Conferencia en el 34º Congreso Nacional de la Enseñanza Privada. Hotel Nazaríes (Granada)
Fecha: 18/11/2006. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 80-85, p. 185
Dicen que vamos con retraso y, por tanto, entramos directamente en la cuestión sin ningún preámbulo.
El tema que habéis escogido para el Congreso es uno de esos temas oceánicos, y casi suicidas: “Educar en libertad”. Es mencionar dos palabras que son paradigmáticas de la confusión del momento cultural en que vivimos y, por lo tanto, aclararse con responsabilidad acerca de su significado, de sus implicaciones, de lo que realmente suponen para la sociedad, para las administraciones públicas, para los educadores, para los padres y para los mismos educandos, supondría realmente poner claridad en una cultura que está marcada por la perplejidad, por la confusión y por el desconcierto. Por lo tanto, supone ir al fondo de una cuestión verdaderamente vital.
Por ejemplo, la palabra “libertad” es una palabra que decimos todos y, sin embargo, no es una palabra obvia. El concepto de libertad, la experiencia de la libertad del hombre moderno, del hombre contemporáneo, tiene unas raíces, unos presupuestos antropológicos, filosóficos, culturales y hasta teológicos que, si ese concepto se asume sin crítica, es un concepto destinado a destruirse a sí mismo. Porque la libertad moderna es siempre concebida como una libertad que se aparta de todo aquello que constituyen vínculos estables para el ser humano. Por ejemplo, es una libertad que aparta a los hijos de los padres, que aparta a la persona humana de la tradición para reducirla a individuo, que considera que el ser humano está caracterizado precisamente por su posibilidad de elegir. Pero, curiosamente, es una libertad que se engarza en una cultura que difícilmente es capaz de decir cuáles son los bienes que hay que elegir y que merece la pena elegir. Y, por tanto, se convierte cada vez más en una libertad formal y, citando a un filósofo actual alejado de la tradición católica, la libertad moderna no puede concebirse a sí misma sino como libertad sin límites, y la libertad sin límites es intrínsecamente terrorista. Es decir, genera violencia, genera destrucción. Esto es lo único que es capaz de hacer. Porque la libertad está hecha para adherirse a unos bienes sustantivos. Y la ausencia de estos bienes sustantivos hace que la libertad se convierta, cada vez más, en una libertad vacía: la libertad de elegir lo que uno quiere, que, por supuesto, entra inmediatamente en conflicto con los derechos (que es un concepto correlativo de la cultura en que vivimos) y que al final deja al ser humano en manos del Estado, de las administraciones públicas, que deciden qué es aquello que se puede elegir y qué es aquello que no se puede elegir.
Pongo simplemente este ejemplo para decir que, ni el término “educación”, ni el término “libertad” son obvios. Es necesario ahondar, desentrañar, y muchas veces desenmascarar sus connotaciones culturales, porque a veces esas connotaciones culturales, o esos presupuestos que los conceptos tienen, van en contra de nuestras intenciones conscientes, y en contra de nuestros deseos, de aquello por lo que luchamos. Y podemos estar trabajando por algo que, por falta de conocimiento crítico, por falta de conciencia de qué es lo que significa, puede ir en contra de los propios bienes que queremos defender, en contra de la misma libertad. De hecho, yo creo que la libertad moderna (que no es el único concepto de libertad posible, ni muchísimo menos) se destruye a sí misma. Y, de hecho, las sociedades modernas tienden constantemente hacia el totalitarismo. Y esa tendencia al totalitarismo no es posible superarla más que a partir de otras premisas. Si se trabaja con las mismas premisas, uno se sitúa dentro del mismo concepto, y es siempre un perdedor, porque esas premisas no son capaces de generar una verdadera alternativa.
