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Misa de la Catedral, al día siguiente de la polémica suscitada por las palabras del Papa Benedicto XVI en Ratisbona

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 17/09/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 140



Hoy quisiera deciros tres cosas diferentes. Y voy a tratar de decirlas del modo más breve posible. La primera es mi comunión plena con las palabras que el Santo Padre decía hace unos días en la Universidad de Regensburg (Ratisbona), donde él había sido profesor muchos años y donde estaba tratando con muchísima delicadeza un tema fundamental para la fe cristiana en el mundo actual, y para la fe en Dios en general. Un tema que, por otra parte, él ha tratado muchas veces y que es la no conflictividad entre la fe en Dios y la inteligencia humana, entre la fe en Dios y la razón. Es ese marco en el que, de manera muy articulada, extraordinariamente matizada y fina, ha dicho una verdad que es obvia: la defensa de los intereses de Dios no se hace con la violencia, porque la violencia (la espada, el terror) para difundir la fe en Dios niega lo mismo que afirma. Y eso no puede ser. Por otro lado, es algo que Juan Pablo II dijo muchísimas veces. Por ejemplo, en su primer viaje al Asia Central, en la República de Kazajstán, muy poco después del 11 de septiembre, cuando dijo que una fe en Dios que necesita del terrorismo o de la muerte no es una fe verdadera[1].

En nombre de Dios, que es Clemente y Misericordioso, que es Amor, no se puede sembrar el odio o la división. Es algo tan obvio, tan evidente, que sorprende que ofenda. Y el hecho de que ofenda pone de manifiesto las circunstancias del mundo en las que vivimos. Imaginaos lo que sucedería si el Papa hubiera dicho justo lo contrario: que la fe se puede defender con las armas o con la espada. El escándalo, a mi juicio, sí que hubiera estado justificado. Pero, ¿justo por decir que la fe no es compatible con la violencia? Es verdad que eso choca con uno de esos mitos (o esos dogmas) que el Estado secular moderno (o la sociedad secular moderna) ha mantenido desde el principio, y es que la religión es siempre un factor de violencia. Eso es mentira. La religión sólo es un factor de violencia cuando deja de ser religión y sirve a otros intereses: políticos, económicos, culturales, artísticos o de otro tipo. La religión no sólo no es un factor de violencia: la religión es un factor de humanidad. Y una humanidad sin Dios es una humanidad que se pierde a sí misma, que se rompe a sí misma, que se destroza, que pierde las razones para vivir, para esperar, y para la alegría; que pierde su amor a sí misma. ¿Es esa la humanidad que queremos? No. Pero para eso hay que volver a descubrir (y ése es el fondo de las palabras del Papa que el mundo contemporáneo necesita oír) que Dios no es adversario del hombre, ni es adversario de su libertad cuando esa libertad se entiende bien, en absoluto. Dios es la fuente y la garantía de esa libertad, porque es la fuente y la garantía de la dignidad humana.

Dios no es adversario de la razón humana, en absoluto. Es la fuente y la plenitud de la razón humana. Y cuando la razón se desgaja de esa fuente, también la razón empieza a servir a intereses bastardos que no son ella misma, que no son la gratuidad de la Verdad, el amor a la Belleza o la adhesión al Bien. Entonces, la razón empieza a ser instrumento de construcción de cosas muy poderosas al servicio del poder, político o económico. Y, desgajada de Dios, la razón deja de ser libre. Ese ha sido el mensaje del Papa, y mi comunión con él, en todo, no puede ser más plena. Y lo quiero decir también ante vosotros, para que tengáis paz y certeza de la comunión de la Iglesia, que es el modo más explícito de la presencia del Espíritu Santo entre nosotros: la comunión.

Segundo punto. El Evangelio de hoy puede ser entendido por muchos (y así ha sido de hecho entendido por muchos) del siguiente modo: ser cristiano es amar la cruz, por lo tanto, ser cristiano es para gente que le gusta sufrir. Algunos incluso han dicho que es para gente masoquista, porque, ¿a quién le gusta eso de la cruz? Nietzsche, que es uno de los padres de la sociedad contemporánea, despreciaba expresamente ese aspecto, y decía que los cristianos son gente que, como les gusta eso del sufrimiento y de la cruz y de la muerte… Quizá nosotros mismos, seguro,  hemos dado a entender eso en más de una ocasión. Quizá, por nuestra manera de hablar, hemos dado a entender que ser cristiano es agarrarse a la cruz. Sin embargo, aunque parezca que eso tiene muchos visos de verdad, eso no es así: es una deformación terrible de lo que es el cristianismo. Eso sirvió en la predicación del último Barroco, en el s. XVIII, para convertir el cristianismo en una especie de reflexión pagana sobre la muerte y esas cosas, como si el ser cristiano no fuera el encuentro con la persona de Jesucristo. Porque antes de las palabras de Jesús ahí, que además tienen un significado muy preciso y muy diferente del que les damos habitualmente, hay que preguntarse otra cosa.

