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Misa Crismal (selección de párrafos)

Santa Iglesia Catedral de Granada

Fecha: 24/03/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 209



Queridos hermanos sacerdotes,
queridos hermanos y amigos,
 
La celebración de la Misa de Crismal es, en cierto modo, la celebración sacramental por excelencia. Los sacramentos se viven y se comprenden cada vez que celebramos la Eucaristía y cada vez que celebramos uno de ellos. Y es como si esta celebración nos ayudase a caer en la cuenta de lo que significa esa realidad sacramental sin la cual la pasión de Cristo permanecería, inevitablemente, como un hito del pasado, o no tendría fuerza salvífica ninguna.
 
Los sacramentos, en efecto, vinculan aquello que sucedió bajo el poder de Poncio Pilatos (tal y como reza el Credo) con nuestra realidad, también vinculado a un espacio y a un tiempo. Los sacramentos prolongan la misión redentora del Hijo de Dios a través del espacio y del tiempo.
 
A mí me parece, cada vez más, que los sacramentos no son momentos puntuales de la vida de la Iglesia, sino que Cristo ha constituido a la misma Iglesia como sacramento. Y, eso nos ayuda a entender también el término de sacramento. Y ampliado así, uno comprende que toda la vida de la Iglesia es sacramental; que toda la lógica con la que la Iglesia se acerca a la realidad, se entiende a sí misma y entiende también al mundo creado (lo que significa la vida humana, la vida social, todo), está como traspasado por una especie de lógica sacramental que, en el mundo en el que vivimos, contrasta más con la mentalidad común. Y esa manera de aproximarse a lo real es verdaderamente revolucionaria. En el fondo, el modo de aproximarse a la realidad se llama cultura. Y la cultura en el momento en el que vivimos, el modo de aproximarse a la realidad, está dominado por una lógica instrumental, denominada así por muchos pensadores. Es decir, la realidad es simplemente la materia que nosotros usamos para hacer cosas. Y la realidad material sirve, efectivamente, para fabricar artefactos, para la industria, para la producción, para el consumo. Pero ese modo de mirar la realidad nos llena de tal manera la comprensión de todo lo real y marca de tal manera la cultura del mundo en el que vivimos, que esa lógica termina aplicándose también a las personas. Todo lo que está fuera del yo, empezando por el propio cuerpo (que es percibido como una materia que yo libremente puedo usar), es simplemente instrumento. Instrumento de mi voluntad arbitraria, de mis deseos, de mi placer. Infinidad de dramas de los que expresa el arte contemporáneo tienen que ver con el modo de entender lo real como un instrumento de mi interés. En esta lógica, la lógica sacramental supone una novedad extraordinaria. Hoy supone la misma novedad que hace veinte siglos porque está vinculada con el hecho de la encarnación. Por el hecho de la Encarnación, nosotros hemos podido ver con nuestros ojos y tocar con nuestras manos el Verbo de la vida que se ha manifestado. Y esa manifestación en la carne (lo que Chesterton llamaba el “sagrado materialismo de la Eucaristía”) está unida intrínsecamente a la experiencia cristiana. Y eso subraya cosas radicalmente distintas a la otra lógica manipulativa de la que hablábamos hace un momento, marcada por la voluntad de poder del yo y la instrumentalidad de todo lo que no sea yo.
 