Yo sé que la libertad está terriblemente amenazada, y la libertad de educación, que la considero una de las más importantes, está terriblemente amenazada en la sociedad española. Creo que ha llegado la hora de una resistencia explícita hacia las tendencias totalitarias que determinan gran parte del movimiento inerte de nuestra sociedad. Pienso también que la implantación, por ejemplo, de la “Educación para la Ciudadanía” constituye una verdadera invasión de un derecho fundamental de los padres. Y si ese derecho no pudiera salvaguardarse adecuadamente, estarían justificadas la objeción de conciencia y la desobediencia civil.
Pero creo que las heridas a la libertad vienen de mucho más atrás. Por ejemplo, yo creo que la zonificación convierte mucha de nuestra vida social en la granja de Orwell, o supone ciertamente una limitación terrible de los derechos fundamentales de las personas. Y la zonificación lleva implantada muchos años en nuestra vida política y social sin casi ninguna reacción por parte de la sociedad.
Chesterton publicó en 1921 un artículo, en el “London Times”, que se titula: “¿Por qué la sociología no es una ciencia?” Es un artículo de dos páginas y media, delicioso, donde él se pregunta cuáles son las razones de la Guerra europea, la Gran Guerra, como decían en aquella época, que acababa de terminar. Y decía: “me he leído todos los libros de sociología que se han publicado sobre las causas de la guerra, porque quiero ser un hombre que vive con los ojos abiertos, y que entiende la sociedad en la que vive. Y he aprendido mucho sobre los partidos y las ideologías de los autores de esos libros, pero he aprendido muy poco o nada sobre las causas que la guerra. Porque, si el autor era un conservador, perteneciente al partido laboralista, o era un socialista, o era un liberal, todas las causas de la guerra se deducían perfectamente de las premisas de las que partía el autor; premisas que, por otra parte, yo conocía antes de leer el libro y, por tanto, los libros me han enseñado poco sobre las causas reales de la guerra. Y en ninguno de estos libros de sociología sobre las causas de la guerra se mencionaba una causa que a mí me parece esencial para que uno pueda convencer a cientos de miles de jóvenes a que vayan a matar a otros cientos de miles de jóvenes, a muchos miles de kilómetros de distancia, que no les han hecho nada, a quienes no conocen, y que, sin embargo, les han sido pintados como el mismísimo demonio. Y esa causa se llama la escuela pública”.
Es decir, la escuela pública es un instrumento en manos de los Estados modernos. Yo sé que ese discurso no se hace (habitualmente se hacen otros discursos sobre los privilegios, que son discursos ideológicos también), pero la capacidad de una administración pública de controlar la conciencia, los nombres de las cosas, la experiencia que uno tiene de la propia existencia y de la realidad… está condicionada a que haya unos instrumentos que puedan llegar a todo el mundo, y que sean instrumentos eficaces en manos del poder. El más eficaz de todos es, ciertamente, la escuela pública. En ese sentido, la lucha por la libertad es una lucha verdaderamente esencial para el futuro de una sociedad humana, por la necesidad de defenderse de las tendencias intrínsecamente totalitarias que están en las premisas de la cultura de la modernidad.
Sin embargo, hay que ser consciente de lo que queremos decir cuando decimos “libertad”. Hay que ser conscientes de que no siempre que se dice “libertad”, se dice lo mismo. La libertad de la que habla, con frecuencia, la cultura moderna no tiene nada que ver, por ejemplo, con la libertad de la que habla San Pablo cuando dice que “para ser libres nos liberó Cristo”. La libertad cristiana es una “libertad para”, que ciertamente incluye la ausencia de coerción, pero que es una libertad siempre en función de la posibilidad de adherirse libremente a los bienes sustantivos de la vida humana; mientras que la libertad moderna es una “libertad de”, que se separa siempre de aquellos lazos, pero que no tiene ningún “para”. Una libertad sin ningún “para”, sin ningún objeto; una libertad sin la afirmación de un bien sustantivo de la vida humana, de una meta de la vida humana, termina siendo una libertad insoportable para el hombre mismo, una libertad que genera una violencia profundísima en el corazón. En ese sentido, es una libertad que destruye sin construir nada a cambio, que se destruye fácilmente a sí misma, y que se arroja en brazos del primer oportunista que quiera decirle a un ser humano que no tiene más que esa libertad: decirle a un ser humano quién es, para qué es la vida y qué tiene que hacer con ella, y eso ya se encarga la televisión de decirlo.
