Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 17/04/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 116
Eminencias,
Excelentísimos señores,
Queridos hermanos Arzobispos, Obispos,
Queridos hermanos Sacerdotes, Religiosos, Religiosas,
Hermanos Cofrades,
Excelentísimas Autoridades,
Queridos hermanos y amigos,
La Iglesia entera está celebrando aquello que constituye el fundamento de nuestra fe, de nuestra esperanza, de toda nuestra vida. Celebra el acontecimiento que arranca del poder de la muerte y del pecado a la Creación entera que gime en dolores de parto, que aguarda la revelación de su destino último, de su verdad más honda, de su consistencia. Y no sólo la Creación natural, sino, sobre todo, nuestra existencia, nuestra vida.
Por la Resurrección podemos decir: “todo ha sido hecho por Él y para Él” (Col 1,16) y “todo tiene en Él su consistencia” (Col 1,17). Por la Resurrección y el Misterio Pascual de Cristo, la alegría y la esperanza no son una necedad, sino algo profundamente humano, profundamente razonable.
Y hay algo radicalmente distinto en la alegría cristiana, en la alegría de la Pascua, frente a la alegría de los hombres que podemos darnos a nosotros mismos, que podemos fabricarnos, o incluso que nos encontramos como sorpresa en el camino de la vida. Y es que la alegría que nace de la Pascua, la alegría cristiana, no tiene necesidad de olvidarse del mal, de la muerte, del sufrimiento, de la enfermedad o del dolor para existir. En la alegría del mundo nos hacemos la idea que tendría que desaparecer todo eso, o que tenemos que olvidarnos de todo eso para poder estar alegres. Si estamos alegres es por un breve tiempo, hasta que de nuevo el mal o la muerte tropiezan con nuestra vida, con nuestro corazón, y entonces se nos va la alegría. La alegría cristiana, en cambio, no necesita olvidarse de nada, ni siquiera de nuestros pecados, porque no consiste en algo que es más pequeño, en el fondo, que el pecado y que la muerte, sino en algo que es más grande, que está por encima, que abraza toda la pequeñez y la miseria humana. La ha abrazado Jesucristo en la Cruz, y todos abrazados a Él nos introduce en una vida nueva, en una nueva creación. Mientras caminamos por este mundo no es una creación sin dolor, o sin sufrimiento, pero sí una nueva creación transfigurada por la presencia amorosa y misericordiosa de Jesucristo.
Ése es el acontecimiento más grande de la Historia. Y por eso nosotros lo celebramos con un gozo que la Iglesia, que es maestra y nos educa, nos pide que nos ensimismemos en ese acontecimiento de la Resurrección no un día, como otras fiestas, sino una semana entera de acción de gracias, de alabanza, de adoración, de gratitud. Y esa gratitud, experimentada por quien acoge el don de la Pascua, traspasa la vida entera. De hecho, nuestra oración, aquella en la que expresamos y vivimos de nuevo de una manera misteriosa todo el don que Dios nos ha hecho en Cristo, la llamamos Eucaristía, acción de gracias. Y esa oración, que es siempre acción de gracias, la comenzamos diciendo que siempre es justo, siempre es necesario, siempre es nuestro deber dar gracias en todo lugar, en cualquier circunstancia (Cf Prefacio de la Misa). En todo este tiempo de la cincuentena pascual vamos a decir que, si bien es cierto que siempre es necesario darte gracias, más que nunca en este tiempo en que Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado (Cf Prefacio de Pascua de la Misa).
El don de Cristo, su haber sembrado a través de la muerte, de la resurrección y del don del Espíritu Santo, que forman conjuntamente el acontecimiento desbordante de luz de la Pascua; el don de Cristo, y el don de la vida digna que ha sembrado en nuestra carne y en nuestra vida, es un don que ni el paso del tiempo, ni la distancia, ni absolutamente nada de este mundo tiene el poder de extinguir. Por la presencia de Cristo en su Iglesia, por la sucesión apostólica, por la permanencia de los sacramentos, la frescura y la vitalidad de la mañana de Pascua llegan hasta nosotros intactos.
La misericordia de Cristo, el acceso a esa vida divina, nos es comunicada en el Bautismo, en la Eucaristía, en el Perdón de los pecados, y en todos los sacramentos de la Iglesia. La esperanza que no defrauda, que el acoger a Cristo en nuestra vida hace florecer una humanidad diferente, mejor, más humana, más bella, más capaz de vivir, de amar la vida, más capaz de tratarnos unos a otros con afecto, de amarnos con el mismo amor con el que nosotros somos amados por Jesucristo. Nada, absolutamente nada tiene el poder de anular, de vaciar de contenido, de hacer palidecer o de enfriar ese don. Absolutamente nada.
