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Coronación de la Virgen del Espino

Chauchina

Fecha: 09/09/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 131



Queridos hermanos sacerdotes,
Vicarios Generales,
Vicarios de esta Vicaría,
querido D. Miguel, párroco de Chauchina,
hermanos Sacerdotes y Religiosos que nos acompañáis,
queridas Hermanas Religiosas, dejadme que mi recuerdo vaya muy en particular para quienes no están aquí, pero están especialmente unidas a esta celebración, que son las Hermanas Capuchinas de la Ermita, de aquí de Chauchina,
queridos hermanos de la recién estrenada Cofradía de la Virgen del Espino,
miembros de la Federación de Cofradías que os habéis unido desde Granada a esta celebración,
muy querido Sr. Alcalde,
autoridades que nos acompañáis,
y muy queridos hijos todos,

La verdad es que la Virgen se ha hecho de rogar, y ha habido algún momento de vacilación en el que algunos pensaban que no iban a poder coronarla, después de todo el esfuerzo de preparación que ha supuesto. ¿Va a ser posible? Pues de momento nos ha hecho posible iniciar la celebración, y confiamos en que podamos terminarla con el mismo gozo y la misma alegría con la que habéis preparado, durante tanto tiempo y tantas personas, este momento.

Dejadme que antes de seguir dé las gracias a todos los que habéis participado en hacer esto posible. Desde las personas que esta mañana limpiaban el polvo a las 3.000 sillas, hasta el Ayuntamiento que ha colaborado eficazmente… Todas las personas que han podido participar con su cariño: si yo quisiera hacer una lista, la haría muy mal. Pero estad todos seguros de que Nuestra Señora recompensa con la misma generosidad con la que recompensa su Hijo, que prometió que un vaso de agua dado en su nombre no quedaría sin recompensa.
¡Qué dulzura y qué delicia convivir los hermanos unidos! ¡Qué dulzura y qué delicia poder experimentar lo que experimentamos tantas veces en las celebraciones de la Iglesia! Que somos una gran familia, que somos un gran Pueblo unido. Unido por una gracia, unido por un amor: no por el amor que nosotros tenemos a Dios, sino por el Amor que Dios nos tiene a nosotros.

Coronar una imagen de la Virgen, coronar esta tarde esta querida imagen de la Virgen del Espino, es una manera de dar gracias. Es dar gracias a Nuestra Señora por el bien que Ella, como Madre nuestra, derrama en nuestra vida; por el bien más grande que nadie nos haya hecho jamás, un don más precioso que la vida, y ahora os diré por qué.

Ese don es Jesucristo, y Ella nos lo ha dado. Y digo que es un don más precioso que la vida porque la vida, cuando falta Cristo, termina no siendo nada, no valiendo nada. En cambio, cuando uno lo acoge, cuando sucede esta gracia que es el encuentro con Jesucristo, nuestra vida se hace grande siempre, siempre. La primera la de Ella. Ella era una mujer de catorce o quince años, de un pueblecito mucho más pequeño que Chauchina, tal vez tendría dos cientos o trescientos habitantes en tiempos de Jesús. Y aquella muchacha dijo “sí” a un anuncio increíble humanamente, pero que era el anuncio bueno de la salvación de Dios. Quizá sin saber casi lo que ese “sí” podía comportar para su vida, pero lo dijo. Se abrió a la gracia de Dios. Y aquella muchacha, que habría desaparecido literalmente de la Historia, no conoceríamos ni su nombre, y que no hubiera ocupado ningún lugar en la memoria de nadie, tuvo muy pronto el valor de decir: “Desde ahora, dichosa me llamarán todas las generaciones”. ¡Dios mío!, eso, dicho en el siglo I, era un acto de fe increíble, era una conciencia de la fuerza infinita de Dios, de la fuerza infinita del Amor de Dios, de su gracia. Porque, ¿quién podría imaginar en aquél momento, mientras lo decía, que pudiéramos estar nosotros hoy reunidos aquí para venerar a aquella muchacha que le dijo que sí a Dios? ¿Quién podría calcular que cien años después, o doscientos, o dos mil, y a tantos miles de kilómetros, tantas personas podrían amar tanto a aquella mujer que luego su Hijo nos entregó como Madre en la Cruz? Nadie. ¿Humanamente hablando? ¡Nadie! El Magnificat, la frase esa, era realmente una locura. Dichosa me dirán todas las generaciones. Yo he visto imágenes de la Virgen, hechas de madera de Centro África, con el rostro de una mujer de una tribu del Congo. Y he visto imágenes de la Virgen vestida como una india del norte. Y vestidas como esquimal. Y he visto imágenes de la Virgen en traje coreano, o en traje japonés.

