos,
seminaristas y acólitos,
padres de quienes van a ser ordenados,
amigos, comunidad cristiana gozosamente reunida en este día en que celebramos, como cada domingo, la resurrección de Nuestro Señor Jesucristo, la presencia viva, misteriosa pero viva, real, de Cristo entre nosotros,

Entraba yo por la puerta de la Catedral y alguien me decía: “Enhorabuena”, y yo le decía: “Enhorabuena para todos”. Es muy obvio que la ordenación de unos presbíteros es un don para toda la Iglesia diocesana. Pero es un don y una gracia para toda la Iglesia. En realidad, cualquier acto, hasta el más pequeño de cada uno de quienes somos cristianos, lejos de ser un acto aislado, cerrado en sí mismo, como si cada uno viviéramos en una burbuja, como en cierto modo nos invita a entendernos a nosotros y a nuestros actos la cultura en la que vivimos, es un acto conectado misteriosamente por los lazos de la comunión de los santos a toda la Iglesia universal. El sí más pequeño dado a Dios en el corazón de cualquier cristiano transforma el mundo, cambia el mundo, tiene una repercusión en todo el Cuerpo de Cristo, porque la Iglesia es una.

Y el don del presbiterado, ese precioso don, ha enriquecido y embellecido a su Iglesia; ese don, tan vinculado, además, personalmente a su Presencia viva en medio de su Pueblo, para hacer tangible, humanamente persuasiva, humanamente bella rica de contenido humano esa Presencia suya en medio de su Pueblo, es percibido siempre por todo el Pueblo cristiano como un regalo especial. Lo es para mí, indigno sucesor de los Apóstoles. Y no lo digo de manera retórica. Porque el don del sacerdocio es siempre, igual que lo es el don de la vida cristiana, un don infinitamente fuera del alcance de nuestras capacidades, de nuestras cualidades, de lo que nosotros podemos alcanzar con nuestras manos. Y digo, lo es para mí, porque, como presbíteros, sois colaboradores de mi pobre ministerio para el bien de lo más bello que hay en la tierra, que es el Pueblo santo de Dios, su Iglesia, su familia, por la que Él ha derramado su sangre, en la que descubrimos y vivimos que cada uno de nosotros somos amados infinitamente por el Señor.

Pero es también un don para la Iglesia entera. El sentido de la fe del Pueblo cristiano, que es infalible, intuye, percibe con una nitidez extraordinariamente grande el bien que la presencia de un buen sacerdote significa en medio de nosotros. Y sería muy presuntuoso el tratar de delimitar de una manera exacta cuáles son los contornos de ese bien, pero yo diría (simplificando, por supuesto, pero yendo a lo que me parece más esencial) que el Pueblo cristiano vincula el ministerio sacerdotal a la garantía de la Presencia de Cristo, de la gracia y de la redención de Cristo, de la permanencia de Cristo, del cumplimiento de aquella maravillosa promesa del Señor: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Y esa promesa se cumple en la Palabra de Dios, en el Evangelio que amamos, bendecimos, proclamamos, cuidamos y ha cuidado la Iglesia con un gusto exquisito generación tras generación; y en los sacramentos, donde está su Presencia. Esa Presencia que permanece tanto en la Palabra como en los sacramentos, como en la misma comunión de la Iglesia, que da cuerpo a la Palabra y a los sacramentos. Porque la Palabra y los sacramentos existen para que nosotros podamos vivir como hijos del mismo Padre, en la libertad de los hijos de Dios, como hermanos, como miembros de un mismo Cuerpo, como una sola cosa, como una bandera desplegada en medio de las naciones, que propone y ofrece a los hombres la posibilidad de una humanidad plena, cumplida, y una humanidad bella, y una humanidad santa, no por nuestras cualidades, sino por la santa Presencia, la permanencia del único Santo en medio de nosotros.

Yo creo que esto es lo que el Pueblo cristiano intuye. La presencia de un buen sacerdote en la parroquia, o en el lugar donde esté trabajando, para las personas que tiene cerca en la misión que se le haya confiado, es la certeza de que Cristo permanece, de que Cristo cumple su Palabra, cumple su promesa.

