Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 05/10/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 148
Queridos hermanos,
Comenzar un nuevo curso es como comenzar un nuevo día. Y eso es motivo de acción de gracias por la luz que nos es ofrecida, por la vida que nos es dada, por el don que el Señor nos hace de estar unos junto a otros, de comunicarnos, de compartir los bienes que el Señor nos da.
Sé que la comparación puede no ser inmediata, pues el trabajo, en el mundo en el que estamos, muchas veces es concebido simplemente como un medio de ganarse la vida. Y también porque el mundo de la educación es un mundo particularmente sacudido, complejo, extraordinariamente difícil.
Algunos me habéis oído ya decir, más de una vez, que en una sociedad que no es capaz de hacer una afirmación sustantiva sobre para qué es la vida humana, cuál es el bien y la plenitud de la vida humana; en una sociedad que no es, por tanto, capaz de hacer afirmaciones sustantivas sobre el bien y el mal, la educación no puede más que quedar reducida a enseñar unas técnicas, o a pequeños aprendizajes de cosas, o a fragmentos de lo que un día fue la transmisión del sentido de la vida en la cultura occidental. Y ése es el panorama en el que estamos.
En un contexto relativista, o nihilista, educar se hace virtualmente imposible, en el sentido de práctica de una sociedad. Y, sin embargo, a pesar de eso, y a pesar de la conciencia de las muchas dificultades que acosan en este momento (por ejemplo, a la libertad de educación, además de la conciencia de que es necesario ejercer un cierto papel de resistencia frente a esas tendencias que tratan de eliminar la libertad de educación como un derecho que pertenece a los padres: derecho de transmitir el sentido y la experiencia de la vida que uno ha recibido, y que considera justo y adecuado para la generación que viene detrás; aparte de la necesaria defensa que hay que hacer de esos derechos, y que pudiera llegar en casos a cosas tan serias como la objeción de conciencia o la desobediencia civil, que en algunos casos pueden ser una obligación moral)… Lo que yo quiero deciros esta tarde es que educar merece la pena.
Educar merece la pena. Y educar es siempre posible. Porque los sistemas no educan: educan las personas. Y nosotros, cristianos, mejor o peor, tenemos el secreto de la posibilidad de educar, en la medida en que la fe cristiana no es para nosotros algo añadido, exterior, sino una experiencia de la vida. Una experiencia de la vida incomparablemente bella. Y cuando la fe es vivida con sencillez y con verdad (también hay modos hipócritas de vivir la fe: nada ha hecho tanto daño a la historia de la Iglesia como la beatería hipócrita, es decir, la mentira, la falsedad, la duplicidad de vida; nada ha contribuido más a justificar la pérdida de la fe o el ateísmo), no hay nada que tenga tal capacidad de humanización, tal capacidad de construir la persona, de construir la comunidad, de construir una verdadera sociedad, unas relaciones entre los hombres bellas, buenas, verdaderas, un modo de vida por el que uno puede dar gracias constantemente. En ese sentido, comenzar un curso, si no es visto desde la perspectiva del mundo laboral (o del contexto en que se entiende hoy el mundo laboral), es como comenzar un día con motivo de acción de gracias.
Es verdad que para un cristiano (y este sería el primer pensamiento) toda relación es educativa. Es decir, siempre que nos encontramos los seres humanos, nos encontramos para el bien de todos. Siempre que hacemos algo, lo hacemos para el bien de las otras personas. Siempre que tenemos una ocasión de estar juntos es para que crezcamos en ese estar juntos. Eso es lo propio de la vida cristiana. Fijaos que, entonces, no hay separación entre ratos en los que se educa y ratos en los que no se educa. Ratos en que la vida se vive con una tensión y una seriedad y ratos en los que no. No. La vida es siempre la misma, porque siempre está sostenida por Cristo. Y para quien está sostenido y vive el precioso don que es Jesucristo, la persona que tienes delante, aparte de los límites que tenemos los seres humanos, es siempre una imagen de Dios, y es siempre una ocasión de que esa persona crezca. Y eso es educar. Educar es ayudar, ser instrumento de que las otras personas puedan crecer.
Evidentemente, eso se refiere fundamentalmente a los niños, a los jóvenes, a los adolescentes. Pero yo creo que siempre estamos llamados a crecer. Siempre nos hace crecer el respeto y el afecto con que los demás nos miran, y siempre hace crecer a otros el afecto y el respeto con que nosotros los podemos tratar: tratar a esa persona con ese respeto y ese afecto que le hace crecer. Y le hace crecer independientemente de lo que estéis hablando: de cine, de modas, de un cumpleaños, de lo que queráis. Y, sin embargo, hay un modo de estar juntos, de tratarse, de mirar la vida, que es propio de la persona agradecida porque tiene a Cristo. Y ese modo de mirar la vida es reconocible como un bien tan precioso que, cuando uno lo puede reconocer en otra persona, lo quiere para sí. Y cuando en la relación humana uno percibe ese bien, esa presencia de Cristo que hace de la vida una acción de gracias permanente, un don permanente, entonces uno crece.
