Basílica de Nuestra Señora de las Angustias
Fecha: 15/09/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 137
Queridos hermanos sacerdotes, queridos horquilleros, y todas las personas que habéis colaborado de distintas formas a lo largo de estos días, preparando, no sólo esta ofrenda floral, sino también estos días que vienen de la fiesta grande de Nuestra Señora.
Quiero compartir con vosotros lo que he vivido esta tarde por gracia de Dios. Porque considero una gracia de Dios muy grande, en estos tres años que llevo, poder participar en la ofrenda floral. Puede que algunos piensen que se trata de una operación de relaciones públicas, de saludar a la gente. Pero yo tengo la misma conciencia que cuando yo distribuyo la comunión, y lo hago pensando que el Señor dijo: “Yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Y preguntó: “¿Quién es más importante, el que está a la mesa o el que sirve? Pues yo estoy en medio de vosotros como el que sirve”. Esto es algo que yo recuerdo cada vez que estoy dando la comunión, porque, aunque sólo sea un gesto, ese gesto me recuerda a mí cuál es la función de mi vida y mi misión como Pastor. San Pablo decía hablando de sí mismo: “Servidor de vuestra alegría”.
Una de las muchas mujeres que se han acercado hoy me ha dicho: “Yo estoy muy agradecida porque hace dos años me bendijo, y yo estaba en una necesidad muy grave, y la Virgen escuchó su bendición”. Y yo le he respondido: “Es la Virgen quien te ha hecho la gracia, no yo”. Y ella me ha dicho: “Lo mismo me dijo usted hace dos años”. ¡Qué alegría me da a mí saber que la Virgen escucha! No es una cuestión de relaciones públicas, ni de simpatía, ni nada de eso. Es una cuestión propiamente sacerdotal poder decir a las personas, y ojalá pudiera decírselo a los 650.000 habitantes de la Diócesis de Granada uno por uno: “Que la Virgen que bendiga”, “Dios te quiere”, “que la Virgen escucha tu oración”, “que la Virgen atiende tu necesidad”, “que está a tu lado”, o bendecir a los niños, a los ancianos o a los enfermos uno por uno, y expresarles con mi pobre gesto o con mis pobres palabras algo del amor infinito que Dios nos tiene.
Acabamos de escuchar el evangelio de la Cruz, en el que el Señor nos da su vida de una vez por todas. Y, como es Dios, nos la puede seguir dando renovando su ofrenda en la Eucaristía por cada uno de nosotros, año tras año, día tras día, siglo tras siglo. De la misma manera nos dejó a la Virgen como madre. Y yo sé que necesitamos especialmente su compañía y su protección, porque la vida es difícil, de mil maneras: cuando viene la enfermedad, las dificultades en el seno del matrimonio, de la familia. ¡Cuántas personas me decían hoy: pida por mí, porque tengo una enfermedad, porque me van a operar! Una madre me decía: “Mi niña tiene quince días y la van a operar del corazón, pida por ella”. Cualquiera de los que estáis cerca de la Virgen de las Angustias tenéis experiencia de esto mil veces.
¡Qué privilegio poder servir de mediador entre las necesidades del corazón humano y la Virgen, nuestra Madre! ¡Qué cosa tan grande! Si una de las palabras que definen a un sacerdote es la de pontífice, es decir, hacer de puente entre Dios y los hombres, qué manera más expresiva y hermosa de servir de puente. Y pensaba: es lo mismo que sucede ahora en la Eucaristía, de una manera más honda, porque el Señor ha querido que la Eucaristía sea el gesto donde Él se une a nosotros y donde nosotros no unimos a Él. Pero lo que estaba sucediendo hoy ahí fuera era como una parábola de lo que sucede aquí dentro. Y lo digo también por vosotros, porque en esa tarea yo no estaba solo y, de hecho, soy el que menos flores ha recogido: las flores las recogíais vosotros. Pero era como si todos participáramos de esa condición de recoger los deseos de las personas, porque en cuántas personas, en unas poquitas flores, va su corazón. Pienso en algunos inmigrantes que he visto pasar con cuatro o cinco flores, y decía: “Dios mío, a lo mejor vale más ésta que la cesta de flores que yo he presentado”, porque quizá se trate de una persona que lleva aquí sólo seis meses y apenas tiene para comer o para vivir, y ahí va su amor a la Virgen. Y recogiendo ese amor a la Virgen me parecía que hacía algo precioso, que era un privilegio. Y lo que estoy diciendo es algo que comentabais también muchos de los que colocabais las flores. Y yo me daba cuenta de que el ministerio apostólico, el ministerio sacerdotal, es lo que estamos llamados a ser todos en medio del mundo: ser en los lugares de trabajo, en la familia, mediadores entre ese grito del corazón humano, que uno podía ver en el rostro de las personas como una súplica, y la certeza de que tenemos una Madre que nos acompaña, y una casa en la que somos esperados, que es el Cielo. Y mientras tanto, no estamos solos porque el Señor nos acompaña y la Virgen intercede por nosotros.
Lo de esta tarde, ¿no es una parábola de lo que podríamos estar haciendo siempre, cuando hay tanta desesperanza, tanta desilusión, tanto dolor? Poder coger ese dolor y llevárselo a la Virgen, y poder coger el amor a la Virgen y colocarlo junto a ese dolor, porque es el bálsamo, la mejor medicina, la mejor cura, la que más necesitamos. No nos dolería afrontar la enfermedad más dura si supiéramos que somos queridos, que nuestra vida cuenta, que no estamos solos, que el Señor está con nosotros. Lo que hace dolorosa la enfermedad es pensar que el Señor pudiera no estar, que no merecemos que esté por cómo ha sido nuestra vida. Esto es lo que hace a la enfermedad dolorosa, mucho más que el dolor físico.
Poder ser portadores de ese amor, de esa cura, de esa medicina a cada persona que tengamos cerca, ¿no es hacer lo mismo que hemos hecho esta tarde? ¿Y no es eso igual de bonito? Vivir así, ¿no es precioso? Hacer de la vida de cada uno un don para las personas que están alrededor. Pedir al Señor que ensanche nuestro corazón y que haga de nuestra vida un regalo que pueda servir de canal entre el dolor de las personas, entre la alegría de las personas, y el amor de Dios, y el amor de la Virgen. Para que todas las personas que estén cerca puedan ver que tienen una Madre, y que esa Madre no nos abandona nunca. Nunca estamos solos, porque la tenemos a Ella. Quiera Dios que así sea. Así se lo pido para mí, y así se lo pido para la vida de todos vosotros. Que el Señor nos ayude a vivir de este modo para poder darle gracias, como se las damos esta noche, todos los días de nuestra vida.