Vamos, cómo no, a dar gracias, y las damos muy espontáneamente, nos brota del corazón la gratitud al Señor. Y, al mismo tiempo, suplicamos. Suplicamos por vosotros, evidentemente. Y no es difícil. Esta mañana, haciendo yo mi momento de oración también, lo pensaba, y decía: “Señor, ser sacerdote no es difícil, como ser cristiano no es difícil. Uno no tiene que estarse inventando qué significa ser cristiano, o cómo lo tiene uno que hacer, ni tiene que estar uno pendiente de muchas cosas para vivir la vida que Tú nos das”. Para el cristiano, la vida de la Iglesia, las enseñanzas de la Iglesia, los sacramentos, dejar penetrar la Palabra del Señor, el Evangelio y el don de su gracia y de su misericordia, y el perdón de los pecados, una y otra vez en nuestra vida, va configurándonos con Cristo, haciendo que nuestra vida esté como más marcada, traspasada, más transparente, para que en ella se refleje el único Nombre bajo el cielo que se nos ha dado para ser salvos, el rostro del único Redentor del hombre, el rostro de Cristo.

Y para nosotros, sacerdotes, es igual. En el ejercicio del ministerio hay un camino de plenitud humana. Fijaos que no digo de santificación. Y no digo de santificación, no porque yo tenga ningún recelo a la palabra, en absoluto. Sino porque la santificación coincide con la plenitud humana. No es algo distinto, añadido, exterior, sino que coincide exactamente: es esa plenitud.

Y el Señor os ha llamado para conferiros este don del ministerio sacerdotal de forma que vuestra misma humanidad sea el signo de la Presencia de Cristo. Y vuestra santidad consiste, sencillamente, en dejarse enseñar por la Eucaristía que celebramos cada día, dejarse sobrecoger por la Eucaristía que celebramos cada día, dejarse sobrecoger por el hecho de que por mis manos pueda pasar el perdón de los pecados. No os canséis de perdonar pecados. No dejéis en segundo lugar, o en quinto o en último lugar de vuestro ministerio el sacramento de la penitencia. Todos los que estamos aquí necesitamos ese perdón muchas veces a lo largo de nuestra vida, y quienes no están aquí, también.

Para la inmensa mayoría de las personas no hay peso mayor que los errores, las torpezas cometidas. La certeza de que, en esta familia, en este Cuerpo que es la Iglesia, existe alguien que, no con su virtud personal, sino en nombre de Cristo, en nombre del Señor, porque su humanidad ha sido asumida por Cristo, no simplemente me da una palmadita en el hombro y me dice “anímate, Dios es bueno”, sino que me dice, con la misma certeza que se lo dijo al paralítico o a la mujer pecadora en casa de el fariseo Simeón, como leíamos hace unos domingos, “tus pecados han sido perdonados, quédate en paz”. No hay medicina en el mundo, no hay producto químico, no hay nada que pueda equivaler a la certeza que el ministerio apostólico le da al hombre de que sus pecados han sido perdonados, de que el Amor de Cristo triunfa, no sobre los pecados en general porque Dios es bueno, o porque Dios tiene entrañas de misericordia, sino porque Dios, que me conoce, para quien soy transparente, para quien mi corazón es transparente, me dice a mí: “vete en paz”; me dice, incluso, que a quien más se le ha perdonado, más capaz es de amar y de dar gracias, precisamente porque siente el peso del que ha sido liberado.

No os canséis de ese ministerio. No lo dejéis en segundo lugar. Es más, dejaos enseñar por él, porque sobrecoge, y le hace a uno ponerse en su sitio, como cada uno de los sacramentos, y le hace a uno percibir para qué estoy yo en el mundo. Y sólo por un momento en los que uno percibe que la vida ha sido absolutamente tocada, curada por el Señor, valdría la pena haber nacido, por una sola persona, por una sola penitencia bien vivida, por un solo sacramento de la penitencia conferido a alguien que recupera su propia humanidad perdida, o rota, o herida por el mal del mundo.

