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XXV Aniversario de la Visita del Papa Juan Pablo II a Granada

Basílica de Nuestra Señora de las Angustias

Fecha: 06/11/2007. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 86-91. p. 260



Muy queridos hermanos Obispos,
queridosVicarios,
hermanos Sacerdotes,
muy queridos hermanos y amigos,

Ayer hacía veinticinco años  que Su Santidad Juan Pablo II pasó unas horas entre nosotros. E hizo veinticinco años de esa preciosa y difundidísima foto de él orando ante la querida imagen de Nuestra Señora de las Angustias.

Yo, como comentaba ayer en el salón de actos de la Curia, no tuve la gracia de poder participar de aquel viaje. En aquellos años estaba destinado fuera de España, y apenas lo seguía de lejos mediante un transistor, muerto de envidia de los que podían estar cerca. Pero a vosotros, muchos de vosotros, que vivisteis aquel momento de gracia, y a todos los que en muchas ocasiones hemos tenido la posibilidad de experimentar de cerca la gracia de escuchar o de ver a Juan Pablo II (porque las dos cosas eran una gracia), qué fácil nos resulta dar gracias por su persona, por su ministerio, por su enseñanza infatigable, riquísima. Todo un patrimonio con el que afrontar, llenos de esperanza, el comienzo de este tercer milenio cristiano; de acometer, con ese depósito y esa riqueza, la misión de la nueva evangelización, como si el Cristianismo estuviese comenzando hoy mismo, como si hubiese comenzado aquella tarde que él estuvo aquí, como si hoy fuera la mañana de Pascua. Cada vez que recibimos a Cristo, que Él se hace presente en medio de nosotros por medio de la Eucaristía, es la mañana de Pascua.

A todos nos resulta muy fácil dar gracias por Juan Pablo II. Pocas personas (quizá nadie en la historia de la Iglesia) ha recorrido tantos caminos y tantos senderos llamando a los hombres al banquete: millones y millones de hombres. Ayer decían que en Almanjáyar se había reunido medio millón de personas aquella tarde. Pero recuerdo la inolvidable Jornada Mundial de la Juventud en Manila: cuatro millones de jóvenes sólo en aquella ocasión. Y tantas y tantas veces.

Pocas personas (quizá nadie que yo haya conocido en mi vida), en medio de un mundo que tiende a aislar a los hombres (porque el hombre solo es un hombre que necesariamente se hace dependiente y sumiso al poder), han generado tanto ese tipo de comunión que nos hace conscientes de que pertenecemos a una sola familia, a un solo cuerpo, al Cuerpo de Cristo presente en medio de este mundo, y gozosos de pertenecer a esa familia y a ese Cuerpo. Y, al mismo tiempo, deseosos de comunicar esa alegría a los demás. En ese sentido, yo no he conocido a nadie tan apasionantemente enamorado de la libertad de las personas, de la dignidad de las personas, como Juan Pablo II. Él construía ese cuerpo, del que nos hablaba también la Carta a los Romanos, y era un cuerpo de hombres y mujeres libres. No se me olvidará una anécdota pequeñísima (y me permitís contar un par de ellas en esta homilía). Con motivo de su primer viaje a Australia, se le acercaron un par de niñas vestidas con un traje típico a entregarle unas flores. Y, después de besarlas, una de ellas le dijo: “Nos han dicho que es muy bonito el Vaticano, la casa donde vives”, y el Papa, sin vacilar un segundo, les dijo: “No he tenido tiempo de verla, pero dicen que es muy bonita; pero, por muy bonito que sea el Vaticano, os prometo que mucho más bonitas sois vosotras”. Eso expresa el corazón de aquel hombre, del que la primera frase que yo le oí fue decir, también a un grupo de jóvenes, en América, fue: “Yo os quiero; en nombre de Cristo, yo os quiero”. La otra anécdota que no puedo dejar de contar fue durante una comida, en una visita ad limina. Un cardenal le preguntó, nada más sentarnos a la mesa, cuál era su horario normal. Y el Papa, sin dudarlo lo más mínimo, dijo con mucha sencillez: “Me levanto un poco antes de las seis de la mañana, a las seis ya estoy en la capilla, a las seis y media celebro la Eucaristía –nos fue comentando su horario-, después desayuno con algunas personas, bendigo a las personas que me han acompañado a la Misa de por la mañana, después trato de sacar un par de horas de estudio, después de empiezo a recibir audiencias…”, y cuando iba por las cuatro o las cinco de la tarde, el mismo cardenal que había preguntado le dijo: “Pero, Santo Padre, también tendrá Vd. un poquito de tiempo libre”. Y a mí no se me olvidará jamás. Creo que es la catequesis más bella que he recibido en mi vida. El Papa estaba jugando con el cuchillo de postre, dejó el cuchillo y dijo: “Pero, Sr. Cardenal, ¡si todo eso es libre!”. Todo el tiempo del Papa era libre, y libremente dado para anunciar a Jesucristo, para construir esa humanidad marcada por la civilización de la verdad y del amor. Esa humanidad de hombres libres que se saben hijos de Dios, que se saben hijos de una gran y preciosa familia, donde la santidad florece como las flores en primavera en Sierra Nevada, constantemente y de mil modos diversos, con toda la creatividad y la imaginación infinita de Dios.

