Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 25/04/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 224
Por segunda vez en unos pocos días reúne el Señor a su familia y a su Pueblo en torno al altar de Cristo para darle gracias porque su amor no tiene fin, porque su fidelidad y su misericordia permanecen para siempre. Por segunda vez en muy pocos días nos ha permitido el Señor vivir de nuevo hechos llenos de belleza, extraordinariamente hermosos: ver florecer a un Pueblo, un Pueblo hecho de todas las naciones donde, sin conocernos, todos somos familia, donde se vive una unidad que no es fruto de los cálculos ni de las medidas o estrategias de los hombres, sino que es sólo obra de Dios.
Y hoy nos reunimos para dar gracias por nuestro nuevo Pontífice, por el Sucesor de Pedro, garantía de la unidad en la fe y en el amor para toda la Iglesia, vínculo objetivo de nuestros lazos con Cristo. Nosotros a quien necesitamos es a Dios, la certeza de su misericordia, el perdón de los pecados, el Espíritu de Dios, la condición de hijos, la libertad de los hijos de Dios… Todo eso nos lo da Cristo.
Pero Cristo vivió hace 2.000 años, y nosotros, hoy, participamos de esa misma vida con la misma frescura con que le pudiera llegar a Zaqueo, o a la mujer samaritana, o a la pecadora de la que habla el evangelio de Lucas en casa del fariseo Simeón, o al buen ladrón, o a María Magdalena junto al sepulcro vacío. Y con esa misma frescura nos llega a nosotros su Espíritu, su vida, esa libertad de hijos, y esa comunión, que es la vida divina, y que nos hace un cuerpo, siendo tan distintos en cultura, en lengua, en historia o en tradiciones… La garantía de esa vida que el Hijo de Dios nos ha obtenido está en la sucesión apostólica, y el vínculo que ata nuestras vidas con la gracia de Cristo y con la redención de Cristo es el Sucesor de Pedro, Cabeza del Colegio de los Apóstoles.
La gente que iba a la Plaza de San Pedro, y que corría en cuanto voló la noticia de la fumata blanca, no sabía quién era el Papa, y ciertamente no iba allí por curiosidad: bastaba ver sus caras y la alegría que les embargaba antes de saber quién era por el testimonio único de lo que significaba el hecho de que 115 ancianos, adultos, personas hechas y derechas, con una larga vida detrás, algunos viviendo en condiciones políticas extraordinariamente difíciles, en 24 horas hubiesen elegido, en un gesto extraordinario y patente de libertad, al sucesor de nuestro querido Juan Pablo II.
La gente que iba a la Plaza, como seguramente muchos de vosotros por las radios y las televisiones, del mismo modo que vosotros aquí esta tarde, estaban allí haciendo un acto de fe. Un acto de fe, que no es la afirmación de nuestras ideas. La fe cristiana no es eso. Eso son las ideologías. La fe cristiana es el reconocimiento de una Presencia buena que uno reconoce, precisamente, por los frutos que tiene en la vida. Es el reconocimiento de la redención de Cristo operando en la historia. La fe cristiana es eso. No son unas ideas construidas por los hombres. La fe cristiana es meter las manos en las llagas del cuerpo de Cristo y poder reconocer su Presencia viva, y cómo esa Presencia cambia la historia, la vida de los hombres, y hace aflorar en nosotros aquello para lo que estamos hechos, lo mejor de nuestra humanidad: nuestra libertad, nuestro amor, nuestra capacidad de amar, y de perdonar, y de seguir amando, y de volver a amar, y así hasta el final. Ese era el acto de fe que hemos vivido durante la enfermedad de Juan Pablo II, los días que siguieron a su muerte, los días previos al Cónclave y el tiempo del Cónclave, culminando ayer con la inauguración del ministerio de Benedicto XVI.
Un muchacho de una familia cristiana no muy lejano a mi entorno, que no vive ahora mucho la fe cristiana, le mandaba un mensaje a alguien de su familia en el que decía: “estoy viendo lo más bonito que he visto en mi vida”, y se refería a la experiencia de ver florecer al Pueblo cristiano de ese modo, como lo reconocía ayer mismo el Papa. A ese Pueblo cristiano, a su oración, a su comunión, confiaba él su propio ministerio, afirmando una verdad bellísima olvidada por los cristianos en estos tiempos de individualismo y que forma parte del Credo que repetimos todos los domingos: la comunión de los santos fruto del Espíritu y que no es posible a los hombres, ni siquiera en la familia o en el matrimonio. Si la comunión entre los pueblos y las naciones es siempre una gracia, cuánto más en un Pueblo en el que la comunión es el criterio que prevalece. Y Benedicto XVI apoyaba su propio ministerio de Pedro en esa comunión, que es lo que hemos visto de nuevo florecer en estos días.