Por eso Le hemos pedido al Señor su Espíritu. Y por eso mi primer pensamiento es esta petición al Señor al iniciar el curso, para que nos conceda que todas nuestras relaciones, todas las personas con las que nos encontremos (y no sólo en la sala de profesores, o en el aula, o en esos momentos formalmente educativos, es más, el caos en el que está la educación como sistema, la ruina que asola ahora mismo en general el sistema educativo, hace mucho más importantes los momentos informales y, por lo tanto, los encuentros que no están enmarcados en unos objetivos, unas tareas, unas metas, unas evaluaciones, sino que brotan sencillamente de la libertad de los hombres), las posibilidades inmensas de los tiempos libres, de los recreos, de los pasillos, del momento en el que se comparte una taza de café, sirvan para recordarnos unos a otros precisamente que nuestra mirada sobre el ser humano es la mirada propia con la que Dios nos mira a cada uno de nosotros, porque eso es lo que educa. Eso es lo que educa realmente, es decir, eso es lo que nos hace crecer como personas. Y esa es la única tarea importante en la vida: comunicar el don que se nos ha hecho. “Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis”. Comunicar el don que se nos ha hecho en Jesucristo para que otras personas puedan crecer, para que todos los que se encuentren con nosotros puedan crecer en el encuentro con ese don, en la participación de ese don, de esa gracia que vale más que la vida.
Quisiera subrayar tres rasgos de ese tipo de relación en las circunstancias en que estamos en el mundo en que vivimos. El rasgo que a mí me parece más importante de todos es que la orientación de la educación tiene que tener en cuenta siempre la belleza. Fácilmente vemos la educación como algo que viene a constreñir la vida, porque nos pone reglas (hasta para resolver un problema de Matemáticas hay que aprender cómo se resuelve, y por lo tanto unas reglas, y no puede uno hacerlo sin ellas). Por lo tanto, la idea de educación viene más vinculada a una especie de violencia que a la espontaneidad. Eso implica que, sobre todo en el terreno del crecimiento moral, que es el más importante en la educación, la vida moral es algo que viene a oprimir, a comprimir, a cercenar nuestra espontánea libertad.
Quisiera subrayar que educar tiene mucho que ver con el anhelo de Verdad, con el anhelo de Bien y, sobre todo, con el anhelo de Belleza. No se educa sin tener en cuenta la Belleza. ¿Por qué? Porque, por ejemplo, no se educa prohibiendo simplemente. Cuando sólo se prohíbe, lo único que se hace es alentar el deseo de aquello que se prohíbe. Cuando sólo se dan reglas, aunque uno trate de justificarlas, la persona estará esperando el momento en que falten las reglas para poder ser uno mismo. Es como si uno fuera uno mismo sólo cuando no están las reglas. En cambio, si lo que uno tiene por delante es una plenitud en el uso de la razón, en la belleza de una vida, en el bien de una vida, uno desea eso. Uno desea más lo que es más bello que lo que es menos bello, lo que es más burdo, lo que tiene menos gusto. En la educación no puede faltar como horizonte último la belleza. Y sobre todo en la educación moral. No se educa moralmente prohibiendo. Se educa moralmente mostrando el bien para el que estamos hechos, para el que la persona tiene hecho su corazón. Y entonces, cuando uno ama ese bien, cuando uno se enamora de ese bien, uno tiene la energía para que, haya educadores como los haya, esté la persona que me tiene que educar o no esté, haya reglas o no las haya, uno tiende hacia el bien, porque ha aprendido a reconocerlo, porque ha aprendido a amarlo, porque se ha enamorado de ese bien que es bello, que atrae por su belleza.
Mostrar la belleza de una vida buena, mostrar la belleza de aquello que llena el corazón, que da sosiego, que nos hace crecer como personas, que nos permite ser más nosotros mismos en la verdad profunda de lo que somos a la luz de Cristo, eso es educar. Y eso es precioso. Y eso (¿me dejáis decirlo?) no lo hace casi nadie. Pero es lo más urgente. Es lo único realmente urgente. Eso es lo único que sería necesario. Porque si hay eso, las personas crecen. Yo no he encontrado (en mi vida, en mi historia, con otras personas, con jóvenes) particulares resistencias a eso. He encontrado muchas resistencias, a veces, a formas deformes, deformadas, contrahechas de lo que es una educación moral. Pero ¿a la belleza del bien?, ¿a la belleza de una vida realmente más plena? ¡qué poquitas resistencias! Lo que sucede es que no se ofrece. Lo que sucede es que no se educa así. Lo que sucede es que esto no es el horizonte en que se desarrollan normalmente nuestras relaciones educativas.