Por eso es tan sencillo dar gracias por la vida de este Papa que ha sido una gracia especial en nuestras vidas. Ayer, cuando D. Manuel Reyes contaba un poco lo que había sido la experiencia del encuentro de Almanjáyar, expresaba, justamente, esa especie de alegría, de pertenecer a la Iglesia y de ser hijos de Dios y miembros de una sola familia, que se notaba cuando la gente volvía del encuentro con el Papa. También es algo que muchos hemos podido experimentar muchas veces.

Recuerdo también un día, en el encuentro de la Plaza de Colón en Madrid, del año 93, en el que hacía un calor espantoso y había gente que estaba esperando desde las siete de la mañana, y comentaban en una radio (que no se caracteriza precisamente por ser muy cristiana): “Pero, ¿qué pasa? Esta gente está ahí, y están tan contentos, y cantan, y son gente que no se conocen entre sí, y es como si se conocieran de toda la vida”. Y alguien comentó: “Eso sólo pasa en estas cosas del Papa”. Y yo pensaba: ¿No es lo mismo que experimentamos en la Procesión del Corpus, o en la de la Virgen de las Angustias? Eso pasa donde Cristo está presente. Siempre que Cristo está presente, florece en nosotros lo mejor de nosotros mismos. Y nos dan ganas de vivir –y esto era algo que el Santo Padre quería suscitar en nuestros corazones-, nos dan ganas de vivir de verdad. Y nos damos cuenta de que vivir de verdad es vivir según el designio de Dios. Es vivir dando la vida.

Juan Pablo II dio la vida, y la dio hasta el final. Cuántas veces, en los últimos años de su vida, trataba de acortar los lazos que le unían con el pueblo sencillo. Decían: “Las ceremonias del Papa son muy largas, y el Papa está ya muy enfermo. ¿Por qué no se suprimen esos saludos del final?” Y él decía: “Suprimid cualquier otra cosa que podáis suprimir, pero aunque sólo sea dar la mano a una persona, aunque sólo sea poder acariciar a un anciano, o a un enfermo...”. Aquella prostituta con sida que, con motivo de los actos del Jubileo, se acercó, y el Papa la acariciaba con una ternura, como cada uno de nosotros desearíamos ser acariciados por Dios. Ése ha sido su testimonio permanente, también en su enseñanza.

Perdonad que insista en dos claves que me parecen muy centrales de su magisterio, y sobre las que tendríamos que volver, y sobre las que vuelve Benedicto XVI constantemente de muchas maneras diferentes. Una, lo expresaba él en su primera encíclica, que él mismo llamaba como su programa pastoral: “Cristo es el centro del cosmos y de la Historia”, y “Cristo es la plenitud de nuestras aspiraciones humanas, el único que puede realmente satisfacer nuestro corazón”. Eso es decir, en lenguaje moderno, lo que los antiguos cristianos decían cuando decían “Jesús es el Señor”. Él es el que nos puede llenar: llenar nuestras aspiraciones humanas de ser felices, porque es el Amor infinito hecho carne. Él es el único que puede corresponder a esas exigencias profundas, a ese anhelo profundo de verdad, de amor, de libertad, de vida, que hay en nuestros corazones. Sólo desde Cristo se ilumina, y en cierto modo se hace inteligible, el misterio que somos cada uno de nosotros, y el misterio que es la vida. Sólo desde Cristo. Y sólo desde Cristo sin censurar ningún aspecto: ni la razón humana. Es curioso que uno de los últimos textos del Santo Padre fue en defensa de la razón. Cristo hace posible vivir la vida humana entera sin censurar nuestro afecto, sin censurar nada. Ciertamente, ni nuestra razón ni nuestra libertad. Cristo no viene a arrancarnos nada ni a quitarnos nada, sino a permitirnos ser plenamente lo que estamos llamados a ser: hijos de Dios que viven en la libertad gloriosa de los hijos de Dios.

Esa centralidad de Cristo como plenitud, capaz de colmar nuestros anhelos, era casi una obsesión en él. Era un mensaje permanente, constante, repetido mil veces. En una de sus primeras intervenciones, cuando visitó Varsovia, su tierra natal, dijo: “Cristo es de tal manera esencial a la vida de los hombres que pretender (no había caído todavía el Muro de Berlín) arrancar a Cristo de la conciencia de los hombres y de los pueblos es un crimen de lesa humanidad”, porque es arrancarnos de la sustancia que llena de sentido nuestras vidas. Pero nuestras vidas humanas. No estoy hablando de la vida espiritual. Hablo de esa necesidad que tenemos de que la vida merezca la pena las fatigas que lleva consigo y que tenemos todos.