¿Qué es lo que realmente dice Jesús? “El que quiera venir conmigo, que cargue con su cruz”. La cruz, en tiempo de Jesús, era un suplicio destinado exclusivamente a los disidentes políticos, a aquellos que en el Imperio Romano sembraban la secesión o la revolución. Por tanto, era un tormento muy específico. No es esa idea de la cruz que tenemos, y que cuando, por ejemplo, nos duelen las muelas, decimos: “¡qué cruz me ha mandado hoy el Señor!”, o si hoy el niño se pone un poco pesado, decimos: “¡ay, Señor, qué cruz, quítamelo!”. Pero, ¿qué es lo que está diciendo Jesús? “El que quiera venir conmigo tiene que estar dispuesto a dar su vida por mí”. Sin duda, Él intuía ya en ese momento (y no era muy difícil de intuir, dadas las cosas que decía) que Él estaba destinado a ese particular suplicio, destinado a ese tipo de delincuentes. Y Él dijo: “Que sepáis que el que quiera venir conmigo tiene que estar dispuesto a dar la vida”. Eso es lo que Jesús dijo.

Pero la primera pregunta es: ¿Por qué hay que irse Contigo? Porque para dar la vida hace falta tener la experiencia de un bien que sea mayor que la vida. Es verdad que los hombres a veces damos la vida por cosas que no la merecen. ¡Cuántos en nuestra sociedad dan la vida literalmente, y viven toda su vida hechos unos esclavos para ganar un poquito más de dinero, para tener más comodidades! Y al final, las mismas comodidades y el mismo dinero, terminan esclavizando a uno más todavía, ¿no? Por lo tanto, es propio de la condición humana dar a veces la vida por cosas que no la valen. ¡Cuántos hombres en el siglo XX han sacrificado, literalmente, su vida por ideologías cuya mentira, cuya falsedad, cuya utopía era evidente! O al menos hoy es evidente.

La pregunta es: ¿Quién eres Tú, Señor, para que uno pueda arriesgar la vida por Ti y que eso no sea una necedad? Tú eres el amor infinito hecho carne. Tú eres Dios en medio de nosotros. Tú eres la misericordia y la gracia que fundamentan la alegría y la esperanza. Tú eres el amor que se hizo carne en las entrañas de la Virgen y que sigue dándose a nosotros, misteriosamente, en la comunión de la Iglesia, en esta nación, en este pueblo que nace en torno a Ti por la fe, y por el Bautismo, y por la Eucaristía. Tú eres la gracia que vale más que la vida. Porque, gracias a tu presencia, casarse, quererse, criar unos hijos, trabajar, perdonar, amar la vida, crecer día a día, enfermar, morir, todo puede ser vivido de una manera digna del hombre, de una manera absolutamente libre. Porque la experiencia de tu amor se convierte en una roca que las llena de sentido todas las demás cosas, que hace soportables las duras, y que llena de belleza, y de color, y también de significado, les quita ese absurdo en que se convierten las cosas más bellas cuando no tienen ningún fundamento y están como suspendidas en el vacío. Tú nos libras de eso, Señor. La experiencia viva, presente, de tu Amor nos libra de eso, y abre el corazón a una esperanza sin límites. Por eso vale más que la vida. Porque la vida sin Ti (y con esto no juzgo a los que no han conocido a Jesucristo, ya lo comprendéis; es como quien no ha tenido experiencia del amor humano, ¡qué desgracia!, pero no es una cuestión de bien moral, de ser más buenos o menos buenos), porque una vez que se ha conocido a Jesucristo, uno sabe que sin Jesucristo no se puede vivir plenamente. De la misma manera que, cuando uno ha encontrado un amor verdadero (aunque sea un instante de experiencia de un amor verdadero), una sabe que la vida sin amor no merece ser vivida. Quien no lo ha encontrado, a lo mejor no lo sabe, y está a disgusto, y no sabe por qué, pero la vida no le satisface y es un desastre. Pero cuando uno lo ha encontrado, y tiene experiencia de un amor verdadero, uno sabe que la vida está hecha para un amor, y todo lo que sea menos que eso es una tristeza. Exactamente igual, cuando uno ha encontrado el amor a Jesucristo, uno ha encontrado de tal manera el sentido de todas las cosas, de la vida y de la muerte, uno ha encontrado la plenitud de la propia humanidad, de la razón, de la libertad, de la capacidad de amar, que la vida sin Cristo no sería vida. Y perder la vida por Cristo no es perderla, sino ganarla en plenitud. Ése es el significado de la frase del Señor.

