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Jornada de la Vida Consagrada

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 02/02/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 204



Queridos hermanos sacerdotes,
religiosos, religiosas,
amigos,

Puedo decir con toda sencillez y con toda verdad que he deseado celebrar esta Eucaristía, como el Señor decía de aquella Pascua, con un deseo ardiente. Nos encontramos aquí un poco en familia, en una tarde de este año especialmente frío, en esta Catedral especialmente fría. El Señor no nos permite encontrarnos con toda la inmediatez que todos desearíamos, y sin embargo sí nos permite vivir este momento que es la Eucaristía en el que todos damos gracias al Señor por su misericordia, por lo que hace en nosotros, por vuestra presencia, por vuestra existencia, por vuestra realidad en la vida de la Iglesia, por el don que sois para la Iglesia y para el mundo.

Pensando en esta celebración, me venía una y otra vez a la mente un pasaje del poeta Charles Péguy (creo que en El misterio de los santos inocentes, pero no estoy muy seguro), que decía más o menos así: “antes de esa imitación de mi Hijo –es Dios quien habla-, siempre imperfecta e inacabada imitación de mi Hijo, de la que ellos siempre están hablando, o esa acabadísima, completísima y perfectísima imitación que mi Hijo hizo de ellos, que Le convirtió en uno de ellos”. Y es exactamente eso lo que, en otro lenguaje, expresaba la lectura que hemos hecho de la Carta a los Hebreos (2,14): los hijos de una familia participan de la carne y la sangre, y el Hijo de Dios se hizo de nuestra familia, participando de nuestra carne y de nuestra sangre, para liberar a aquellos que por temor a la muerte pasan toda la vida sometidos a esclavitud.

Y en el pasaje de Péguy me resuena ese otro pasaje del Nuevo Testamento que, sin duda, expresa también una constante de la experiencia cristiana, de la experiencia de Dios que tenemos nosotros, y una constante que está detrás del camino de nuestras vidas y de vuestra consagración: el pasaje de la Primera Carta de San Juan (4,10), que dice: “en esto consiste el Amor, no en que nosotros amamos a Dios, sino en que Él nos amó primero”.

Recordar esta constante es recordar los motivos de nuestra consagración, que vais a renovar dentro de un momento juntos en presencia del Señor y ante mí, y es recordar los motivos de gratitud, las razones que suscitan esa actitud, que la hacen razonable, que la hacen bella, grande, a los ojos de Dios, y una realidad también humanamente grande y bella. Y esas razones no son más que ese apasionado amor de Dios por nosotros, que es, al final, la respuesta y la clave de toda pregunta humana, de toda inquietud humana, y de todos los deseos de nuestro corazón.

Nosotros siempre pensamos que hacemos algo por Dios. Nosotros siempre partimos de nosotros mismos y de los pasos que nosotros vamos dando, y a veces hasta llegamos a pensar que Dios es un descubrimiento nuestro, y que el darle la vida al Señor, o el ofrecernos a Él para Su misión redentora del mundo, es algo que nosotros hacemos por Él. Y eso es así mientras permanecemos en la superficie de las cosas, en la medida en que en realidad no Le conocemos. Y siempre hay en nosotros una parte de nosotros mismos que no Le conoce, que no habla de Él de la manera adecuada, que permanece en la ignorancia. Y eso no es un mal, en el sentido de que siempre tendremos ocasión de crecer en su conocimiento y de aprender. Y cuando digo siempre, no me refiero sólo a esta vida, sino al horizonte de la eternidad, porque Dios es Dios.