Por eso, en esta Eucaristía, Te damos gracias, Señor, ante todo por el don de tu Resurrección, por el cual nuestra vida –no sólo nuestra vida como cristianos–, no sólo la existencia de la Iglesia, sino la vida humana, la Historia, las cosas, el mundo tienen un sentido, tienen una meta; no son una realidad sin dirección, sin finalidad, en el fondo, sin consistencia, no son una nada. Y el no ser una nada lo da el Misterio de Cristo.
Damos gracias por el Misterio de Cristo, y damos gracias por la Iglesia, a través de la cual ese Misterio nos toca, llega a nosotros. Nosotros estamos a muchos miles de kilómetros de donde sucedió la Pasión y de donde sucedió el acontecimiento de la Resurrección. Y estamos a 2.000 años más o menos de aquel tiempo. Y ese don está intacto: intacto para quien lo acoge, para quien se ensimisma y se vincula a la comunión de la Iglesia, intacto para quien se deja llenar por ese espíritu que Dios nos da a raudales, que es el Espíritu Santo de Dios por el cual Él nos comunica su vida, nos hace hijos, nos incorpora a su Hijo Jesucristo.
Eso es el centro y el núcleo de toda celebración cristiana. Y celebrar hoy la muerte del P. Méndez, de nuestro querido D. José, no nos distancia para nada de ese Misterio, de ese don, de esa gracia, y de esa gratitud. Porque su vida como sacerdote y como Pastor, como Obispo, tiene sentido justamente en esa promesa de Cristo: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28, 20). No se cumple esa promesa en una abstracción etérea que llega a cada conciencia en virtud de sus cualidades, de su buen hacer, sino que esa promesa se cumple en el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia. Y esa Iglesia está sostenida, por voluntad del Señor, en personas frágiles, sin duda, con límites, con defectos. Y en la Iglesia, Le pedimos todos los días que resplandezca de una manera especial la presencia de Cristo en los Apóstoles y sus sucesores, los Obispos.
Durante 20 años, en esta Iglesia de Granada, y antes en Pamplona, y antes en Tarazona, D. José Méndez fue un sucesor de los Apóstoles. Y vuestra presencia aquí –tan numerosa, tanto de Almería, como de Tarazona, y de Granada, después de tantos años ya de inactividad y de ese lento consumirse que él ha vivido en el último tiempo– testimonia sencillamente que, junto a aquella misión de ser sucesor de los Apóstoles que es la que da siempre valor a la vida de un Obispo como un padre –mi padre puede estar lleno de defectos, pero es mi padre; mi madre puede ser una mujer posesiva, pero es mi madre, y le debo la vida–, de la misma manera nuestros Obispos pueden tener todas las limitaciones del mundo, pero son el vínculo objetivo que me une con la Pascua, que me une con el acontecimiento de Cristo. Y, en ese sentido, son nuestros padres. Pero en el caso de D. José es muy sencillo y, repito, vuestra presencia tan numerosísima en este Lunes de Pascua testifica de ello.
Es muy sencillo dar gracias por él, por cómo su ministerio resplandecía en su vida de muchas maneras. Una homilía nunca es el lugar de hacer un encomio ni un panegírico. Además, yo he conocido a D. José mucho menos que la mayoría de vosotros: sólo en la Conferencia Episcopal los años que compartíamos el ministerio episcopal. Y allí, como en todos los demás sitios, él se destacaba, sobre todo, por la exquisitez de su discreción y, por lo tanto, no habíamos tenido mucho trato, y por eso tampoco voy a detenerme. Pero todos los testimonios que yo he recibido, tanto de sacerdotes como de fieles cristianos, de anécdotas de su vida, muchas, muchísimas en estos días, testimonian lo que todos conocíamos: una bondad extrema, absolutamente extraordinaria, una sencillez muy grande, una cercanía a todas las personas, una caridad enorme. ¡Cuántas personas me han dicho: yo le estoy muy agradecido porque me ayudó! Ayudaba en silencio, ayudaba sin meter ruido, y todos podíamos contemplar esa sencillez, esa humildad, ese afecto por todos y por el bien de cada uno. Señalo especialmente su atención a la vida religiosa. En la capilla ardiente no han faltado en ningún momento. Y no sólo las Siervas del Evangelio, que le han cuidado como a un padre durante tantos años, sino todas las congregaciones que habéis recibido su desvelo, su afecto, su enseñanza, su entrega constante por vosotros. Por eso digo: dar gracias por el Misterio Pascual de Cristo, dar gracias por un sucesor de los Apóstoles, dar gracias por un hombre de Dios a quien hemos tenido el privilegio de tener cerca, es todo la misma acción de gracias. No son cosas distintas. No son cosas separadas, desmembradas, sin tener que ver las unas con las otras. Es la misma acción de gracias. Gracias a Dios que por Jesucristo y por el Cuerpo de su Iglesia cuida nuestras vidas y sostiene en nosotros –por encima de todas las circunstancias, por encima del deterioro del tiempo, hasta por encima de la muerte– la esperanza que no defrauda, la alegría de nuestra vocación, el gozo de la comunión de la Iglesia y de la caridad fraterna.