Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 04/04/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 218
Czestochowa. Agosto de 1991. Jornada Mundial de la Juventud, la que tuvo lugar inmediatamente después de la de Santiago, y muy pocos meses después de que hubiera caído el muro de Berlín. Por primera vez rusos, húngaros, eslovacos podían participar en una Jornada Mundial. Las banderas tenían un trocito recortado, aquél en el que aparecía la hoz y el martillo: ni siquiera existían las nuevas banderas. No nos entendíamos. Recuerdo haber hecho la peregrinación con jóvenes españoles juntos a rusos, húngaros, eslovacos, y sin embargo era evidente que éramos una sola familia. Algunos españoles volvieron sin sus zapatos, zapatillas de deporte, o solamente con la muda del día anterior, porque se lo habían dado todo a compañeros y amigos que habían encontrado de los países del Este, donde no sabían ni lo que era un Adidas. Al final de la Jornada yo supe que un grupo de médicos, fundamentalmente alemanes, de la Orden de Malta, habían estado la semana entera que había durado la Jornada en Czestochowa poniendo y arreglando prótesis a jóvenes de los países del Este, porque era la única manera de poder decirles sin palabras que les queríamos, y eso, mañana, tarde y noche, durante una semana, 24 horas al día. Yo vi los ojos de uno de los médicos que me lo contaba y estaba agotado, roto, pero con el corazón lleno de felicidad. Jamás en mi vida podré olvidar la imagen de la plaza llena de gente de todos los colores. Y éramos un solo pueblo, éramos una sola familia. No nos conocíamos, y éramos hermanos. Y no se me olvidará jamás porque apenas unas horas después empezaba la guerra de Bosnia. Y uno veía las imágenes de las dos cosas. Lo que puede ser un mundo donde los hombres abren su corazón, como nos dijo el Papa, a Cristo, o lo que puede ser un mundo de espaldas a Dios, y la violencia que eso genera en los hombres, en las familias, en las personas, en los pueblos. Era la imagen de un mundo que podía ser una familia, de una Europa que podía ser una familia, y sin embargo era la imagen de una Europa en la que los hombres luchamos unos contra otros por nuestros intereses.
Mi queridísima Iglesia de Granada, que habéis respondido esta noche en un gesto de gratitud y de justicia a Juan Pablo II por todo lo que todos los cristianos le debemos. Yo no puedo quitarme la imagen de Czestochowa al veros esta noche aquí. Porque tampoco nos conocemos la mayoría de nosotros, y sin embargo somos una familia. Queridas autoridades, en nombre de la Iglesia yo os agradezco vuestra presencia aquí de una manera especial. Agradezco el testimonio de condoloncia que muchos no cristianos han expresado en estos días. Agradezco el mensaje de condolencia, lleno de respeto, de la comunidad musulmana de Granada. Agradezco los signos que hace unos días, con lágrimas en los ojos, me expresaba un rabino judío. Hay conmoción en el mundo entero, y lo habéis visto todos, y la hay entre nosotros. Hay dolor, y sin embargo es un dolor lleno de paz. No hay luto. ¡Cuántas personas me han expresado estos días: qué dolor tan grande, y sin embargo no estoy triste!
¿Qué ha sucedido? De alguna manera todos hemos perdido a un padre, pero fallan las palabras, porque no lo hemos perdido. El signo de que estamos aquí junto al altar de Cristo expresa clarísimamente que no lo hemos perdido. Juan Pablo II es hoy más nuestro que nunca, porque ya está en Dios, porque ya participa de la belleza del rostro de Cristo, de la belleza del rostro de Dios. Nos pertenece más a todos. Está más cerca de cada uno de nosotros. ¡Cuántos jóvenes a lo largo de las Jornadas Mundiales, o de tantos momentos de encuentro, me habéis dicho muchas veces: es que pasó y me miró a mí! Es verdad, queridos jóvenes: las últimas palabras que tuvo fueron para vosotros. Bueno, la última fue Amén, como diciendo antes de morir: todo está acabado. Pero antes de esas, las últimas han sido para vosotros. ¿Recordáis lo que dijo? “Yo os he buscado siempre, y ahora estáis aquí”. Y es verdad. Él ha buscado siempre la mirada del hombre, el rostro humano. Él quería encontrarse con cada uno. Ha hecho todo lo posible, todo lo que estaba en su mano. Jamás ha rehuido una mirada de frente. Jamás se ha escondido. Jamás ha tenido un rincón de su vida que fuera privado. Hasta su muerte ha sido pública, en el sentido de un don, una ofrenda, una Eucaristía prolongada para todos. Por eso no hemos perdido a Juan Pablo II. Nos pertenece más que nunca, a la Iglesia y al mundo. Está más cerca de nosotros, porque está más cerca de Dios, más cerca de Cristo, y toda su vida no ha sido más que un testimonio permanente de que el encuentro con Cristo hace posible una humanidad buena, una humanidad mejor; como fruto de su Gracia, de su Don, de su Presencia, de su Espíritu Santo, hace aflorar la santidad, y una vida humana donde los hombres aprendemos a querernos unos a otros, a vivir unidos, aprendemos que somos una familia.