No voy a hablar más de la libertad porque mi tema era otro. El tema es si la educación hoy, en este contexto cultural en el que vivimos, es imposible. Si hay alguna posibilidad realmente de educar. Y, quienes de una manera o de otra nos dedicamos a la educación, o quienes tenemos en la vida la misión de educar y no queremos renunciar a ella, si tenemos alguna posibilidad de vivir esa misión con gozo, con el gusto que da siempre vivir una vocación.
La pregunta es retórica, pero está inspirada por la afirmación de alguien que yo considero el filósofo contemporáneo más importante de la segunda mitad del siglo XX. Es un filósofo anglosajón, llamado Alasdair MacIntyre, que tiene una biografía intelectual muy compleja (él nace de Escocia, se vincula pronto al Partido Comunista inglés, y tiene una trayectoria larga en el marxismo; posteriormente, en el año 82, hace una crítica de todo su pensamiento, al mismo tiempo que decide entrar en la Iglesia Católica; actualmente enseña en Estados Unidos). Este hombre, que no ha escrito sobre Filosofía de la Educación sino sobre Filosofía Social, publicó allá por los años 90 un precioso artículo que tiene que ver con la educación (yo creo que casi toda su obra tiene que ver con la educación). Y en ese artículo afirmaba que la educación es, para la sociedad contemporánea, la tarea más imprescindible, la más urgente, pero que es una tarea imposible.
¿Por qué considera él que la educación es una tarea imposible? Y, ¿qué es lo que quiere decir cuando afirma que es una tarea imposible? Considera que es una tarea imposible porque, si partimos de los presupuestos que rigen la cultura contemporánea, dicha cultura ha hecho imposible la vida moral. Y la educación, sin una concepción sólida, racionalmente explicable, humanamente consistente de la vida moral, se convierte en algo imposible, o en algo condenado al fracaso. En ese mismo artículo, MacIntyre subraya que los maestros, los educadores, quienes se toman en serio la tarea de la educación, son como ese pelotón que, en una situación desesperada de un ejército, se envía a una misión imposible, a morir, por ver si queda alguna esperanza para salvar al resto del ejército. La comparación es muy fuerte pero, ciertamente, cuando uno trata cotidianamente con maestros, con profesores, uno se da cuenta de que muchas veces, para poder seguir haciendo su misión, necesitan casi olvidarse de preguntarse: ¿Pero aquello que estoy haciendo tiene realmente algún fruto duradero? Lo que estoy haciendo, ¿no es luchar contra el mar? ¿No es como tratar de ponerle barreras al mar, sabiendo que de antemano vamos a ser arrollados por el mar?