Para mí éste es el aspecto más importante. Uno crece porque tiene delante algo bello que le atrae. Y eso bello es bueno y es verdadero, y por eso uno tiene ganas de crecer, y tiene una razón para crecer, y cuando alguien te ayuda, agradeces que te ayuden a crecer. Agradeces que te ayuden a reconocer, a amar y a poseer la belleza que está hecha para ti. Quienes vivís la educación en estos momentos sois conscientes de lo poco frecuente que es la gratitud en la relación educativa, justo porque, en el planteamiento en el que estamos, hay muy poco espacio para eso y, por lo tanto, hay muy poco espacio para que el corazón del educando pueda decir: ¡qué agradecido estoy por las personas que el Señor me ha puesto para que mi vida crezca, para ser yo más yo mismo, para ser más libre, para vivir más en plenitud, para vivir más la verdad de lo que soy! ¡Qué gratitud a las personas que me han ayudado a reconocer la verdad y a distinguirla de la mentira! ¡Qué gratitud a esas personas que me han acompañado en el camino!
Segundo rasgo: acompañar. Los principios no bastan. Los principios se dicen en un momento. Pero para enseñar a nadar hace falta alguien que se meta un poco contigo en el agua y que esté cerca cuando el niño empieza a dar golpes con sus manitas en el agua, y todavía le da miedo aunque la piscina sea muy pequeña. Hace falta alguien que acompañe. Pensar que uno dice las cosas, o dice un principio, o dice una regla, y que ya está, que las personas ya tienen la obligación moral de vivir según aquello, es de una ingenuidad (de una miseria antropológica, iba a decir) tan grande, que eso no puede funcionar. Eso no funciona.
Es necesario acompañar, y acompañar al paso de la persona, que no es siempre el mismo, y no es desde luego el del maestro, y que no es (y sería el tercer rasgo) la paciencia de Dios. La paciencia que Dios tiene con nosotros es la que hay que pedir para nosotros en esa compañía. Las personas que hoy se acercan a nosotros pueden estar a años luz de distancia de la experiencia cristiana. Por amor de Dios, no juzguéis a nadie. Nunca. Si esas personas están lejos, o es porque no han conocido la fe, o es porque la han conocido mal, o porque han sido escandalizadas, o porque no han tenido la posibilidad de conocerla bien, de verla testimoniada, de verla funcionar en la vida de alguna persona. Y a lo mejor necesitan un camino muy largo para llegar a aproximarse a la fe. No se construye la casa por el tejado.
Acompañar con gratuidad, con esa paciencia que Dios ha tenido desde... Si Dios usase los métodos de eficacia que nosotros usamos por la ansiedad que tenemos a veces, Dios habría podido arreglar el mundo inmediatamente después del pecado original a base de quitar la libertad a los hombres. Y Dios tuvo la paciencia de que los hombres fueran comprendiendo, fueran aprendiendo, fueran descubriendo aspectos y fueran dando pasos,y fueran ellos creciendo por sí mismos. ¿De qué sirve meter a la fuerza una cosa que es muy buena? ¿De qué sirve a un bebé de leche darle jamón? Y el jamón es magnífico, y si es un buen jamón, mejor. Pero a un bebé, ¿qué bien le hace? Al contrario, lo que le hace es daño. Saber aguardar el momento oportuno. Saber acompañar gratuitamente con la misma gratuidad con la que Dios nos acompaña.
Perdonad, no digo más. Vamos a pedirle al Señor su Espíritu. Su Espíritu para que seamos conscientes de que, también cuando estamos comprando en una tienda, o cuando nos encontramos a alguien por la calle, todos los momentos de nuestra vida son ocasión de crecimiento y, por lo tanto, todos son educativos. Y no vale decir: “Mira, es que yo soy profesor de Matemáticas, y como esto no tiene que ver con las Matemáticas, tu caso no me importa”, o “tu vida no me importa”. Uno llega donde llega, pero todo tiene que ver con todo. Segundo, acompañar a las personas en su camino, y acompañarlas con la paciencia, con el amor exquisitamente respetuoso de nuestra libertad con que Dios nos acompaña y nos ha acompañado a cada uno de nosotros. Que así sea para todos, y que tengáis un curso precioso. Que podamos al final de él dar gracias al Señor por la permanencia y la fidelidad de su gracia en medio de nosotros.