Hoy es la fiesta de la Encarnación. Juan Pablo II ha sido un paladín de que la confesión de Cristo, Hijo de Dios encarnado y único Redentor del hombre, no sólo no es un obstáculo para el diálogo entre los hombres, para el acercamiento de unos a otros, sino que es la fuente de una humanidad que hace posible, en cualquier circunstancia, para cualquier persona, sea cual sea su situación, el amor, el diálogo, la cercanía, la inmediatez, el abrazo a la humanidad: Cristo es ese abrazo. Él lo dijo en el primero de sus escritos: “Por la encarnación el Hijo de Dios se ha unido, en cierto modo, a todo hombre” (RH 8). Y él había aprendido, probablemente de su maestro, a quien él quería tanto, el Card. Wyszynski, que “los cristianos -como había escrito el cardenal en alguna ocasión- sólo conocen a dos clases de personas: los que son hermanos suyos y los que todavía no saben que lo son”. Esa mirada al ser humano como ser humano, llena de afecto a la persona concreta, de amor a cada uno, era lo que nosotros experimentábamos cuando nos acercábamos a él o cuando le veíamos acercarse a otros. En su primer viaje a Australia se acercaron unas niñas de siete u ocho años a llevarle unos frutos con motivo de una celebración eucarística -lo recuerdo perfectamente, porque esas primeras visitas suyas, como a vosotros, me conmovían y me enseñaban lo que es la vida y la forma preciosa de vivirla por la gracia de Cristo-, y le dijeron con toda ingenuidad: “nos han dicho que el sitio donde vives es muy bonito”. Y él les respondió: “pues no lo sé, porque no he tenido tiempo de verlo despacio; lo que sí que sé es que vosotras sois mucho más bonitas que el sitio donde vivo”. Era una humanidad inmediata, que conectaba con el ser humano en cuanto ser humano, que amaba al ser humano: que ama al ser humano. Y esa posibilidad era fruto de la inmediatez de su encuentro con Cristo. Yo creo que el modo como él ha vivido en público el cristianismo, muestra a toda la Iglesia un camino nuevo: que Dios no es, como nos hemos imaginado tantas veces los hombres modernos, un adversario de nuestra libertad. ¿Recordáis quienes estuvisteis en Cuatrovientos que dijo: “ser cristiano no es incompatible con ser moderno”? Él ha superado en su vida, y nos ha mostrado la posibilidad de superar la idea de Dios como alguien que nos complica la vida, que es un obstáculo a nuestra libertad, sino que es la fuente de nuestra libertad. No de la libertad que uno tiene para romper cosas, sino de la libertad que se da, de la libertad que ama, de la libertad que se entrega sin límites, de la libertad que hace posible la plenitud de la vida humana como fruto del encuentro con Cristo. El Papa nos ha enseñado cómo el encuentro con Cristo, lejos de alejarnos del mundo, de la realidad, hace posible amar la realidad, hace posible vivir la enfermedad, vivir la muerte, amar al enemigo, perdonar al que no te ama, y, de esa manera, hace posible un mundo verdaderamente humano, lleno de misericordia, de humanidad, de humanidad verdadera, en el que se hace posible ese don supremo de Dios que es la paz, justamente como fruto de esa humanidad renovada por el encuentro con Cristo.