En cuanto pasamos de la superficie de las cosas, lo que descubrimos es algo que llena el corazón de sorpresa, de estupor, y que justifica el don de la vida, y es que no éramos nosotros los que estábamos buscando a Dios, sino que era Dios quien nos estaba buscando a nosotros. Y es cierto que nosotros tenemos sed de Dios, de plenitud, de verdad, de belleza, de amor, de bien… Amor y bien son lo mismo, y amor y belleza, y amor y verdad. Es verdad que nosotros tenemos sed de esa plenitud que describimos pobremente así: sed de Dios. Pero esa sed de Dios no es más que la huella que la mano del alfarero deja en nuestra arcilla, el reflejo de la sed (aunque la palabra sed es ahí más inadecuada que de costumbre, aunque en un sentido paradójico puede usarse) que Dios tiene de nuestra pequeñez, del amor que Dios tiene por nosotros, del deseo que tiene de nuestra plenitud y de nuestra vida. Y eso es realmente lo último. No hay nada más allá. No hay un suelo más firme, no hay una roca, ni una respuesta que esté más allá de la experiencia de ese amor. Ese amor no remite a algo que está detrás, sino que ese amor es realmente lo definitivo. Y ese amor se ha hecho posible porque en Jesucristo se han unido los dos movimientos: el del hombre hacia Dios y el de Dios hacia el hombre.

Eso es, de alguna manera, lo que, en el lenguaje de la tradición cristiana, en la tradición interpretativa, en la tradición ligüística y en la tradición simbólica de nuestra experiencia cristiana se celebra en este día. Porque la ofrenda de Jesús en el Templo es una ofrenda misteriosa, igual que el Bautismo de Jesús es un bautismo misterioso: que el Hijo de Dios se sumerja en las aguas y haga un bautismo de penitencia, no tiene sentido más que como signo de otra cosa, como uno de los aspectos de la paradoja. Que aquel Niño se ofrezca a Dios y sea presentado en el Templo cuando el Templo no Le contiene a Él, sino que es Él quien contiene al Templo, cuando es Él quien sostiene al sacerdote que Le sostiene a Él, no es más que una instancia, especialmente expresiva, de la paradoja infinita de cómo se unen en Cristo la necesidad que el hombre tiene de plenitud y de vida y el amor infinito de Dios.

El lema de esta Jornada de este año habla de una pasión por la humanidad. Es esa pasión la que está en el fondo de todo, a lo que me refiero cuando digo que no hay nada detrás de ella. No en el sentido de que no haya nada, sino en el de que esa es la plenitud última, el secreto último de toda la realidad, de nuestro propio corazón, de la vida, de la historia, del mundo: de todo. Es esa pasión la que está detrás de la encarnación, la que lleva al Hijo de Dios a lo que llamamos pasión en su ministerio, es decir, al don de la vida, al grano de trigo que muere para dar fruto, al amor que se ofrece y se da en la Cruz abrazando todas las miserias del mundo.

Y es ese amor lo que está como sustrato único, realmente único, de vuestra consagración. Hasta tal punto están vinculados vuestra consagración y el misterio de la encarnación, es decir, el centro mismo del misterio cristiano, que si vosotros no estuvierais, la Iglesia no sería la Iglesia, y uno podría decir: no es verdad, seguro que es una utopía, un invento de los hombres, un montaje. Sois vosotros, es la inteligencia misma de vuestra consagración la que da testimonio (por el hecho de que no sois dementes, irracionales) de la verdad de ese amor. Para ver ese amor, esa pasión, basta asomarse a los pasajes de los profetas: “Te tengo grabada, dice Yahvé, como con un tatuaje en mi mano”, “aunque una madre se olvidara del hijo de sus entrañas, yo no te olvidaré, oráculo del Señor”, o cualquiera de las expresiones del Cantar de los Cantares, en las que la experiencia del amor humano, del deseo humano, se pone al servicio de la alianza de Dios con su Esposa, de Dios con su Pueblo, alianza realizada en plenitud en la encarnación del Hijo de Dios. Por eso vuestra vida es el testimonio de la verdad, de que ese amor de Dios es capaz de llenar el corazón, de justificar el don de la vida de una manera concretísima, de una manera –usando el lenguaje del poeta Péguy- carnal, es decir, terrestre, humana, expresiva, humanamente expresiva. La verdad de la Iglesia se hace carne en vuestra consagración.

