Imprimir Documento PDF
 

Vigilia de la Inmaculada (selección de párrafos)

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 07/12/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 165



La fiesta de la Inmaculada –todas las fiestas de la Virgen, pero en nuestro contexto cultural, más la de la Inmaculada– es tan revolucionaria, tan fuerte, tan potente; está tan cargada de significado… Año tras año me habéis oído recordar cómo el dogma se proclama en un contexto en el cual, durante varios siglos, a partir del Renacimiento, los hombres habían ido generando, primero poniendo las semillas y después haciendo que aquello fructificara, toda una mentalidad y una cultura como para vivir como si Dios no existiese, que pretendía afirmar que los hombres nos bastamos a nosotros mismos para darnos la felicidad, que la medida de nuestra vida son sólo y exclusivamente las capacidades del hombre, apartando a Dios de nuestra vida de tal modo que afirmarnos a nosotros parecía que significaba negar a Dios, y afirmar a Dios parecía que significaba negar al hombre, o negar lo humano, o negar la bondad de la Creación y del mundo. Y en medio de esa cultura, casi en el momento más álgido de ella, cuando los pensadores del s. XIX afirmaban al hombre contra Dios, y a Dios casi como enemigo del hombre, la idea misma de Dios como si fuera el obstáculo a la realización plena del hombre, la Iglesia proclama el dogma de la Inmaculada.

El dogma de la Inmaculada, como decía Juan Pablo II, anuncia la “primacía de la Gracia”. Un aspecto esencial de la experiencia cristiana. Porque la experiencia cristiana no es una ley moral más perfecta por la cual los hombres, con nuestro esfuerzo, con lo que el Señor nos ha enseñado, podemos ser mejores y llegar más a Dios. La experiencia cristiana es la de una gracia que resplandece en nuestra historia, de algo que sucede inesperado, imprevisto, tal vez anhelado, intuido por los mejores espíritus del paganismo, enseñado por los profetas al Pueblo de Israel como una semilla de esperanza y, sin embargo, desbordante por todos los lados. Un acontecimiento que sucede y que ilumina la vida de los hombres, que la cambia, que la transfigura, que nos abre a un horizonte completamente nuevo: las maravillas que el Señor ha hecho, las ha hecho por nosotros. A partir de entonces, la vida eterna no es algo a conquistar con nuestro esfuerzo. El Cielo no es algo a conseguir con nuestras manos. El Cielo se nos ha regalado. El Cielo se nos ha dado, como la lluvia, como el encuentro con un amor que cambia de repente y llena de sentido la vida, como una amistad, como un hijo, como todo lo que en la vida es percibido como gracia y como don.

Así nace Cristo. Y así amanece Cristo en la figura de la Virgen María, concebida, preservada del pecado original para que pudiéramos comprender que la Gracia precede siempre, que la salvación no es lo que nosotros podemos hacer por Dios, sino lo que Dios hace por nosotros.

Hablar de la “primacía de la Gracia” es utilizar quizá un término excesivamente técnico, abstracto. Pero hablar de la “primacía de la Gracia” significa que hay una posibilidad concreta de alegría para todo ser humano. Precisamente porque la salvación no es el fruto de nuestro esfuerzo, sino el de un don que ha sido dado a todos los hombres, de un amor sin límites que en la Cruz de Cristo se ofrece al mundo entero. Y es un amor infinito. Y es un amor que no desconoce nuestras miserias ni nuestros límites. Hablar de la “primacía de la Gracia” es decir que hasta la misma mirada que exigimos al mundo, o a las personas, o a nuestra propia historia, o a nosotros mismos, no tiene que estar marcada por las cosas que son constantemente el cáncer de nuestra alegría, lo que la hace tan difícil. Porque nos miramos a nosotros mismos, y, ¿qué vemos? Pues una pobre realidad humana, capaz tal vez de momentos de heroísmo, pero llena de defectos, de límites, de pequeñeces. Tal vez hasta una historia marcada profundamente por las heridas del pecado. Pero miramos al mundo y a los demás y, si estamos lo suficientemente cerca, también vemos los defectos y las limitaciones. Hasta los hombres grandes, según los criterios del mundo. Yo recuerdo muchas veces cuántas figuras de las que han obtenido Oscars en Hollywood han muerto de una manera tristísima, llenas de amargura, de desesperanza, en una desolación tremenda. Y uno dice, “entonces, ¿cuál es el secreto de la vida?” Si no son las cosas que nosotros podemos hacer, porque, además, cuando llega la vejez, son poquitas las que podemos hacer. Entonces, ¿dónde está la posibilidad de una vida vivida con gratitud, con alegría? Y uno mira a la Virgen, y piensa en la Inmaculada concepción, llena de Gracia… Antes de ningún mérito, antes de que Ella pudiera hacer nada, Dios La había amado. Antes de que nosotros hubiéramos sido ni siquiera concebidos en el seno de nuestras madres, el Señor nos llamaba a cada uno con nuestro nombre con un amor infinito. Ésa es la esperanza con la que un ser humano puede construir verdaderamente la vida.

Ahondar un poco en esta realidad que la Iglesia ha tenido el valor, la valentía, el coraje de proponer al mundo justo en el momento en que el mundo parecía más orgulloso de su capacidad técnica, de construir cosas más grandes, más poderosas, aunque nunca de darse a sí mismo la felicidad.

Y uno se ensimisma en ese misterio, y uno descubre tanta sabiduría, tanto bien para la propia vida, porque la medida con la que uno se mira a sí mismo ya no es lo que uno es capaz de hacer, sino la medida del amor con el que soy amado por Cristo. Por tanto, un amor infinito. Pero la medida con la que uno puede mirar a las demás personas ya no es sus defectos o sus cualidades, lo que me han hecho o lo que me han dejado de hacer. Mirando desde la fe, uno puede siempre amar. Es más, cuanto más humanamente incomprensible parece ese amor, cuanto menos merecido parece ese amor, más descubre uno que el amor de Dios por nosotros tampoco corresponde a nuestros méritos, que es gratuito, que es un regalo, que no tiene una razón de ser en lo que nosotros hacemos por Dios, o podemos darle a Dios, o que le hemos dado, sino que nos lo da porque es Dios. Y que participar de ese amor es poder amar a las personas así. Y que tal vez lo único que puede cambiar el corazón de los hombres y cambiar el mundo es tener la experiencia de un amor así. Lo único que tal vez puede generar una humanidad verdadera, donde nos miremos como hermanos, como amigos, como hijos de un mismo padre, como miembros de una sola familia, como parte de un solo cuerpo, es que nos podamos amar como Dios nos ama.

arriba ⇑