Y millones y millones de hombres y de mujeres en todo el mundo le damos gracias porque nos ha dado el don más grande. Y, repito, es el don más grande porque es el que permite que la vida pueda ser vivida con gratitud. Cuando falta Cristo, la vida, que tiene siempre fatigas, que cuenta siempre con mil dificultades, que nos acerca paulatinamente a la muerte, termina siendo una carga, pesa sobre nosotros. Cuando falta Cristo, nos duele la vida, nos falta una razón para esperar. Y ese dolor destruye nuestro corazón. Y Tú nos has dado al Autor de la vida. Tú nos has dado ese Amor que nos hace posible amar la vida y dar gracias por el don de la vida, y por las cosas bellas que hay en ella, porque son como un anuncio de la vida eterna prometida, del amor infinito que las cumple en el Cielo. Y Tú permites también que las cosas tristes, y esas fatigas, y esos dolores que la vida lleva consigo no destruyan nuestra esperanza, nuestro corazón, porque el amor con el que Tú nos amas es siempre más grande.

Mi querida Madre, Madre del Señor y Madre de cada uno de nosotros, yo, en nombre de todos, en nombre vuestro, voy a depositar esa corona sobre Ti. Y Tú sabes la gratitud que hay en el corazón de tus hijos, en nuestro corazón. Tú lo sabes porque has sido para nosotros canal de la gracia, y de la misericordia, y del perdón, y del consuelo, y de la esperanza, y de la alegría. Lo has sido y lo eres. Y esa gracia, y ese consuelo, y esa misericordia, y ese perdón y esa alegría suscitan en nuestro corazón nuestro amor por Ti. Y ese amor por Ti es el que con mucha sencillez, pero con mucha verdad, hemos querido unirnos para expresarlo, para decírtelo, para ponerlo en esa corona que yo depositaré, repito, en nombre de todos vosotros, en nombre de cada uno de vosotros, sobre la Virgen del Espino.

Te damos gracias y, al mismo tiempo, Te presentamos lo que somos. Y Te pedimos que esa gracia, y esa misericordia, y ese consuelo y esa alegría no nos falten. Que el don de Jesucristo no nos falte. Te presentamos lo que somos. Algunas personas me decían hoy en la ermita: quiero estar cerca de la Virgen, necesito tocarla porque quiero que sepa mi sufrimiento, quiero que me ayude en mi sufrimiento. Sólo el Señor sabe lo que hay en el corazón de cada uno. ¡Cuánto dolor, cuántas intenciones, cuántas enfermedades! Una mujer me decía a la salida de la ermita: “Hoy mismo me han detectado un cáncer, y Le pido a la Virgen que me ayude”.

Todas esas intenciones, las de cada uno: las de los matrimonios que viven en dificultad; las de los padres que se preocupan porque sus hijos puedan vivir en un mundo libre, humano, bello, y por su educación; las de los enfermos; el sufrimiento de los ancianos solos, abandonados, o que necesitan esa palabra de esperanza, o esa caricia que transmite el amor y la esperanza cuando uno ve que la vida se va de las manos; las ilusiones de los jóvenes, sus ideales… Vuestro corazón está hecho para la felicidad, y el Señor y la Virgen no son enemigos ni adversarios de vuestra felicidad, todo lo contrario. Nadie es más cómplice que Dios de ese deseo de ser felices que hay en nuestro corazón. Nadie lo desea tanto. Y basta con verlo en la vida para que la vida cambie, y las cosas se iluminen, y uno pueda amar la vida y amar a las personas.

Te presentamos, pues, todas estas intenciones. Las ponemos a tus pies para suplicarte que no nos abandones, que sigas derramando tu gracia, que sigas conduciéndonos a tu Hijo, de forma que, sostenidos por el amor de Jesucristo, podamos vivir contentos y darte gracias.

