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“La libertad, ¿para qué?”

Texto completo del artículo publicado en el Anuario de COPE – Granada, 2005

Fecha: 15/02/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 168



“La libertad, ¿para qué?”. Era una frase de Lenin. Es también el título de una magnífica colección de ensayos de Georges Bernanos, escritos en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial. Bernanos la glosaba diciendo: “El hombre, ¿para qué?” La confusión sobre la libertad es confusión sobre lo humano, hasta tal punto están unidos libertad y sentido de la vida. Y Bernanos decía también que la libertad es el escándalo de la creación. Es cierto.

Cuando se ha apelado tanto – y se sigue apelando, de manera más o menos inconsciente – a la imagen del relojero, del arquitecto o del ingeniero como la imagen única para representarse la relación entre el Creador y la creación, se da por supuesto que en el mundo resultante no hay lugar para la libertad. Un mundo hecho por un ingeniero es un mundo inerte. Puede ser un mundo que “funciona” como una máquina, tal vez sería un mundo sin mal, pero es un mundo sin libertad, cuyo “funcionamiento” es exclusivamente el fruto de la aplicación de fuerzas ciegas, más o menos complejas, pero ciegas. El mito de Pigmalión puede querer hacer hablar a una estatua, y los “replicantes” de Blade Runner pueden llegar a ser tan perfectos que anhelan vivir para siempre, pero detrás de esos mitos se esconde siempre el sueño de Prometeo de sustituir a Dios: en la realidad, los replicantes no son más que muñecos sofisticados. Y, sin embargo, puesto que la libertad existe, y el mal nos abofetea, el abuso de la imagen del arquitecto ha desacreditado a Dios, ha servido de instrumento a la pérdida de la fe, y ha hecho de la libertad una bandería fácil para la increencia.

La libertad es, ciertamente, la energía más poderosa de la creación, y el más misterioso de los dones de Dios. La única aproximación positiva posible a ese misterio que es nuestra libertad, es ponerla en relación con el amor, esto es, con aquello que a la luz del acontecimiento de Cristo se revela como el contenido fundamental y la vocación última de la persona humana. Sencillamente, la libertad existe porque es indispensable para que la vida humana sea verdaderamente humana: pues no hay amor sin libertad; un amor que no fuera ofrenda y donación libre de sí sería un esperpento. No digo si un amor así abunda mucho o poco: lo que digo es que es aquello para lo que estamos hechos, aquello que todos quisiéramos recibir, y que sólo un amor así merece el nombre de amor.

Es verdad que la libertad tiene también una enorme capacidad destructiva. Ahí precisamente está el escándalo. Y ante el poder destructivo de la libertad, muchos hombres han pensado que sería mejor prescindir de ella. Ya un autor romano escribía que la mayoría de los hombres no quieren en realidad ser libres, prefieren tener buenos amos. Y Alexis de Tocqueville, en esa preciosa obra que es La Democracia en América, describía con minuciosidad de entomólogo el vértigo que los hombres experimentan ante la libertad, y los riesgos  que la libertad corre en una democracia, y los que corre la democracia misma, si se prescinde de los vínculos que unen al hombre con Dios. Y es que plenamente libre, gozosamente libre, sólo se puede ser cuando uno se sabe aferrado por un amor que es más grande y más poderoso que todos los riesgos de la libertad. Ese saberse – subrayo lo de “saberse” – aferrado por un amor infinito, en el mundo cristiano, se llama fe. Es lo que vive la Iglesia. Podríamos llamarlo también cristianismo. Podría describirse la Iglesia – en medio de todas sus debilidades y miserias – como un pueblo de hombres libres. Es un pueblo de hombres libres en la medida en que vive del don de Cristo. Deja de serlo tan pronto como apostata, y trata de vivir de otras cosas, en definitiva, de los poderes del mundo.

El escándalo de la libertad, en efecto, se ilumina plenamente sólo desde Cristo. Sólo desde la certeza de que Dios es amor, y un amor más fuerte que el pecado y que la muerte y, por tanto, sólo en el horizonte de la participación en la vida divina, de la vida eterna (estas dos cosas son lo mismo), el riesgo de la libertad no es una carga insoportable, sino un don. Un don ya en la creación, y un don, una gracia aún más grande, en la redención. Pero no un don cualquiera, como puedan serlo las montañas o un amanecer, sino un don que es una especial participación en el ser de Dios, uno de los dones por los que los seres humanos somos personas, somos imagen y semejanza de Dios. Desde Cristo, la libertad es, ante todo, la infraestructura necesaria de la vocación al amor y, por lo tanto, uno de los bienes más preciosos de la vida, sin los que la vida no es vida. La libertad es el receptor insustituible de la gracia que, a su vez, hace crecer la libertad, la lleva a su plenitud, y hace de ella uno de sus frutos más jugosos.