¿Cuál es la lógica del sacramento? Hacer visible al Dios del que la realidad es portadora. La creación misma, el mundo material, cuando uno ha sido educada en la experiencia de la Iglesia, es signo de Dios. Y signo de un Dios que es amor. Signo de un Dios que se manifiesta en todo lo que existe, porque no existe nada fuera de Dios, pues todo lo que existe participa del ser de Dios. Por tanto, la realidad entera remite a Dios, incluso las piedras de las montañas. Y, ciertamente, el hombre no es sólo signo: ha sido creado a imagen y semejanza de Dios y, precisamente por eso, no es manipulable. La Doctrina Social de la Iglesia, recogida ahora en ese compendio que, como fruto maduro del Concilio Vaticano II, cargado de novedad, nos ofrece la Iglesia como instrumento de evangelización, nos implica en esta lógica sacramental, y no como instrumento de un placer o de unos intereses. La vida social, cívica, sólo puede ser comprendida como lugar de encuentro para el bien común, y más aún la vida de la familia, donde puede reconocer en el otro el signo del amor infinito que es Dios tal y como se me ha manifestado en Jesucristo. Hasta el matrimonio y la realidad matrimonial: ¡cuántos dramas podrían evitarse si nos concibiéramos, desde la experiencia de la fe, dentro de la percepción sacramental del otro como imagen de Dios! Independientemente del afecto, el otro está llamado a ser imagen, sagrario de Dios, y ha sido creado para eso. Y si participa de la vida de la Iglesia, ciertamente es templo del Espíritu Santo. Sólo en esa dimensión las relaciones humanas, incluso dentro del matrimonio, no son frustrantes, porque cuentan con recursos para regenerar el corazón, para la misericordia, para el perdón de los pecados. Existe un lugar al que dirigirse juntos para ser abrazados por una victoria más grande. Existe un espacio humano, que es la comunión de Iglesia, en el cual los dramas de la vida personal se hacen llevaderos. Esta experiencia permite sostener la vida hasta en las circunstancias más difíciles, como permite sostener también en la muerte. Y sin ello, el matrimonio y todas las relaciones humanas están abocadas a ser un drama en el momento en el que uno concibe todo lo que no soy yo como instrumento de mi interés, porque, en ese momento, la única posibilidad humana que queda es la violencia, ya que la instrumentalización lleva consigo, inevitablemente, la violencia.
 
Hoy es el día en el que se reúne toda la comunidad cristiana en torno a la Eucaristía. Y yo quisiera subrayar que la Eucaristía no es simplemente un rito (como podemos hacer otros, como las procesiones), sino que es el corazón mismo de la experiencia cristiana que lleva dentro de sí una antropología, un modo de mirar la vida y de convivir: el mundo como signo, el ser humano como imagen de Dios, llamada a ser portadora de Dios y cuerpo de Cristo, y toda la vida de la Iglesia como signo de que Cristo vive, como signo de esa novedad que Cristo ha traído. Y dentro de ese marco, cada uno de los sacramentos tiene su significado, tiene su lugar, pero sólo dentro de él. Fuera de ese marco, los sacramentos no dejan de ser simplemente signos culturalmente limitados, tal vez arbitrarios, construidos a lo largo de la historia, pero donde no se percibe su valor humano y la necesidad que tenemos de ellos para conservar entre nosotros esa experiencia sacramental de la vida, esa experiencia de nosotros mismos como cuerpo de Cristo. El sacramento es eso, una realidad material, creatural, que es portadora de algo más: la visibilidad de la redención de Cristo.
 
Hay dos sacramentos que son personales. Uno es el matrimonio, donde los cónyuges son los ministros, y su amor es la materia misma del sacramento. Esa realidad corporal que es portadora de Cristo: un matrimonio cristiano sólo es posible como signo de que Cristo ha resucitado y de que nos acompaña en el camino de la vida. El matrimonio cristiano proclama el amor de Cristo a su Iglesia, sin necesidad de palabras. Una familia unida, un matrimonio que se ama en medio de mil dificultades, es por sí mismo una proclamación de Cristo.

Y hay otro sacramento personal, mis queridos sacerdotes, que somos nosotros. A nosotros nos ha llamado el Señor a ser en medio de su Iglesia signo humano, personal, de que Cristo vive. Para que nuestra vida sea la expresión cotidiana  de la presencia de Cristo, no sólo cuando estamos en la iglesia, o cuando estamos haciendo una función sacerdotal, sino en todos nuestros gestos, en todo momento. Esto sólo sucederá si nosotros sabemos vivir con conciencia la celebración que hacemos cotidianamente de la Eucaristía. Si esa conciencia traspasa de tal manera nuestro corazón y nuestra vida que genera, no sólo una relación entre nosotros inconmensurable (porque somos miembros de Cristo, prolongación suya, unidos a Él de un modo especial por el sacramento del Orden, la lunga manus, el afecto, la caricia, la misericordia, la palabra, el alivio y el consuelo mismo de Cristo en medio de su pueblo), sino que somos el signo vivo de Cristo para los cristianos que necesitan reconocerlo para que poder vivir como sacramento.

En este momento en el que vivimos, en el que los hombres están tan perdidos y confusos en las mil relaciones construidas a base de intereses y que no pueden hacerles felices, porque no pueden generar más que sufrimiento, el camino para el futuro es poder encontrar un signo visible de que la misericordia está aquí, delante de los ojos y me puedo encontrar con ella. Ese signo es lo que necesitan los hombres. Eso sólo puede ser la Iglesia. Y la situación del mundo, la situación española, requiere más que nunca que la Iglesia pueda ser esa realidad sacramental.

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