Mis queridos hermanos, hoy damos gracias a Dios por esa vida, y por ese primer fruto de nuestra vida que es nuestra comunión aquí en torno a Cristo, en torno a la Eucaristía. En el último año de su vida, Juan Pablo II quiso que toda la Iglesia aprendiéramos lo que significa el misterio de la Eucaristía como don de la presencia de Cristo, como signo del cumplimiento de su promesa: “Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo”. Como signo y como realización misteriosa en torno al altar de Cristo, en torno al don de Cristo, de esa humanidad nueva que nace de las palabras: “Tomad, comed, es mi Cuerpo; tomad, bebed, es mi sangre”, “es mi vida dada por vosotros para el perdón de los pecados”, “para que vosotros viváis”, “para que tengáis vida y la tengáis en abundancia”, “para que vuestra alegría sea completa”. Son palabras del Nuevo Testamento que el Santo Padre ha repetido mil veces. Lo que hace posible la cercanía de Dios es nuestra alegría, el que podamos amar la vida, vivir una humanidad desbordante. ¿Sabéis cuál era el lema de aquella Jornada en Czestochowa? “Para ser libres, nos ha liberado Cristo”.
Querida Iglesia que camina en Granada, el Señor nos ha hecho un regalo inmenso, que ha sido realmente un signo vivo de Cristo: eso es lo que reconocemos aquí. Ahora ese regalo está en nuestras manos. A todos nos preocupa muchas veces la situación del mundo, el egoísmo, la soledad de las personas, las mil divisiones y rupturas que se hacen por todas partes entre padres e hijos, entre marido y mujer, entre vecinos; y el tipo de vida que hemos construido, en el que resulta difícil dar gracias por la misma vida. El tesoro que él nos ha confiado es el secreto de esa cultura que él anhelaba y proclamaba: la civilización de la verdad y del amor que todos necesitamos. La clave de esa cultura es este mismo gesto que estamos haciendo ahora mismo. En la Jornada Mundial de la Juventud en Argentina, el himno decía: “lo sabemos, el camino es el amor”, más allá de la muerte, más allá de las divisiones de los hombres, más allá de las guerras, “un nuevo sol se levanta” y “el camino es el amor”, el amor que Cristo hace posible, el amor que la comunión en Cristo, y en su pasión y muerte, y en su resurrección genera entre nosotros.
Yo os invito, y creo que Juan Pablo II haría esta invitación con mucha más fuerza que yo, a que cada uno recojamos este tesoro, y a que, en primera persona, como él lo ha vivido, sin censurar nuestro temperamento, ni nuestra forma de ser, sin censurar nuestra humanidad, porque Dios no la censura, pongamos en juego vuestra vida para esa civilización del amor. Poned cada uno todo vuestro corazón al servicio de Dios, de manera que seamos instrumentos eficaces en la construcción de esa civilización del amor en el mundo. Que seamos instrumentos de comunión en nuestra familia, con nuestros compañeros, en nuestro trabajo, en la vida real, cotidiana. La única medicina para un mundo que muere a veces de amargura, de desesperación, de frustración de sus esperanzas más hondas, que muere a veces de tristeza, es la misericordia, el amor sin límites. Y el secreto de ese amor nos ha sido confiado, y Juan Pablo II es testigo de ello: lo hemos visto vivir así, y es posible, por lo tanto, vivir así.
Que el Señor nos conceda que cada uno podamos ser instrumentos de esa comunión entre los hombres, de esa comunión en la Iglesia y de ese abrazo abierto al mundo, al mundo en sus miserias, al mundo en su realidad, sin censurar ninguna, pero a todos los hombres, a los que Cristo ha abrazado en la encarnación y no deja de abrazar en la Cruz. Cristo no deja de ofrecer su vida por nuestra vida y por la vida del mundo.
No hay tristeza esta noche. Estamos en plena Pascua. No hay ninguna tristeza. Hay sólo una misión muy grande. Hay sólo una gratitud inmensa por haber visto con nuestros ojos. Estos días recordaba las palabras del Señor: “Dichosos vuestros ojos y vuestros oídos por oyen; muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis, y no lo vieron”. A nosotros se nos ha dado el don de poder ver realizada una vida en la que Cristo multiplica al ciento por uno la capacidad de la propia humanidad. Y eso es lo que sucede siempre cada vez que abrimos nuestra vida a Cristo.
Termino con las primeras palabras que dijo cuando salió al balcón de la Plaza de San Pedro: “No tengáis miedo. Abrid las puertas a Cristo”. Cristo no es un obstáculo para la vida. Todo lo contrario: es la posibilidad de un mundo en paz, de un mundo de hermanos, de un mundo de amigos. Cristo es la posibilidad para hacer del mundo un hogar, el sitio en el que vive nuestra familia, la familia de los hijos de Dios, la familia a la que estamos llamados a vivir todos los hombres, de todas las razas, en el mundo entero.
Al suplicarle por su alma, le suplicamos también al Señor que nos conceda el don y el gozo de que su mensaje, su testimonio, el don de su vida, florezca en las nuestras de este modo.