El otro camino es la Eucaristía. Basta con hacer nuestro el misterio que celebramos, con dejarse enseñar por él, repito, y dejarse sobrecoger por él. Cada vez que uno dice, aunque lo haya hecho millones de veces, “Tomad, comed, éste es mi cuerpo, entregado por vosotros; ésta es mi sangre, derramada por vosotros”, es Cristo quien lo dice, pero, al mismo tiempo, lo decís vosotros, lo decimos nosotros. Es Cristo quien habla por nuestras palabras, pero nosotros no decimos “Cristo dijo que esto era su cuerpo”. Decimos “Cristo dijo esto es mi cuerpo”, y lo dices tú, con la misma fuerza con la que el Señor decía en la sinagoga de Nazaret “Hoy se cumple esta escritura que acabáis de oír”, es decir, con la misma fuerza de una Presencia que está vinculada al sacramento que os será conferido dentro de unos momentos.

Quiera el Señor que viváis vuestro ministerio con ese deseo de aprender a vivirlo. Y, repito, no es difícil, dejaos simplemente enseñar, ensimismaos en el don que supone el sacerdocio, dejaos siempre sorprender por él.

La liturgia de este domingo, que era la que correspondía, y no la hemos elegido especialmente para esta celebración, contiene muchas cosas preciosas, como la llamada de Eliseo. Y yo pensaba: el Señor os ha echado el manto a vosotros por la espalda y os ha dicho, “¡Adentro!”; y también en la lectura de San Pablo hay muchas cosas que se podrían comentar preciosamente a la luz de lo que significa el ministerio sacerdotal. Pero sólo voy fijarme en el Evangelio, y subrayaría dos claves. En ese camino en el que los sacramentos son nuestros maestros, y un don especial para el sacerdote, al mismo tiempo que para el Pueblo cristiano, primero, el seguimiento de Cristo. Ser sacerdote no es tener un poder, no es simplemente ejercer una función, no tiene nada que ver con una carrera de este mundo, no es ejercer una profesión. En ese sentido, ¿qué es lo que lo determina realmente? Una llamada del Señor, como a cada uno de los dos a los que dice “Vente conmigo”, y una respuesta.

Cristo es lo más precioso en la vida. Cristo es la referencia permanente de mi propio actuar, de mi propio ser, de mi modo de vivir, de mi modo de estar con la gente, de mi modo de querer. Cristo es mi Maestro, mi plenitud y mi todo. Y en realidad uno podría traducir estos tres dichos de Jesús, que están unidos entorno al seguimiento, en algo que expresa la regla de San Benito de una manera preciosa: “No anteponer nada a Cristo”. No anteponer nada a Cristo es la clave de una existencia cristiana, pero es, sobre todo, la clave de una existencia sacerdotal. Si Cristo es lo único que realmente os importa, en vosotros y en la vida del Pueblo cristiano, en la vida de las familias, en la vida de los matrimonios, en la relación entre los padres y los hijos, tendréis la libertad inmensa que Cristo tenía con respecto a las reglas y a los cálculos y a las medidas del mundo. Al mismo tiempo, tendréis la fortaleza de dar testimonio de la verdad en toda circunstancia.

Y, al mismo tiempo, tendréis la sencillez de ser conscientes de que toda vuestra vida no es más que servicio, y que ésa es su verdadera grandeza, servicio al crecimiento de la Iglesia. Pero no como cuando uno dice “estoy al servicio de la empresa para que la empresa crezca”. No. Estar al servicio de la Iglesia es estar al servicio de esa vida de la que el Señor os ha hecho portadores para que esa vida crezca en los niños, en los jóvenes, en los adultos, en los ancianos, en todas las clases sociales, para que puedan encontrar a Cristo y puedan encontrarse a sí mismos. Pero sólo se encontrarán si aquello que celebráis en el sacramento, como dice en algún momento el ritual de la ordenación, lo encarnáis en vuestra vida. Si vuestra referencia personal, si vuestra referencia humana es la persona de Cristo, si vuestro corazón está lleno de pasión por Cristo y de pasión por la vida de Cristo en los hombres.