Hubiéramos dado gracias hubiera sido el que hubiera sido: daba lo mismo. Hubiera sido el que Dios hubiera querido para nosotros. De la misma manera que uno puede decir: mis padres son los mejores, porque son los que Dios me ha dado. Y quien tiene experiencia de la paternidad de Dios, quien conoce a Dios Padre, sabe que no nos va a dar nada que no sea lo mejor, incluso en los casos en los que en una determinada familia o en unas determinadas circunstancias pudiera suponer una dificultad, porque esa dificultad no hará más que provocarnos a una fidelidad y un amor más grandes. Las circunstancias de las que, normalmente, los hombres nos quejamos en la vida son siempre una ocasión de crecer en el amor. Y, en el peor de los casos, una ocasión de que pueda resplandecer la misericordia de Dios. Pero, en este caso, nosotros sabemos que el Señor da a la Iglesia lo mejor. Y, además, esa fe se hace fácil humanamente. En un tiempo de desprecio a la razón, de desprecio a la vida humana, de soledad…, poder tener las garantías de un hombre lleno de sabiduría, cuya humanidad resplandecía ayer de sencillez, de verdad, de carencia de artificio, de solidez en su enseñanza, de libertad en proponer el Evangelio; y, para quienes hemos vivido todos estos años (yo tenía 13 años cuando empezó el Concilio), para quienes nuestra vida está marcada por el Concilio y la historia posterior del Concilio, una garantía de que la renovación iniciada en el Concilio, esa primavera de la Iglesia que el Beato Juan XXIII anunció en el Concilio, continúa, y lo hace preciosamente en la figura de Benedicto XVI.
Quizá en la elección de ese nombre no hay tanto un recuerdo de Benedicto XV cuanto una conciencia de lo que San Benito ha significado en la historia de Europa y en la historia del Cristianismo en unos siglos bárbaros, oscuros, de los que hablan pensadores que, cuando lo describían, no pertenecían siquiera a la Iglesia. Y San Benito pudo, pacientemente, iniciar el camino de construcción de una humanidad que después se ha llamado Europa. San Benito generó unas comunidades que, en medio de la oscuridad de aquellos siglos, eran como antorchas en la noche, en las que uno podía reconocer una humanidad verdadera. La hospitalidad de los benedictinos ha sido proverbial, y ha sido esa hospitalidad la que enseñó a aquellos pueblos emigrantes a plantar lechugas, zanahorias y muchas otras cosas, y a leer y escribir, y hacer que naciera una literatura, y hacer que nacieran unas escuelas en las que uno aprendía a ser hombre. Y es curioso: la regla de San Benito tiene como centro algo que uno puede reconocer muy fácilmente en la homilía de ayer del Papa: “no anteponer nada a Cristo”. San Benito llamaba a sus monasterios escuelas para aprender a servir a Cristo, “escuelas del servicio del Señor”. Y esas escuelas del servicio del Señor, curiosamente, eran una explosión de humanidad en medio de la noche. Esto, por nuestra cultura, nos puede parecer paradójico, pero está en la lógica más profunda de la experiencia cristiana: justamente, quien no antepone nada a Cristo, es libre para dar su vida por el bien de los hombres de la misma manera que Cristo. Yo entiendo así el nombre de Benedicto, que es el mismo nombre que el de San Benito, el fundador de los Benedictinos, el constructor y uno de los patronos de Europa.
Nos hemos reunido para dar gracias por la figura de Benedicto XVI. Yo me uno a la súplica que él hizo ayer: sostengámoslo todos con nuestra oración, con nuestra comunión. Sostengamos su misión, y en ese sostenerle a él, él nos sostiene a nosotros, en ese intercambio de dones que (como le gustaba tanto decir a Juan Pablo II) constituye la vida humana, sobre todo la vida humana redimida por Cristo. La vida humana redimida por Cristo es un don que uno recibe y un don que uno da: “lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis” y, así, la vida entera se convierte en don. Y en ese intercambio de dones, en ese donarse mutuamente, nace la alegría, esa alegría que el mundo no sabe fabricar y que no podrá fabricar jamás, porque es fruto de la presencia del Espíritu en nosotros.
Quisiera subrayar los rasgos de la homilía de ayer del Papa que expresan esa continuidad. En primer lugar, la centralidad de Cristo, la conciencia vivísima de que Cristo no viene a complicar la vida a los hombres sino todo lo contrario. Y recordaba las palabras con las que Juan Pablo II iniciaba su Pontificado: Cristo no os quita nada; se da, y nos da todo; todo lo que vale la pena tener: la vida, la humanidad, la plenitud y la libertad, la gracia, una humanidad nueva. Los que lo oísteis lo recordaréis, porque lo dijo con mucha fuerza: sólo quita la corrupción, la manipulación del Derecho, la explotación, y eso hace que los poderosos, a veces, tengan miedo a Cristo.
No puedo evitar hacer una referencia, en medio de la alegría de estos días, al dolor que como persona y como cristiano me ha producido, como a tantos otros millones de españoles, el proyecto de ley que trata de equiparar al matrimonio las uniones homosexuales. Es una ofensa, no a la fe cristiana, sino a la inteligencia. Es una ofensa a los millones de matrimonios que constituyen esta patria y esta familia. Es una ofensa a la civilización. No hay ninguna cultura en la memoria histórica de la que disponemos, salvo tal vez en la prehistoria, que haya hecho eso jamás. Y no era necesario ofenderos así, porque se podrían regular las situaciones de otro modo, sin insultar a los matrimonios, sin dejar de proteger ese bien precioso, único, tan vinculado a la dignidad sagrada del hombre, que es el matrimonio.