Yo no coincido con MacIntyre. Yo creo que la educación es posible, en la misma medida que seamos capaces de sostenerla sobre otras premisas diferentes de las que rigen el contexto cultural en que vivimos. Y es necesario retomar esas premisas, volver a acudir a ellas; redescubrir en muchos casos su frescura, su capacidad humanizadora, perder los complejos ante ellas, proponerlas con libertad y arriesgarse en esa proposición, de tal manera que puedan nacer testimonios vivos de una cultura alternativa. Y yo creo que, en buena medida, quienes estáis aquí, estáis llamados a ser signos (quizá iniciales, frágiles, parciales y, en la medida de lo posible, lo más verdaderos posibles) de esa cultura alternativa. Porque las premisas sobre las que está construida nuestra sociedad hacen imposible (y en esto coincido con lo que dice MacIntyre) la vida moral. Y sobre una vida moral falsa, o inexistente, o disuelta, o nihilista, o relativista, es imposible educar. La educación está abocada al fracaso. Y conceptos como el de calidad, luego en la práctica significan, simplemente, que hay un poquito más de disciplina. O que vosotros, en lugar de emplear cuarenta de los cincuenta minutos que tenéis en mantener a la clase más o menos en orden (como me decía no hace mucho un profesor de la escuela pública: “yo tengo sólo cinco minutos para enseñar porque, de mi tiempo de clase, menos cinco minutos, todo lo empleo en mantener el orden”), quizá podáis emplear veinte. Es un escaso premio. Una escasa compensación para el sacrificio de vuestras vidas, para el don de vuestras vidas. Y, por lo tanto, la búsqueda de otros presupuestos, de otros fundamentos, se hace, yo creo, imprescindible. Porque sobre los cimientos en los que estamos (corregidos, no corregidos, matizados, más moderados) estaríamos luchando por una escuela que, en el fondo, es igual que la pública, con un poquito más de disciplina, con un poco más de orden, con una cierta solidez mayor en la transmisión de conocimientos, que respondería simplemente a otros intereses diferentes que los de la pública, pero que en el fondo participaría prácticamente de sus mismas premisas y, por tanto, de su mismo destino. Y su destino es la ruina. El destino de una educación basada en las premisas sobre las que se construye nuestra sociedad es la ruina. Y esa ruina no es necesario demostrarla: la tenemos delante de nuestros ojos. Lo que es urgente es tratar de comprender de dónde viene, para evitar sus raíces.
¿Por qué es una ruina el planteamiento educativo dominante? Y no estoy hablando de Andalucía, o de Granada, o de la sociedad española. Quien habla de la imposibilidad de educar, repito, enseña en una universidad americana y está hablando de Occidente. Y no hablamos del Este de Europa, porque allí la ruina fue mucho antes y todavía no se ha levantado. ¿Por qué no es posible la vida moral en nuestra sociedad? Lo enumero casi telegráficamente por el poco tiempo que me queda.
Hay dos aspectos del pensamiento ecléctico que domina nuestra cultura que la hacen posible. La cultura en la que vivimos, y la escuela, han aceptado, básicamente, la distinción de Max Weber entre “hecho” y “valor”. Y para la cultura contemporánea la palabra “valor” es una palabra absolutamente ligada a la subjetividad del sujeto que evalúa. Y como el sujeto no tiene ningún vínculo sustantivo con bienes objetivos a los cuales debe tender para ser él mismo, para realizar su propia existencia, la palabra “valor” es una palabra que pertenece al vocabulario del relativismo, que es la forma soft del nihilismo dominante. Por lo tanto, la palabra “valor” es incapaz de sostener una moralidad. Pensar que salvamos de la carencia de referencias a los jóvenes y a los adultos de nuestro tiempo porque vamos a ofrecer una educación en valores, es como tratar de curar a un cocainómano con metadona. Es decir, la vida moral tiene que sostenerse sobre otros fundamentos que no sean los valores, porque los valores son percibidos como parte del subjetivismo dominante. Esto pone de manifiesto, muchas veces, el drama de nuestros planteamientos escolares. Hemos entrado con los brazos abiertos en la educación en valores sin darnos cuenta de que eso, inmediatamente, nos descalifica, nos destruye. ¿Por qué? Porque la palabra “valor”, para el hombre moderno, para el hombre contemporáneo, es una cosa absolutamente subjetiva. Y uno puede sostener unos valores, y otro decirle: “Ah, pero son los suyos, y yo puedo tener otros”. Y no hay ninguna razón razonable, por así decir, que pueda defender tus valores con respecto a los míos.