Pero esto sólo se comprende plenamente desde Cristo. Sólo desde Cristo se comprende también que la función más importante y más bella de la libertad no es sólo el ser “libertad de”, la ausencia de coerción, de esclavitud (eso es sólo como el inicio, como el abecedario, como el balbuceo de la libertad). Empezar a conocer y a manejar la morfología y la sintaxis de la libertad, de manera que su poderosa energía no nos destruya, sino que nos haga crecer, llegar a ser plena y gozosamente libres: ésa es la tarea de la vida entera, posible ahora porque en nuestra historia ha irrumpido Dios. Esa libertad plena, ésa que no deja al hombre suspendido en el vacío – solo y a merced del poder –, esa libertad cuyo ejercicio es un gozo sin resaca, ésa es la “libertad para”, es la libertad por la que uno se adhiere libremente a la verdad, a la belleza y al bien, es la libertad por la que uno se da; como Dios, de quien somos imagen, se nos ha dado y se nos da en Cristo. Esta “libertad para” que caracteriza al hombre libre, se da ocasionalmente en algunos hombres, héroes admirables; pero se hace norma común en el pueblo cristiano, en la multitud de los santos. Es lo que el Apóstol Santiago llama “la ley perfecta, la ley de la libertad” (Sant 1, 25). Esa resplandeciente libertad o, por decirlo con San Pablo, esa “gloriosa libertad de los hijos de Dios” (Rm 8, 21) es, en efecto, obra de Cristo. “Para ser libres nos ha liberado Cristo” (Gl 5, 1). 

Pasa con la libertad como con la razón, y con el afecto. La razón es una capacidad humana, inherentemente humana, si no se la reduce a cálculo y se la convierte, como cálculo, en la medida última de todas las cosas (de cierto cálculo, incluso relativamente complejo, son capaces también más o menos algunos animales). Su ser consiste en la apertura al Misterio infinito que se expresa en todas las cosas, sin agotarse jamás, trascendiendo infinitamente todas y cada una de ellas, y en una cierta capacidad de reconocer la verdad desde esa apertura, y de adecuarse lo más posible a lo real, teniendo en cuenta lo más posible todos los factores. Ésa es la razón como capacidad, descrita de la manera más amplia que me es posible. Pero la razón como capacidad no se identifica con la sabiduría.  La sabiduría se da como fruto del recto ejercicio de la razón. Un ejercicio no recto, una concepción de la razón reducida, una hipertrofia de aspectos verdaderos, pero parciales, de la razón, o una identificación de la razón con alguno de esos aspectos, no puede tener sino efectos desastrosos sobre la razón misma y sobre la vida humana. Esto es lo que quería decir Chesterton cuando decía que un loco no es un hombre que ha perdido la razón, sino uno que ha perdido todo menos la razón. Esas perversiones del uso de la razón se llaman ideologías, han seducido y siguen seduciendo a muchísimos hombres, y han sacrificado millones y millones de vidas humanas.  También aquí, hombres con sabiduría se dan en todas las culturas, y los hombres pueden guiarse por ellos. La plenitud de la sabiduría, sin embargo, es fruto del Espíritu de Dios, es también don de Cristo. La adhesión a Cristo en la comunión de la Iglesia le hace al cristiano, de cualquier clase social, adquirir una sabiduría, una inteligencia de la vida y de la realidad únicas, inaccesibles sin Cristo. Cristo es la plenitud de la razón, la Sabiduría misma de Dios hecha carne, y el don de su Espíritu Santo a los creyentes conduce la razón humana, en cuanto capacidad, a su plenitud.