Y la otra clave es el amor. Al fin y al cabo, la vida cristiana entera se resume en ese mandamiento que no es más que un camino de vida: la plenitud humana está en darla, en poder darla libremente, en darla por amor, no como una obligación, no como algo que se nos echa encima, porque el amor no puede ser más que libre; y, curiosamente, coincide con la libertad, si no, no es amor. Si no es porque uno quiere darlo, si no es porque uno goza donándose, si no es porque uno disfruta en ese gastarse y desgastarse por vosotros, ¿qué sentido tiene hacer las cosas?

Yo diría que, con esas dos claves en la vida, no tengáis ningún temor en embarcaros en este ministerio en el que no os habéis embarcado por vuestra propia voluntad, sino por Alguien que os ha hecho sonar vuestro nombre en vuestro corazón un día, y a quien, tal vez con muchas torpezas, como los hombres solemos hacer, Le habéis dicho que sí y Le habéis seguido. Gracias por vuestro sí. Gracias al Señor por su llamada. Y contad con la oración del Pueblo cristiano, estéis donde estéis, sea cual sea vuestro ministerio. Yo ahí os puedo dar el testimonio de mi propia experiencia, y lo digo con mucha sencillez. Hay una fortaleza única, que el mundo no conoce, en esa unión entre un pueblo que ora por sus pastores y unos pastores que saben que están sostenidos por su pueblo. Cuidad esa relación, dejaos sostener por ella. Es una relación que no existe fuera de la Iglesia, que no existe más que aquí, y es parte de esa belleza única que la Iglesia tiene en medio del mundo; en medio de este mundo, donde ese tipo de relaciones no existen, o apenas existen, o cada vez existen menos.

Y, al mismo tiempo, a todos vosotros, yo os digo: pedid por vuestros sacerdotes. No los miréis simplemente desde fuera como se mira a un artista, o a un torero, para juzgarlos. Sentidlos como algo vuestro, porque son algo vuestro. No son simplemente alguien que hace unas cosas. El ministerio de un sacerdote tiene que ver tan profundamente con vuestra vida, con vuestra esperanza, con vuestra alegría, que no lo podemos sentir como algo exterior. Como no podemos sentir a la Iglesia como algo exterior a nosotros. La Iglesia es esta vida que el Señor nos ha dado, en la que el ministerio sacerdotal es algo absolutamente esencial. Yo sé que lo hacéis, pero no dejéis de hacerlo. Pedid por su santidad, pedid para que realmente encarnen, de carne y hueso (cada uno con su temperamento, por supuesto, porque cada uno lo expresa con su forma de ser), la inagotable riqueza de Cristo, porque cada uno expresa a Cristo, la verdad de Cristo, la plenitud de Cristo, la salvación de Cristo para nosotros.

Y pedid por las vocaciones. Ordenamos tres, y es una gracia de Dios fantástica. Pero os confieso que, con la belleza del Pueblo cristiano, con la historia de santidad que hay en este Pueblo, al mismo tiempo uno dice: “¡Dios mío! ¡Tendríamos que ordenar veinte!” Si son menos de veinte, deberíamos preguntarnos ante el Señor: “Señor, ¿qué estamos haciendo mal?, ¿qué nos falta en nuestra fe?, ¿qué heridas hay en nuestra fe?, ¿qué percibimos en nosotros, tal vez?” Porque la única condición que Él nos puso para las vocaciones es que pidiéramos por ellas. Estoy seguro de que, si no tenemos más, es porque no pedimos lo suficiente. O tal vez porque no hay entre nosotros una comunión suficientemente fuerte, suficientemente basada en la fe, suficientemente apoyada en Cristo, suficientemente desgajada de nuestros intereses particulares, o de nuestra utilidad particular, hasta de la utilidad particular que tiene la presencia de un sacerdote en una parroquia. El misterio de la redención es más grande.