A la hora de buscar un sentido profundo al lema de este año, a la hora de buscar –como hemos de buscar siempre- las razones de lo que somos, y de afirmarlas todos los días –también los esposos necesitan recuperar todos los días las razones para ser padre, o para ser fieles: uno necesita rehacer cotidianamente aquello por lo que uno vive para poder vivirlo de una manera humana, razonable, libre, gozosa; para poder darse, no como si las circunstancias fueran arrebatándonos la vida, sino dándonos, como el Señor, con libertad: “nadie me quita la vida, yo la doy porque quiero”-, la posibilidad para nosotros de recuperar esas razones, de recuperar esa alegría es mirar la pasión del Señor por nosotros –y no empleo la palabra pasión en el sentido estricto aunque, evidentemente, el culmen de ese don se da en el abrazo de la Cruz; el culmen de ese don se da en la Eucaristía, en el abrazo de la Eucaristía, que renueva misteriosamente en la Historia el abrazo de la Cruz, el don supremo de la vida en la Cruz-. A la hora de recuperar las razones, la alegría de nuestro don, de nuestra consagración, de lo que somos, del sentido nuestra vida, no hay más que un camino, y es mirar a Aquél que nos ha amado primero, es mirar a Aquél que se nos da constantemente y es capaz de fundamentar el gozo de una vida en la comunión de la Iglesia, en la comunión de vuestras respectivas comunidades -que son expresión de la comunión de la Iglesia, y son fuente de gozo en la medida que son expresión de la comunión de la Iglesia-. Mirar a Cristo que se ofrece al Padre ofreciéndose a nuestras manos, a las manos de los hombres que Le llevan la Cruz. Cristo se expresa plenamente como hijo entregándose en manos del mundo. De la misma manera, en nosotros, la consagración a Cristo, la mirada puesta en Cristo, el corazón puesto en Cristo es la condición de un corazón libre para darse. Libre, con esa libertad que expresa ese pasaje de S. Pablo: “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios”. Siendo de Cristo nuestro corazón, nuestra vida, ¡con mil torpezas!, porque somos limitados, y el Señor lo sabe, pero con el deseo renovado mil veces cada día de ser del Señor por entero y sin fisuras; es ese deseo, es ese don suyo que está en el fondo de ese deseo lo que hace posible amar sin fisuras el bien de los hombres, hacer en cada momento, con una libertad inmensa, el bien, el destino, la verdad, el amor de los hombres.

El Señor nos da la oportunidad de celebrar esta Eucaristía juntos. A mí me da la oportunidad, mirándoos a vosotros, de reconocer el misterio de la Iglesia a la que, desde otro carisma en el seno de la Iglesia, yo he dado también mi vida, y el veros me pone a mí también en mi sitio. Y juntos celebramos la Eucaristía, y Le ofrecemos a Dios lo que somos en el pan y en el vino, nuestra humanidad, pobre, que va en ese pan y ese vino, y el Señor nos devuelve ese don hecho su Cuerpo y su Sangre para que nosotros seamos morada Suya, la prolongación de su Cuerpo en medio de ese mundo herido, roto, tantas veces vacío de referencia, de esperanza, vacío de suelo debajo de los pies. A través de nosotros, los hombres pueden encontrar lo mismo que nosotros hemos encontrado: esa pasión de Cristo que cambia la vida, ese deseo de Cristo por nosotros, ese amor apasionado de Cristo por nosotros que es capaz de hacernos unas nuevas criaturas, una realidad alternativa a la realidad del mundo, un signo de algo distinto. Distinto, no porque seamos mejores que nadie, sino porque es el lugar en el que habita Dios, el lugar de la presencia del Señor.

Vamos a darle gracias juntos por el don que es Dios para nosotros. Vamos a ofrecernos de nuevo, como Jesús, como la Virgen. Y vamos a recibir de nuevo ese don con una conciencia más plena de que ese don es capaz de llenar la vida, de llenar el corazón, de hacer posible la alegría cuando humanamente la alegría podría parecer lo más imposible, lo más inverosímil. Y que el Señor multiplique los signos de su amor con vosotros para que multiplique la alegría, y para que, de la manera que Él quiera, haga vuestras vidas inmensamente fecundas, con la fecundidad del Espíritu de Dios

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