El otro aspecto que también subraya MacIntyre de la situación moral de nuestro mundo es el hecho de que el hombre contemporáneo es incapaz de distinguir relaciones manipulativas de relaciones no manipulativas, lo cual constituye un rasgo decisivo de toda moralidad sólida. Dada su concepción (es muy largo para explicarlo aquí) del yo y de la libertad, y dada la concepción que tiene del mundo y de todo lo que no soy yo, las relaciones del yo con todo lo demás tienden a ser instrumentales. La lógica que rige las relaciones humanas en la sociedad actual es instrumental. Mediante la lógica instrumental, no sólo se niegan las dimensiones más ricas del ser humano (una madre no se relaciona con su hijo mediante una lógica instrumental, en absoluto), y su dominio puede llegar hasta tal punto que también los padres y los hijos pueden entender sus relaciones dentro de la lógica instrumental. Y por eso, cuando un viernes por la mañana un hijo se pone tierno, su madre o su padre piensa: “¿Qué me irá a pedir?” Inmediatamente entendemos el hecho en esa clave. Como un padre (y os cuento un hecho vivido), al que su hija le había dicho que tenía vocación y que quería consagrarse a Dios, que, después de unos momentos de silencio, le dijo: “¿Y cómo me vas a devolver todo lo que yo he invertido en ti hasta ahora?” Estamos hablando de lógica instrumental. Y es evidente que las relaciones afectivas y los dramas de miles de matrimonios tienen que ver con la aplicación de esa lógica instrumental, que quizá pueda servir para la vida económica, pero que ciertamente no sirve para la vida familiar, para las relaciones matrimoniales.
Pero el hombre moderno no es capaz de distinguir, no es capaz de creer que puedan existir relaciones que no sean instrumentales. En su lógica fundamental no entran. Y trata de medirlo todo (porque el yo es un absoluto, se concibe a sí mismo como un absoluto) porque, como el Calígula de Camus, el hombre moderno siempre quiere la luna (y hay algo de legítimo en eso, porque el corazón humano está hecho para el infinito), y el no tener la luna le genera violencia. Como un estudiante de música de una escuela extraordinariamente competitiva al que vi romperse los huesos de las manos dándose golpes contra la pared porque había quedado el tercero en un examen de violonchelo. ¿Por qué? Porque no tengo la luna, porque no tengo lo que yo quiero. Porque el hombre que parte de la concepción moderna del ser humano y de la libertad, sencillamente, siente que el mundo existe para satisfacer sus intereses, y si no responde a sus intereses, hay algo que no funciona: y no hay derecho. Y entonces es capaz de romperse las manos por quedar el tercero en un examen de violonchelo.
Un libro importantísimo de MacIntyre sobre la sociedad contemporánea fue el que escribió en 1982 titulado Tras la virtud, y que es una historia de la Filosofía Social y de la Filosofía Moral, sobre todo a lo largo de la modernidad. Este libro termina con un capítulo que tiene un título curioso: “Nietzsche o Aristóteles, Trotsky o San Benito”. En los párrafos finales, dice que, para un historiador de las ideas sociales y de las ideas que subyacen, es muy difícil no comparar el mundo en que vivimos con el siglo V, en el que cayó el Imperio romano. Y también es una tentación muy fácil para un historiador hacer comparaciones entre una época y otra, y eso siempre es muy peligroso. Pero esa comparación se nos impone. Y si en el siglo V hubo posibilidades de esperanza, también las habría hoy. Esas posibilidades de esperanza coincidieron en aquel momento con unas comunidades, con grupos humanos que tenían dos rasgos comunes: 1.- Dejaron de pensar que sostener el Imperio era una obligación moral (no lo olvidéis: es un gesto de libertad); 2.- Tenían formas de vida internas a su propia articulación tan ricas que, por sí mismas, eran capaces de sostener tanto la vida intelectual como la vida moral. Si mi análisis –dice él– de la evolución de la sociedad moderna y contemporánea no está muy equivocado, nosotros hemos llegado también a ese punto. Y hace un comentario (repito, no conoce España) curioso: la diferencia entre el siglo V y el nuestro es que, en aquel momento, los bárbaros estaban a las puertas del Imperio, mientras que en nuestra época los bárbaros nos llevan gobernando varias generaciones. Y parte de nuestro desamparo moral es nuestra falta de conciencia de ello. Y afirma que, si en aquel momento hubo esperanza, también hay esperanza para nosotros. El mundo contemporáneo no está esperando a Godot, sino a un nuevo San Benito.