Pidamos al Señor que purifique en cada uno de nosotros lo que haya que purificar para que las vocaciones se multipliquen. Para que el Señor, que sigue llamando, abra nuestros corazones para decir que sí. Pero no “que sí” como alguien que renuncia a algo, como alguien que se echa una carga encima, como alguien que escoge algo extraordinariamente complicado o difícil. No. Es un camino de plenitud humana. Una plenitud preciosa, idéntica en muchos sentidos a la de un padre de familia grande. Y es la mejor familia que hay en la tierra, la que el Señor confía al cuidado del ministerio apostólico y del ministerio sacerdotal. No es una vida de un menos con respecto a la vida del mundo. Es un más, porque, si se vive la vocación sacerdotal, es un más de donación, es un más de entrega, es un más de amor, es un más de dar la vida.

Pedidle, por favor, al Señor vocaciones sacerdotales. Y el número es lo de menos. Decía yo veinte porque al Señor, cuando se le pide, hay que pedirle con generosidad, no hay que pedirle como si su medida fuera mezquina, porque el Señor lo puede todo. Pero no es el número lo que cuenta, sino la verdad del ministerio. Que vivan su ministerio, no como un algo añadido a sus vidas, sino como algo que se identifica con su propio corazón, con su propio yo, de tal manera que decir Elías, o decir Pablo, o decir Juan Antonio, sea lo mismo que decir sacerdote, porque no es algo añadido a tu nombre. Lo que Le dais al Señor, lo que el Señor os ha pedido, es vuestra persona, vuestra persona entera, para la vida y para la esperanza y para la alegría del Pueblo cristiano, de la Iglesia y del mundo. Para eso es para lo que vamos todos juntos a orar dentro de un momento antes de conferir el orden sacerdotal.

Palabras antes de la Bendición final

Antes de terminar con la Bendición, yo quiero expresamente, en nombre del Señor y de la Iglesia que camina aquí en Granada, dar gracias a los padres de los tres nuevos sacerdotes, porque es un don que vosotros hacéis a la Iglesia y al mundo. También habéis participado de su propio sí, sin duda. Y seréis, además, los primeros beneficiarios de este don, aunque para serlo, tendréis que asumir que el primero en su corazón no seáis vosotros, sino Jesucristo y su Iglesia. Es lo que el Señor les decía en el Evangelio de hoy a los que Le habían seguido: ni la familia, ni ninguna otra realidad humana puede ser antepuesta a Cristo en su ministerio. Pero cada uno de ellos será una fuente de bendición sin límites para vosotros. Y el Señor, que prometió que un vaso de agua no quedaría sin recompensa, os recompensará sobreabundantemente este don que hacéis, en el que no perdéis nada, como todos los dones que hacemos al Señor. Nunca perdemos nada. El Señor no nos quita lo que Le damos. Nos lo devuelve multiplicado al ciento por uno.

Y eso vale también para muchas otras madres y padres que estáis por aquí. Pedidle al Señor que os dé la bendición de tener un hijo sacerdote, la gracia, para vosotros y para el mundo, que es tener un hijo sacerdote. No dejéis de pedirlo. Cuando yo decía “pedid por los sacerdotes, pedid vocaciones”, eso no se pide así en abstracto. Una madre cristiana no puede recibir don más grande ni regalo más grande que el que su hijo pueda tener esa fecundidad inmensa que tiene el ministerio sacerdotal bien vivido. Nunca les empujéis a serlo. Los que tienen que tener la vocación son los hijos, ni las madres, ni los padres, ni la tita. Está claro. Pero, pedírselo al Señor, y abrirles la posibilidad… Luego el Señor hace su trabajo, y Él sabe a quién llama y por qué llama. Y nada más.

Ahora se quedarán ellos para que, según la tradición de la Iglesia, podáis besar sus manos recién ungidas. No es un gesto de enhorabuena simplemente, sino que es un gesto religioso. Sólo pido que no me los achuchéis mucho, que son frágiles, y que puedan sobrevivir al día de hoy, que les queda mucha faena por hacer a favor vuestro.

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