Yo sé que el hecho que dio lugar a la devoción de la Virgen del Espino, el encuentro y la curación de Rosario Granado hace cien años, fue una curación inexplicable humanamente. Y yo sé que nosotros hoy también Le pedimos por los enfermos un signo semejante. Y quiero deciros que eso lo hace el Señor, o la Virgen, en algunos casos, para suscitar que podamos darnos cuenta de su amor. Pero el signo verdaderamente grande, el que podemos pedir todos, y tener la certeza de que Dios nos escucha, es justamente el signo de la esperanza y la alegría de cuando uno acoge a Dios. Y esta esperanza y esta alegría sostienen la vida, y el amor entre las personas, y en las familias, y nuestra comunión.

Mi querida Madre, te traemos todas las intenciones de nuestro corazón. No abandones a ninguno de tus hijos. No dejes que nos alejemos de Ti. No dejes que nos perdamos, y que perdamos la alegría, y que perdamos la esperanza, porque no sabemos para qué estamos en este mundo. Dinos Tú que estamos en este mundo porque Dios nos ama, porque tu Hijo nos ama. Ayúdanos a comprenderlo, y ayúdanos a vivirlo. Y haz así que no nos falte nunca la alegría en el corazón.

Dos pequeños detalles (no quiero alargarme más porque muchos estáis de pie) que acompañan esta celebración, y que acompañan los modos de la Virgen con nosotros. Uno: a la Virgen, como a Dios, le gustan los sencillos. Lo más sorprendente de la historia de Rosario Granados es justamente eso. Dios está cerca de los que se sienten más indignos de la gracia de Dios, de los que a veces se sienten más perdidos, o más pobres, o más necesitados; del que grita desde lejos; de aquél publicano que estaba en el último banco y decía: “Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador”, y no estaba lejos del fariseo que decía: “Señor, cuánto me debes, mira todo lo bueno que yo he hecho por Ti, y cómo he cumplido todas las cosas”. ¿Por qué digo esto? Si alguno de vosotros se siente hoy lejos de Dios, si alguno de vosotros se siente, o nos sentimos, indignos de un amor tan grande; indignos de su gracia, que no hemos merecido, que nuestra vida a lo mejor ha sido un desastre… ¡No penséis que Dios está lejos de vosotros! Si tuviera fuerza para gritarlo más fuerte, lo gritaría más fuerte: ¡Dios está al lado de cada uno! ¡Cristo os ama! ¡La Virgen es nuestra Madre! Y nunca estamos solos. Y no sintáis que ese amor lo tiene uno que merecer, o que ganar, o que conquistar como conquistamos, ganamos o merecemos las cosas de este mundo. Jesucristo nos ama porque estamos creados a imagen y semejanza de Dios, y porque hemos sido creados para ser hijos, y para vivir y gozar eternamente de la vida de amor que Dios nos da. La Virgen está siempre cerca de los más pobres, de los más necesitados, de los enfermos.

Segundo rasgo de los modales de la Virgen con nosotros: la Virgen nos une, Jesucristo nos une. Estamos aquí gozosos y unidos sin conocernos, o conociéndonos apenas. Y esta es una experiencia repetida una vez, y otra, y otra. Y, bajo la sombra de tu manto, protegidos por Ti y por tu intercesión, como las buenas madres de familia, que unen a los hijos, y cuando faltan, nos separamos, nos rompemos, nos dividimos, nos alejamos unos de otros, nos sentimos extraños hasta en la misma casa, bajo el mismo techo: hermanos contra hermanos, hijos contra padres, tantas veces. Parece que estamos hechos para la unidad y no somos capaces de hacerla.

Querida Madre, querida Virgen del Espino, concédenos el don de la unidad, mantennos unidos. Haz que en nuestro corazón anhelemos y trabajemos por esa unidad. Danos la energía del perdón cuando es necesario; de la misericordia, cuando hace falta; que no dejen las cosas heridas en nuestro corazón, que podamos recomponer esa unidad en el amor de Dios una vez, y otra vez, setenta veces, setenta veces siete, mil veces, las que haga falta. Condúcenos al afecto de unos por otros una y otra vez, porque siempre de la unidad brota la gratitud, brota la acción de gracias, brota la alabanza, mientras que de la división brota el resentimiento, la amargura y la tristeza en la vida. La Virgen es siempre fuente de unidad. Construidla, aquí, en esta comunidad parroquial. Construidla cada uno en vuestras familias, donde estáis, a la medida del don de Dios. Que nos haga el Señor constructores de esa unidad que el mundo necesita, que todos necesitamos, y que los hombres solos, sin tu gracia, no sabemos construir. Que así sea, para mí, para cada uno de nosotros, para todos los que Te veneramos.

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