La referencia a San Benito es lo que yo quisiera subrayar, y no por lo que significó. Los monjes hicieron Europa. Algún historiador contemporáneo afirma que Francia debe a los benedictinos, no sólo el haber sido un país cristiano, sino el ser un país cultivador de trigo, y el tener una agricultura maravillosa, y muchos otros aspectos que han configurado la cultura francesa. Pero los monjes no se propusieron hacer Europa. Porque el humanismo cristiano, las claves de la educación cristiana son ese tipo de cosas que sólo se consiguen cuando uno no busca hacerlas. Los monjes no dijeron: “vamos a hacer una sociedad preciosa, que tenga estas características y donde los hombres sean libres, y amen la libertad, y amen su trabajo y sepan hacerlo bien, e igual que una cofradía en Semana Santa busca que su paso sea el más bello, que busquen que su trabajo exprese toda la belleza y toda la riqueza humana que el hombre es capaz de poner en todo lo que hace”. No, no hicieron eso. En la regla de San Benito hay una clave que se repite varias veces: “El monje no antepondrá nada a Cristo”.
Perdonadme, pensaréis que arrimo el ascua a mi sardina. Podéis decir lo que queráis. Porque amo lo que significa la educación, porque amo lo que significa una humanidad cumplida y bien vivida; sabiendo que nadie puede presumir de tener eso en sus manos como se tiene en la fabricación de un aparato, porque el ser humano no es así; pero sí que tenemos un don precioso, y yo creo que sólo retomando la tradición cristiana sin complejos (y, además, con una sensibilidad crítica), de tal manera que seamos capaces de asumir lo que la constituye, sólo desde ahí podremos empezar a construir. Y la tradición cristiana significa no vivir ya para nosotros mismos, sino para Aquél que por nosotros murió y resucitó. Y comprender la existencia humana. Si educar significa introducir a la realidad, a la realidad del mundo y a la realidad de la existencia, sobre las bases de una censura tan absoluta de todo lo que sea evaluación, sobre las bases de una fragmentación tan total de los saberes como la que tenemos ahora mismo, no es posible construir una sociedad humana.
No tengáis miedo de volver a las claves cristianas que han hecho lo mejor de nuestra tradición humanista. Pero no penséis: “vamos a construir ese humanismo”. No. La referencia a San Benito tiene ese significado. Es la referencia a alguien que vive de una manera que permite que florezca, como consecuencia no intencionada, la libertad, la humanidad, el afecto del hombre por el bien, el afecto del hombre por la belleza, el cuidado de la belleza. Y no porque se busque directamente, sino justamente porque se vive de un modo que expresa que uno conoce cuál es el bien sustantivo de la vida, y el bien sustantivo de la vida se llama Jesucristo. Y porque uno vive para Jesucristo, ama la humanidad del hombre y es capaz de sacrificar su vida por la libertad de esa humanidad del hombre. Y si no, no se es. Y al final uno termina cediendo, buscando componendas, y no está el mundo ni nuestras familias para que andemos jugando con el significado de la vida humana.
Y quizá hay que empezar a educar fuera de la escuela. Quizá empiecen a tener más capacidad educativa espacios exteriores a la propia escuela. Alguna vez lo he dicho: si yo estuviera en una escuela, no pediría la clase de Religión, sino el recreo, incluso sabiendo que la clase de Religión es un elemento esencial, no subjetivo, que tiene que ver fundamentalmente con la educación. Pero tal vez el marco en el que estamos no permite que los chicos se relacionen en ese ámbito de la misma forma a como lo permite un espacio libertad como es el recreo o el tiempo libre.
Ya está. No me dejan decir más.