En esa misma encíclica programática, decía Juan Pablo II: “El hombre no puede vivir sin amor. Sin amor, la vida se vuelve opaca, oscura, incomprensible”. Al final, nos terminamos odiando a nosotros mismos, soportando la vida como quien soporta una carga. Por eso tenemos necesidad de Cristo. Porque estamos hechos para el Amor infinito. Que podríamos pensar que no existe. Nuestra experiencia humana nos ratifica todos los días que en este mundo no existe. Y lo hemos encontrado en Jesucristo. Vive en la Iglesia. Se nos da en cada Eucaristía. Tenemos la experiencia de Él en la comunión de esta familia que el Señor no cesa jamás de construir en medio del mundo.

El otro aspecto del magisterio, de la enseñanza que el Papa expresaba tanto o más con sus gestos que con sus palabras (porque sus gestos expresaban esto siempre tanto como sus escritos) que yo quisiera subrayar (y que seguro que tuvisteis la ocasión de vivir aquí en Granada) es: “El camino de la Iglesia es el hombre”, decía él. ¿Por qué? Pues porque ha sido el camino de la Encarnación. ¿Qué ha hecho Dios con nosotros? Acercarse, implicarse en nuestro barro, en nuestra historia, en la trama misma de nuestra historia. Implicarse de tal modo que se ha hecho, decía él, “compañero de camino de cada hombre y de cada mujer en el camino de su vida”. Compañero de cada uno de nosotros en el camino de la vida, de tal manera que ningún cristiano está solo. Nadie que ha conocido a Jesucristo, sean cuales sean sus circunstancias. Y, fijaos, que hay circunstancias que pueden ser duras en la vida, durísimas. Pensad en una mujer  que se queda viuda y que no tiene hijos, o pensad en tantísimas situaciones de la vida. Para un cristiano, para quien ha conocido de verdad a Jesucristo, para quien vive gozosamente la experiencia de comunión de la Iglesia, el hecho y la gracia de ser parte de esta familia, la soledad no existe, ni siquiera en la muerte. Allí donde las caricias de mis seres queridos ya no podrán acompañarme, me acompaña la mano del Señor. “Los que mueren en Cristo”, decía San Pablo. Bien traducido, sería “los que mueren de la mano de Cristo”, porque Cristo no deja de la mano a los suyos, ni siquiera en el momento de la muerte.

Y ese hecho de la Encarnación es como el paradigma de la misión de la Iglesia, así de simple. ¿Cuál es la misión de la Iglesia, cuál es nuestra misión? Pues, como Cristo se ha hecho compañero de camino nuestro, hacernos nosotros compañeros (lo somos: tenemos compañeros en el trabajo, tenemos vecinos en el bloque, familiares, parientes, personas que conocemos a lo largo de la vida), hacerse compañeros del hombre. El camino de la Iglesia es el hombre, la búsqueda del corazón del hombre, de ese hombre necesitado de amor que, porque está necesitado de amor, necesita de Jesucristo. Y, ¿cómo? Esas personas no van a ver a Cristo, como nosotros tampoco hemos visto a Cristo como le vieron Pedro, Juan, Andrés, la Magdalena, Zaqueo, o la mujer samaritana. No. Nosotros hemos visto a Cristo en los testigos. Lo vimos en Juan Pablo II. Lo hemos visto tal vez en nuestra madre. Lo hemos visto en compañeros, en amigos, en personas que nos han dado testimonio de que Cristo vive, y de que el amor de Cristo no tiene fin, ni tiene límite. Y que la misericordia de Cristo es capaz de abrazarnos hasta en el fondo más hondo de nuestras miserias y de nuestras pobrezas, porque Él no las teme, porque su amor es más grande que todas nuestras miserias y todas nuestras pobrezas.

Y eso se veía en su modo de hacer, en su modo de buscar al hombre. Una de sus últimas palabras, con respecto a aquellos jóvenes que estaban cantando junto a su lecho de muerte: “Yo os he buscado siempre y hoy vosotros estáis aquí”. Nos ha enseñado un método. Y a nosotros, los sacerdotes, todo un método de pastoral, todo un camino, todo un proyecto, todo un programa de vida en estas circunstancias del mundo en las que el Señor nos dado para vivir: buscar el corazón del hombre. Porque el corazón del hombre está hecho para Cristo.

