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Coronación de la Virgen del Martirio

Ugíjar

Fecha: 15/08/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 246



Monición inicial:



Virgen del Martirio, Te pedimos que bendigas a todas las familias aquí presentes. Tus hijos, aquí presentes, de todos los pueblos de alrededor. Muchos de ellos viven a muchos kilómetros de su tierra natal, pero han venido hoy para dar gracias a Dios por tu protección, por tu intercesión, por tu maternidad. Dios te salve, María.

Homilía:

Las palabras que en este momento me vienen al corazón son extraordinariamente sencillas, y las tenéis todos. En cierto sentido, no soy más que un portavoz de un sentimiento que he podido ver en muchas de vuestras caras: “¡Qué día tan hermoso! ¡Qué fiesta, absolutamente deliciosa!” O, como dice el salmo: “¡Qué dulzura, qué delicia convivir los hermanos unidos!” Qué gozo reunirnos en torno a Nuestra Señora del Martirio para expresar la gratitud de su intercesión, la gratitud de su benevolencia materna, de su fidelidad para con nosotros, mediante el gesto – reconocido por la autoridad suprema de la Iglesia – de coronar su imagen junto con la de su Divino Hijo. Y eso se ve en el desvelo por cada detalle de todos los que habéis participado en la preparación de la celebración, y, más aún, en la profunda gratitud que hay en nuestro corazón, la expresión de fe, bella y sencilla, que es el tesoro más grande que poseemos quienes hemos conocido a Jesucristo.

Mi querido D. Eduardo, párroco de Ugíjar, mi querido D. Juan, vicario de la zona, queridos hermanos sacerdotes, querido Sr. Alcalde y miembros de la corporación a quienes doy las gracias de todo corazón por el esfuerzo y la cooperación con que habéis facilitado todo lo que tiene que ver con la celebración de la Coronación; excelentísimas autoridades, queridos hermanos y hermanas religiosas que nos acompañáis, y que estáis aquí tantos años acompañando a la comunidad cristiana que vive aquí. Doy también las gracias y la bienvenida a otros alcaldes de otros pueblos de las Alpujarras que quieren estar con nosotros esta tarde, lo mismo que a todos los miembros de la hermandad que con tanta generosidad – sobre todo de tiempo – habéis preparado todo lo relativo a la Coronación. Y queridos hermanos y amigos todos.

Hay dos pensamientos muy sencillos que yo quisiera que se nos quedaran grabados con fuego – si es posible – en nuestro corazón esta noche. Uno lo expresa la misma imagen e historia de la Virgen del Martirio. Pues, de forma diferente, las heridas que ella lleva en la cara, de alguna manera todos las adquirimos a lo largo de la vida. Desde que empecé mi ministerio pastoral he tenido mucha relación con niños y con jóvenes. Y esa mirada fresca, como recién estrenada que tienen los niños que se abren a la vida, es como la expresión de una promesa que, sin embargo, da la impresión que luego la vida hace que no se cumpliera, como si las esperanzas se apagaran, como si la división del corazón no fuera capaz de permanecer a las heridas del tiempo. Y de una manera preciosa y sencillísima, la solemnidad del rostro de la Virgen del Martirio, con sus cicatrices, nos recuerda a todos que los dolores, las dificultades, nuestras torpezas y nuestras miserias en la vida, no tienen la última palabra sobre nosotros. La promesa del Señor es infinitamente más fuerte que todas nuestras torpezas. La gracia de Cristo es más poderosa que todos nuestros pecados. El amor que hemos conocido en Jesucristo, nos revela el signo de Dios, que deja de ser un misterio, que deja de ser una interrogación de algo desconocido, para revelarse como un amor sin límites. Ese amor sin límites es más poderoso que todas las pequeñeces, que todas las heridas y cicatrices que la vida y nuestras torpezas van depositando, unas veces en nuestros mismos miembros corporales, otras veces en el corazón o en lo más profundo del alma, porque nos hacen más daño, porque nos herimos, porque nos dejamos arrastrar por las pasiones que envenenan sin querer nuestras relaciones humanas, nuestra vida, nuestra esperanza humana, la esperanza que hay en nuestro corazón. Y la Virgen del Martirio proclama, con una serenidad conmovedora, que el mal no tiene la última palabra, que hay un amor más grande que todo el mal, el mal que hay en nosotros o el mal que pueda haber en el mundo. Y todo el mal del mundo ha sido abrazado previamente.