Y lo mismo pasa con el afecto, en tanto que capacidad de “apegarse” a las cosas, a la realidad, y de poner en movimiento las energías humanas. Hay un cierto sentido en que ese apego es común al mundo animal. Un gato acariciado se arrima a quien lo acaricia. Un perro callejero al que se le da de comer puede llegar a ser una fiel compañía. Pero cuando los bienes a los que uno se apega le llevan al hombre a hacer promesas, a perdonar o a dar la vida, estamos hablando de otra cosa. Naturalmente, también hay quien da la vida por cosas que no la merecen: incluso tal vez la mayoría de las personas. Hoy, en nuestras sociedades consumistas, una férrea disciplina invisible nos “obliga” libremente a depender de miles de objetos de consumo que no valen nuestro afecto, y a sacrificarles realidades mucho más preciosas. El afecto se hace tanto más humano cuanto el objeto al que se apega es más digno de tal apego. Y alcanza su plenitud cuando el “objeto” del apego es Dios, y a todas las demás cosas “en” Dios, y en función de su relación con Dios. En su ser más verdadero, el afecto se identifica con la caridad teologal. Un afecto así es lo que prescribe el primer mandamiento. Y también un afecto así requiere el don del Espíritu Santo, que obra ciertamente más allá de la Iglesia, fuera de sus límites visibles, pero que en la comunión de la Iglesia se da gratis a todo el que tiene sed y lo desea. Como con la razón y con la libertad, el afecto se purifica y crece con el recto uso, y se deteriora y muere con el abuso, cuando se orienta a objetos que no son dignos del apego del corazón, o cuando, siendo los objetos dignos de afecto, el apego no va orientado a lo que les hace dignos de afecto, sino a aspectos parciales, que se toman por el todo. Un ejercicio y una educación verdadera del afecto hace crecer al hombre; un ejercicio del afecto idolátrico –que pone a una criatura en lugar de Dios –, termina devorando al hombre. Y lo mismo con la razón. Y lo mismo con la libertad.

Es históricamente verdad que el concepto de libertad como algo no vinculado a un status social o a una clase de hombres, o a aspectos parciales de la vida, sino a la persona humana como tal, es algo que emerge en la historia con el cristianismo. Y que vuelve a sumergirse cuando el cristianismo deja de ser el humus del que se alimenta la vida social. Eso ha pasado ya hace mucho tiempo. Los padres del pensamiento ilustrado, los primeros que definieron al hombre en términos de libertad individual (siempre sólo la “libertad de”, y entendida fundamentalmente como “libertad” con respecto a la Iglesia), entendieron también que era correlativo a esa definición el que el Estado tuviese un poder sin límites ni obstáculos de ninguna clase. Y así nació el totalitarismo moderno, así nacieron las dictaduras. El Estado ocupaba (ocupa) el lugar de Dios, del “dios-ingeniero”, naturalmente . O como ha escrito Terry Eagleton, “como los límites hacen de nosotros lo que somos, la idea de una libertad absoluta está abocada a ser una idea terrorista” (Holy Terror, Oxford 2005, 71). Entre la anarquía y la dictadura del terror hay una sutil complicidad. No hay en realidad fronteras.

Los temores de Tocqueville en la primera mitad del siglo XIX se han cumplido con creces en el siglo XX, en los GULAG y en los campos de exterminio nazis y de otros lugares del mundo. En su Encíclica Centesimus annus, de 1991, poco después de la caída del “telón de acero” y del muro de Berlín,  Juan Pablo II decía también que “una auténtica democracia es posible solamente en un Estado de derecho y sobre la base de una recta concepción de la persona humana”, y que “una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto” (Juan Pablo II, Encíclica Centesimus annus, 46).

Ese riesgo es más que real entre nosotros. Hace mucho que hemos cruzado las fronteras de la razón, y de la verdad y del bien como referencias para la vida. La justicia, la solidaridad y el derecho, la dignidad de la persona, son en la vida social palabras que tienden a ser más y más palabras vacías, útiles sólo en función de intereses de poder. El poder es el único dogma, la única verdad absoluta, y la única ocupación social legítima es el reparto de poder. La idea de libertad se aplica cada vez más a banalidades intrascendentes, mientras que el ejercicio de la libertad (con mayúsculas) agoniza. Y la única esperanza es que, con lo que queda de pueblo cristiano y con otros hombres de buena voluntad en los que la idea de humanidad no esté destruida y olvidada, hasta casi haber perdido la nostalgia de ella, retornando a las fuentes de donde brota la vida verdadera, es decir, a Dios tal como se nos ha revelado en Cristo, de entre las ruinas humanas en que vivimos pueda renacer – con temor y temblor – un pueblo de hombres libres, iguales en su dignidad, trabajando como hermanos por el bien común.

Pido perdón por esta larga digresión sobre la libertad. En nuestro mundo de lenguajes fragmentados, la explicación de los términos y de los conceptos es una fatiga que no nos podemos ahorrar. Pero en realidad lo que quiero hacer es sólo dar gracias. Dar gracias porque en una sociedad adormecida, escasa de hombres libres, existe un espacio como la COPE, donde es posible caminar en otras direcciones, proponer una visión de la vida distinta, discrepar del poder y de la mentira oficial. Y dar gracias porque ese espacio de libertad – con todas las imperfecciones y limitaciones que se quiera – es una obra de la Iglesia.

† Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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