Él habló aquí en Granada de que todos estábamos llamados a ser testigos y apóstoles. Testigos y apóstoles de esta verdad nuclear, de la que el mundo tiene necesidad, aunque el mundo de hoy sea un mundo más duro, más áspero, más crispado (se dice ahora con mucha frecuencia), más violento, ciertamente más violento, más solitario, de seres humanos más solitarios unos de otros, de familias más rotas, de una desesperanza más profunda en el fondo del corazón de las personas. En ese mundo, mis queridos hermanos, si hemos conocido a Jesucristo, no tenemos más que una cosa que hacer, y es testimoniar el regalo que Jesucristo es en nuestras vidas, invitar a otros a participar de ese regalo y de esa alegría, llamar a otros a que puedan participar de nuestra fiesta, querer a otros de tal manera que (de la misma manera que nosotros hemos reconocido el amor de Cristo porque hemos sido queridos o porque hemos sido perdonados) puedan reconocer a Cristo como su Salvador, como su plenitud, como su vida.

El Papa habló también aquí de la educación. En aquellos momentos, la educación cristiana, se podía decir, es una responsabilidad de todos, sobre todo de los educadores cristianos. En estos momentos, casi casi. Aprendíamos los obispos hace un rato que una comisión europea había decidido prohibir que se enseñe en las escuelas la Creación. En estos momentos de mundo y de la Historia en que vivimos, para profesar la fe cristiana, para el hecho mismo de profesarla, hace falta, cada vez más, tener una gran libertad. La libertad que da la experiencia de haber encontrado a Jesucristo. La libertad para resistirse a los poderes del mundo que tratan de arrancar a Cristo de la conciencia, y que tratan de arrancar la libertad de la Iglesia de algún modo. Y que tratan de definir  de tal modo la realidad que, bajo una capa de tolerancia aparente, una libertad verdadera se hace imposible.

Aquella llamada del Papa hace veinticinco años a ser testigos y apóstoles de la fe, hoy tiene unos ecos y unas resonancias distintas. Dejadme insistir una vez más en un detalle. Nadie puede impedir la objeción de conciencia a un adoctrinamiento por parte del Estado acerca de lo que es nuestro cuerpo, de lo que es el amor humano, de lo que es la relación entre hombre y mujer o el matrimonio, de cuál es el bien o el mal y el sentido de la vida. La Educación para la Ciudadanía es una intromisión que ni ética ni jurídicamente tiene justificación alguna. Y es inmoral prohibirla. Aunque quienes la prohíban sean directores de colegios religiosos, o llamados religiosos. La libertad de vivir y de proclamar nuestra fe es el gesto más expresivo del testimonio de Jesucristo, de que Jesucristo es el don más precioso que tenemos en nuestra vida. Decía el salmista, y me lo habéis oído citar miles de veces, “Tu gracia vale más que la vida”. ¡Claro que vale más que la vida! Porque la vida entera, y todos los bienes que la vida pudiera darnos, sin Cristo, sin su gracia, no valdrían nada: ni el matrimonio vale nada, ni el trabajar vale nada, ni el dinero vale nada, ni la salud vale nada si todo lo devora el olvido. Sólo el amor de Cristo permanece para siempre. Y sólo el amor de Cristo es el fundamento de una vida que merece la pena ser vivida, y ser vivida con gozo, desbordando de alegría, sencillamente. Porque todo, hasta nuestras pobrezas, hasta nuestros males, todo tiene sentido a la luz de la Cruz del Señor.

Mis queridos hermanos, perdonadme, sé que no sé ser breve. Vamos a darle gracias al Señor por ese don del testimonio de libertad y del testimonio de Cristo, transparente, desbordante, que todos hemos recibido en la figura de Juan Pablo II. Y vamos a pedirle al Señor, por intercesión de la Virgen de las Angustias, que nos haga a cada uno de nosotros testigos libres, hermanos unidos, hijos gozosos de Dios, luz en medio de este mundo que se muere saturado de riqueza y saturado de desesperanza. Que nos haga una luz: la luz de quienes han experimentado un amor que llena la vida de sentido y que hace que merezca la pena vivirla. Y, si me dejáis para terminar, el Card. Ratzinger, todavía lo era entonces, en aquella homilía suya en el funeral de Juan Pablo II, terminaba diciendo: “Santo Padre, desde la ventana del Cielo, te pedimos que nos bendigas”. A mí me parece que, dicho de otra manera: “Santo Padre, tú que nos has enseñado a tantos cómo ser cristianos, desde la ventana del Cielo, junto a nuestra Madre, bendice a esta Iglesia de Granada, bendice a las Diócesis hermanas de Málaga, de Almería, de Guadix, de Jaén, de Murcia y Cartagena; bendice a nuestras Iglesias para que podamos ser testigos de esa vida verdadera que Cristo nos ha dado, primero en Belén, y luego en la Cruz, y luego para siempre con nosotros”.

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