Mis queridos hermanos, el amor de Dios es más grande. Yo sé que muchas veces tenemos la sensación profunda de que es imposible que yo pueda esperar. Y muchas veces esperar es lo más difícil para nosotros mismos: hemos hecho tanto daño, o nos han hecho tanto daño… Son tan grandes esas heridas, o están tan abiertas todavía, o no hemos podido o no hemos sabido cerrarlas… Y nos arrastramos, arrastramos nuestra pobre esperanza maltrecha toda la vida. Yo quisiera proclamaros un amor que nace del Evangelio: el Evangelio es buena noticia por esto. Y esto es lo que proclama vuestra querida imagen de la Virgen. Hay un amor más grande que todos nuestros pecados. Hay un amor infinitamente más grande que nuestras torpezas. La esperanza no es una ilusión, ni un lujo. La esperanza es un regalo, como la frescura de una mañana de Pascua, nueva, que se abre en el horizonte de nuestra vida, sea cual sea nuestra historia, por muy llena de miserias y pecados que pueda estar. No hay herida que sea capaz de cerrar el amor de Dios por cada uno de vosotros, hombres y mujeres, grandes y niños, ricos y pobres, sea cual sea vuestra formación o vuestra educación. Hemos sido creados y hemos recibido la vida para poder acoger en nuestro corazón ese amor infinito de Dios que Tú diste a luz y que tu Hijo, en su misterio pascual, no cesa jamás de repartir entre nosotros. Abrid el corazón al Señor. Abrid el corazón a Cristo para que Él pueda, sencillamente, sostenernos en la vida con su amor. ¿No es siempre el amor lo que nos sostiene en la vida cotidiana? ¿No es el amor de los hijos lo que sostiene a las madres? ¿No es siempre, de una u otra forma, el amor de amistad lo que hace que la vida merezca la pena ser vivida? Nosotros, cristianos, hemos conocido que Dios es amor, antes que ser omnipotente, antes que todos los atributos que los seres humanos le damos y que incluso la revelación nos ha dado a conocer. Todos esos atributos se resumen en uno: Dios es amor. Dirá también San Juan: “Dios es luz y en Él no hay tiniebla alguna”. Es lo mismo, porque es la única luz capaz de poner esperanza en nuestros corazones.

Celebramos hoy una fiesta preciosa. Ciertamente, todas las fiestas de la Virgen lo son. Pero esas fiestas no son solamente fiestas de la Virgen. Las fiestas cristianas no son solamente fiestas en las que nos alegramos de aquello que le ha pasado a la Virgen, ni siquiera a Jesucristo. En esas fiestas, lo que celebramos es que nuestra alegría no es irracional, que nuestra alegría no es una locura. Lo mismo, cuando celebramos la Asunción de la Virgen, ¿qué es lo que celebramos? El triunfo del amor de Dios en nuestra carne. Es verdad que es Ella la que participó de tal modo de la resurrección de Cristo, que es como un anticipo de lo que será la resurrección de los muertos. Pero eso es lo que esperamos para nosotros. Y porque lo esperamos para nosotros, es nuestra fiesta: las fiestas de la Virgen son nuestras fiestas. Hasta la Inmaculada. Y pensaréis: “¿Pero qué podemos celebrar nosotros de la Inmaculada, si somos pecadores?” Pues celebramos que la gracia de Cristo es más potente que el pecado. Lo es en Ella, y sabemos que lo será en nosotros. Que su amor, que su gracia, que su misericordia, tienen más fuerza que nuestros pobres y miserables pecados.

¿Y hoy qué celebramos? Que en Ella tenemos nosotros la prenda de la resurrección de nuestra carne. Y digo de nuestra carne con toda conciencia, sabiendo lo frágil que es nuestra carne, que un accidente de moto, o una caída en casa puede destrozarnos. Sabemos hasta que se deshace cuando morimos. Y, sin embargo, en la resurrección de Cristo, lo que hemos aprendido a proclamar en el Credo es el horizonte de verdad que se nos da. Porque, si no fuera así, no habría una esperanza completa. No es simplemente que nosotros permanecemos de algún modo misterioso, no. Como dice Job, y que recoge preciosamente El Mesías de Händel, “yo sé que mi Redentor vive, y que con estos mismos ojos, con esta misma carne, veré a Dios”.