No sólo está justificada en este caso la objeción de conciencia, sino, si la objeción de conciencia no fuera respetada, la desobediencia civil. Porque lo que está en juego es la dignidad sagrada del hombre y la capacidad de la conciencia humana para ponerse por encima de la ley. Cuando la ley es la última instancia, eso se llama dictadura, se llama totalitarismo de la peor clase, del más duro, del más temible para los hombres, para la libertad de los hombres, no para la fe.
Esa es la libertad que Cristo nos da, y esa es la libertad que nadie puede arrebatarnos: la libertad de proclamar la verdad del hombre en todas sus dimensiones, en su destino, que es la vida divina, y en su condición moral: en el matrimonio, en el trabajo, en la vida social… Y eso es algo que pertenece a la misión de la Iglesia, está en la entraña misma de la misión de la Iglesia: la libertad de vivir de este modo y de proponer a los hombres esta verdad no nos puede ser arrebatada, ni al precio de la misma vida.
Ese era el corazón de la homilía de ayer. Este es el corazón del ministerio petrino. Y cuando uno oye hablar, por ejemplo, a los cristianos del Este en estas décadas, uno experimenta la gratitud que para ellos suponía el saberse sostenidos cuando no había libertad, cuando en países como Rumanía tenían que ir a los bosques a celebrar la Misa a las dos de la madrugada, sobre la nieve, arriesgando la vida o la cárcel; o cuando el tener una estampa en casa podía costarles la vida, o la cárcel, o un campo de concentración… Y uno oye a aquellos cristianos y entiende lo que significaba para ellos la roca de Pedro como signo de la firmeza de la defensa de la dignidad del Destino del hombre.
A la luz de eso, hay dos cosas preciosas en la homilía de ayer. Al hablar del anillo del pescador, el Papa hacía la analogía de cómo los peces, al salir del agua, al ser pescados, mueren; y cómo Cristo, apelando a los Padres de la Iglesia, cuando nos pesca para Él, nos da la vida. Nosotros, cuando no somos pescados por Cristo, morimos. Y es entonces cuando muere nuestra capacidad de juzgar, nuestra libertad, nuestra capacidad de ser libres, cuando muere nuestro amor, nuestro afecto, nuestra capacidad de gozar de la vida. Sin Cristo, la vida, al final, termina siendo una carga. Con Cristo, todo en la vida se llena de buen gusto, todo es gracia, y la vida se convierte en un gozo infinito, precioso.
El segundo aspecto, ligado a éste, lo explicó al describir el palio, y cómo concebía él el ministerio de la Iglesia con respecto al hombre, saliendo, como Cristo, en busca de la oveja perdida en el desierto para traerla de nuevo a los pastos de la vida, al lugar donde hay agua, y alimento, y alegría. Y expresaba cómo la imagen del pastor había sido usada en el Oriente para los reyes, y que era una imagen de dominio. Y él decía: el pastor cristiano, el pastor que sigue a Cristo, no domina sobre los demás. Y eso va para nosotros, mis queridos sacerdotes, o seminaristas. Lo decía también San Pedro en una de sus cartas: “no como dominadores de la grey”, sino como Cristo, el Buen Pastor, que da la vida por sus ovejas. El buen pastor se entrega para que ellas vivan. Y en eso consiste nuestro gozo. Esa es la alegría de la paternidad que nos ha sido confiada por el único Pastor, que es Cristo.
Podemos dar gracias a Dios con nuestro corazón, con nuestra mente y con toda el alma por el Papa que el Señor nos ha concedido. Sostenedle con vuestra oración, como él nos ha pedido, con vuestra fidelidad. Y estad dispuestos a aprender de él eso que es la herencia que nos ha dejado el Concilio, con Pablo VI, Juan Pablo I y, sobre todo, Juan Pablo II, como una misión para cada uno en nuestros lugares de trabajo, en nuestra vida. El testamento de Pablo VI decía: “El hombre está en peligro”.
Abriendo las puertas a Cristo, manteniendo la comunión de la Iglesia, que el Señor nos conceda a cada uno, y a cada una de nuestras comunidades, el ser, justamente, como aquellos monasterios benedictinos, una llama en medio de la noche, donde los hombres puedan venir y encontrar calor, y afecto, y misericordia, y libertad: libertad del pecado, libertad de depender de la suerte o de las circunstancias, o de los poderes del mundo. La libertad gloriosa de los hijos de Dios por la que Cristo ha derramado su sangre. Que el Señor nos conceda a todos estar a la altura del Papa que nos ha concedido. Ser el Pueblo digno para que los hombres puedan reconocer sencillamente en la Iglesia el lugar de su vida, su casa, su hogar, el comienzo del Reino de Dios, el comienzo del Cielo y de la vida verdadera aquí en la tierra.