¿Significa eso que los cristianos estamos enamorados de la muerte? No, es el mundo nihilista el que está enamorado de la muerte. Nosotros amamos la vida. Y si soportamos la cruz, y la aceptamos de una manera que ni siquiera destruye nuestra libertad, es, sencillamente, porque conocemos un amor infinitamente más grande que todo el mal del mundo. Y, entonces, todo el mal de mundo, que ya ha sido abrazado en la cruz de Cristo, puede caer sobre uno y uno puede decir como el Señor: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, o “Señor, no les tengas en cuenta este pecado”. Y uno puede amar por encima del mal, y uno puede amar más allá del mal, porque uno vive sostenido por un amor que ha atravesado el mal, que lo ha vaciado de contenido, que lo ha destrozado, sufriéndolo. No ignorándolo, sino abrazándose a él. Y ése es el amor que nosotros hemos encontrado. Por ese amor damos la vida. No la damos sin sentido, ni pensamos que merezca darla sin sentido.

La carta de Santiago era también preciosa, y era la tercera cosa que quería explicar. El punto en el que habla de la fe sin obras, y de cómo la fe se expresa en las obras. Pero pienso que eso es muy claro y que a lo mejor no hace falta explicarlo, por no alargar más la homilía. Una fe sin obras es una fe muerta, evidente. La fe se cumple en el amor. Y es el amor concreto a todo hombre y a toda mujer, a la persona, a nuestro prójimo, a quien el Señor nos pone al lado, lo que es el criterio y el signo de la presencia de Cristo en nosotros. No haría falta nada más. Evangelizar, extender la fe, es sólo testimoniarla. Ni siquiera testimoniar. Es vivir de ese amor. Ese amor se testimonia a sí mismo. No hace falta ni siquiera anunciarlo. Se abre camino solo, porque, donde hay ese amor, es evidente que Dios está. Como, donde falta ese amor, es evidente que los cristianos ahí tenemos mucho que pedir perdón, por mucho que se quiera justificar defender unas ideas o un tipo de sociedad; donde falta ese amor, falta Dios, es obvio, y la razón no entiende. Y eso es lo que decía el Papa.

Palabras antes de la Bendición:

Antes de daros la Bendición, no quiero dejar de saludar a todas aquellas personas que nos siguen a través de la televisión. Especialmente los enfermos, las personas que están solas. Que sepan que el Señor, que se nos da en la Eucaristía, y que es Amor, está siempre con nosotros. ¡Cuántas veces ha dicho el Santo Padre que el cristiano nunca está solo! Que sepáis que no estáis solos.

Y también pediros a todos oraciones. Estos días está teniendo lugar en Granada un encuentro sobre Filosofía y Fe, sobre Razón y Fe, sobre la relación entre pensamiento humano y Fe. Y para eso se han reunido alrededor de 150 personas, más de la mitad de ellas no católicas: cristianos de otras confesiones y un buen grupo que no son cristianos. Yo creo que es una ocasión extraordinariamente bella, también por el clima de amistad entre todos, y también de deseo de búsqueda de la verdad, lo cual es siempre un don de Dios. Pedid por ello, para que produzca los frutos que Dios quiera. Es un privilegio y una gracia que algo así suceda entre nosotros.

NOTAS

[1] “El odio, el fanatismo y el terrorismo profanan el nombre de Dios y desfiguran la auténtica imagen del hombre.” (Discurso en el encuentro con los representantes del mundo de la cultura, del arte y de  la ciencia, Juan Pablo II, Astana, 24 de septiembre de 2001)

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