Mis queridos hermanos, proclamar la resurrección de la carne es proclamar que todo lo que hay en nosotros de bello, de bueno, de verdadero… (y estoy hablando de nuestros amor, de nuestras relaciones; estoy hablando del vaso de agua dado con ternura o con misericordia en nombre del Señor, estoy hablando de nuestras familias; todo lo que en nosotros es bueno y verdadero, porque es imagen de Dios), no lo destruye la muerte. Ni tiene la muerte la última palabra sobre nosotros. Un filósofo contemporáneo no creyente decía, “ni nuestro dolores ni nuestras alegrías generan más que un inmenso bostezo del universo”. ¡Eso es mentira! Somos amados, cada uno de nosotros. Si yo pudiera llegar a vuestro corazón y deciros: “Dios te ama, y sabe cómo eres, mejor que tú, mejor que tu familia, mejor que nadie que te conozca, y Dios te ha creado con una ternura y con un amor infinitos, y te ha creado para que vivas para siempre, con todo tu ser (no será este cuerpo, porque este cuerpo tampoco es el que tenía hace 10 años, o hace 40, ya que todas sus células han desaparecido y se han transformado, pero yo no sería yo sin este cuerpo, o sin un cuerpo semejante). Todo mi yo, también nuestra carne, ha sido redimida y amada por el Señor. Y, entonces, la vida adquiere sentido. Y, entonces, a pesar de nuestras torpezas, vivir empieza a ser algo bello, algo en lo que uno puede reconocer siempre esa Mirada y esa Presencia que me llama a la vida, que me da la posibilidad de querer mejor, de perdonar, de reconocer la belleza de las cosas, de establecer entre los hombres lazos que nos hagan más hermanos, más cercanos unos a otros. Y, entonces, podemos construir un pueblo hermoso, no en el sentido de los adornos exteriores, sino en el que los hombres cooperemos unos a otros para el bien de los demás, en el que nos ayudemos a vivir más felices, en el que quererse no sea una memez de quienes no saben que la vida es sólo para sacar tajada.

Mis queridos hermanos, la posibilidad de una humanidad plena está vinculada a esta esperanza. Si esta esperanza se perdiera del todo en el mundo –y hemos dejado perder mucha, os lo aseguro–, nuestra vida humana no merecería el nombre de humana. A lo mejor tendríamos muchos más aparatos, o muchos más medios tecnológicos para producir un aparente bienestar, pero nuestra vida no sería digna del nombre de humana. Sólo el amor, sólo la certeza de un sentido –no sólo de las cosas de la vida, sino de toda la vida–, sólo la certeza de una misericordia capaz de perdonarlo todo es capaz de hacer racional la alegría, de hacer racional la esperanza, y de llenar la vida humana de plenitud, de buen gusto por la vida. Yo he dicho muchas veces, y me sorprendo a mí mismo viéndolo cada vez con más claridad, que uno de los frutos –quizá el más elemental– de haber conocido a Cristo es recuperar el gusto por la vida, y por la belleza de la vida, y por la grandeza de nuestra propia humanidad, tan miserable, y al mismo tiempo tan capaz de infinito que es capaz de acoger a Dios en su propio seno.

Te damos gracias, Señor, por nuestra fe. Una fe que a lo largo de estos veinte siglos ha suscitado millones de testimonios de personas que han encontrado la razón de ser de su humanidad en esa fe, que han arriesgado su vida por esa fe, que han entregado y derramado su sangre antes que perder esa fe, porque si perdían la fe, perdían la vida; y conservando esa fe, aunque perdieran la vida, no perdían nada, porque tampoco perdían la vida.

Nuestra Señora del Martirio, en un mundo que necesita recuperar su humanidad, y por eso necesita a Jesucristo, en un mundo en el que necesitamos reconocer el valor de nuestra vida humana, y por eso necesitamos a tu Hijo, Te pedimos que nos sostengas en la fe, y que nos abras de nuevo al horizonte de esa esperanza que llena de buen gusto, de bien y de alegría nuestras vidas. Un bien y una alegría y una esperanza que son quizá los bienes más escasos en las sociedades avanzadas, y que son los bienes de los que más necesidad tenemos, y que sólo se encuentran en un sitio: no hay tiendas que los vendan, ni facultad especializada en su organización y distribución, no hay empresa capaz de fabricarlos. Sólo al lado de tu Hijo, sólo junto a Cristo, sólo con tu intercesión y con la gracia del Señor aprendemos a vivir así. Pero, sólo viviendo así, la vida merece la pena ser vivida. Sostennos, por eso, Madre Santa, en nuestra fe, multiplícala en nosotros, enséñanos a transmitirla con más sencillez y con más verdad a las generaciones que vienen detrás. Permítenos darte gracias por ella todos los días de nuestra vida.

Y una petición inevitable, en una zona tan marcada por la inmigración, por las personas que, amando esta tierra con toda su alma, han tenido que ir a trabajar lejos: cuida de todas sus familias, que Te llevan en el corazón, que Te recuerdan, que han venido tal vez de muy lejos a esta celebración. Cuida de cada una de esas familias. Haz posible que encuentren donde viven un trocito de Iglesia que les acerque a la esperanza y a la alegría de tu Hijo. Derrama tu bendición sobre todos nosotros y sobre todos los seres que nosotros queremos y que nos quieren. Que así sea.

Antes de la Bendición Final

Antes de terminar con la bendición, y antes de la procesión acompañando a la imagen de Nuestra Señora del Martirio, ya coronada, junto con la de su Divino Hijo, quisiera de nuevo dar las gracias a todos los que, de una manera u otra, han hecho posible esta celebración. Y, en primer lugar, quienes la han hecho posible son quienes nos pasaron la fe a nosotros: nuestros padres, nuestros sacerdotes, nuestros catequistas, de quienes recibimos este tesoro, el más grande que tenemos en la vida, que es nuestra fe en Jesucristo y la certeza de tener una Madre en el Cielo, a la Virgen. Y, luego, quisiera dar de nuevo las gracias a todos los que habéis hecho posible, con vuestro trabajo, con vuestro tiempo, con vuestra aportación económica, especialmente a aquellos cuya aportación económica haya sido más sacrificada, aunque haya sido más pequeña. Todos recordáis el elogio que el Señor hizo de aquella viuda que sólo dio en el Templo unas moneditas, y cuando dijo: “Ha echado más que nadie, porque ha echado todo lo que tenía para vivir”. Que el Señor, que sabe lo que hay en el corazón de cada uno, recompense a todos. Gracias al coro, que se ha esmerado tantísimo; a los voluntarios que han estado colaborando en la celebración; a quienes habéis puesto las flores, a quienes habéis preparado la imagen de la Virgen. A todos los que de un modo u otro hayáis colaborado. Que el Señor, que prometió que ni siquiera un vaso de agua quedaría sin recompensa, os recompense a todos con la medida de su amor, al ciento por uno, que ése es el mejor interés: no hay banco que dé eso, ¿eh?

Yo quisiera hacer una propuesta y dar una noticia. La propuesta es imprevista, no la sabe ni el cura, y es que ¿qué os parece si después de que haya pasado ya el final del año jubilar –porque todavía, si Dios quiere, nos veremos el 14 de octubre para concluir el año jubilar, y volveré a Ugíjar: todas las excusas que Dios me da para vivir, yo las empleo–, quizá para el otoño que viene, o después del verano que viene, pensamos en una peregrinación juntos a Roma, y no sólo los fieles de Ugíjar, sino de la Alpujarra, para agradecer al Santo Padre, y para estar unos días juntos viendo Roma y la historia de los primeros cristianos? Pensadlo, y si estáis dispuestos, lo montamos y nos vamos a contarle al Santo Padre quién es la Virgen del Martirio, quiénes son los alpujarreños y por qué estamos orgullosos de ser hijos de Dios y miembros de la Iglesia.

La noticia que quería daros es que, en la última reunión de los obispos de la Provincia Eclesiástica de Granada, el Obispo de Almería, D. Adolfo, el Obispo de Guadix, D. Juan, y un servidor, decidimos unirnos para dar juntos los primeros pasos en orden a abrir el proceso de beatificación de los mártires de la Alpujarra, las tres diócesis juntas. Se intentó inmediatamente después de los martirios, luego cien años después, y nunca se concluyeron los trabajos iniciales. Y nosotros, con la ayuda del Señor, estamos dispuestos a comenzarlos de nuevo. Los indicios que a mí me han dado, incluso en la Congregación para las Causas de los Santos, es que hay motivos más que de sobra para la beatificación. Así que, si Dios quiere, empezaremos a dar los pasos y a mover. Y como hay mártires en casi todos los pueblos de la Alpujarra, será una celebración que nos reunirá a todos para dar gracias por el valor de nuestros padres, que es muy grande, y que es un tesoro que nosotros tenemos que pedir al Señor saber conservar y transmitir también a nuestros hijos. Y ¡Viva la Virgen del Martirio! Os doy la bendición.

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