Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 26/05/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 231
Queridos hermanos sacerdotes, excelentísimas autoridades, queridos hermanos y amigos, especialmente los niños de Primera Comunión, porque hoy es para vosotros un día bellísimo para revivir la gracia grande del don de Jesucristo que el Señor os acaba de hacer.
Esta es una fiesta especialmente importante para los sacerdotes, que viven haciendo la Eucaristía todos los días, y para vosotros, que acabáis de recibirla. Y ojalá que la frescura y la apertura de corazón con que habéis recibido vuestra Primera Comunión os pueda acompañar todos los días de vuestra vida, siempre, con la misma alegría y con la misma belleza de ese momento en el que el Señor se da a vosotros por primera vez.
Yo quisiera deciros a todos, mi querido Pueblo cristiano de Granada, que la fiesta de hoy podemos vivirla como si fuera el residuo de una hermosa tradición cuyo contexto cultural estaba en otro periodo de la Historia que ha llegado hasta nosotros, o podemos vivirla como una fiesta casi revolucionaria: como una fiesta que nos recuerda, acerca del ser de las cosas, de nuestra existencia, de la vida del mundo, cosas que chocan extraordinariamente con lo que hoy domina en la mentalidad cotidiana que configura y determina nuestras vidas, y que genera tantísima soledad y tantísimo sufrimiento.
La fiesta del Corpus es la fiesta de la Presencia permanente, de la Compañía. Voy a intentar explicar cómo se pone de manifiesto esto que acabo de decir, es decir, el carácter chocante, provocador, del sacramento de la Eucaristía. Es la fiesta de la Presencia, y de la Presencia permanente, la fiesta de la fidelidad del Amor de Dios: de la fidelidad que hace posible precisamente esa Compañía, que hace posible que nadie se sienta solo, y que revela a Dios como Amor incondicional por el hombre; como Amor omnipotente, sin límites, infinitamente creativo. Es la fiesta de la fidelidad, la fiesta de la permanencia, la fiesta del amor que vence las dificultades, que vence al pecado, que vence al tiempo, que permanece para siempre; la Alianza nueva, siempre nueva, y siempre eterna, es decir, siempre capaz de regenerar la esperanza, porque no ha sido destruida por nuestras torpezas ni por nuestro pecado. Es la fiesta del Dios que es don, que se hace don hasta el extremo de hacerse alimento de nuestra vida, comida para nosotros. Es la locura del don. Es la locura del amor. Pero es una locura que revela, al mismo tiempo, el secreto último de la vida humana, y de la creación, porque también la vida humana es don para quien ha encontrado ese don. También la vida humana es amor, y solamente amor. Y también la vida humana es plenamente humana cuando es amor, y en la medida que es plenamente amor.
Si os fijáis, éstas son categoría que contrastan absolutamente con la mentalidad en la que vivimos, y por eso ponen de manifiesto la radical diferencia entre el alma de la experiencia cristiana y el alma de una cultura que se ahoga a sí misma en su deseo de alcanzar una humanidad que es incapaz de construir con sus propias manos.
Estabilidad, fidelidad, frente al reino de lo efímero, de la experiencia pasajera, de la fragmentación de la vida en momentos yuxtapuestos unos a otros sin sentido, sin conexión, sin historia, sin meta, sin significado. La compañía frente a un mundo que consagra la soledad, precisamente porque la soledad deja al hombre inerme frente a las manipulaciones del Poder. El amor, la donación, la vida como don frente a la vida como interés. La vida como interés que, inevitablemente, genera violencia, y que hace que los hombres vivan permanentemente confrontados unos con otros, que teman a su prójimo como un posible competidor en la lucha por quedarse con la mayor parte posible del pastel de la vida. Frente a eso, una existencia humana vivida como don, porque somos imagen de Dios, y porque hemos conocido a un Dios que es Amor, que nos acompaña fielmente, permanentemente, sin límites.
Es verdad, me diréis, que es una presencia bien misteriosa, porque es difícil reconocer a Dios en el Pan consagrado. Y es más difícil para nosotros que vivimos en una cultura para quien lo material es exclusivamente materia, material de construcción, material de manipulación, incluso nuestro propio cuerpo. Y hemos perdido todo carácter de misterio, toda percepción de misterio para la realidad material, y especialmente para el cuerpo humano. Porque, si no tuviéramos la mente deformada por ideologías que nos constriñen a pensar de una determinada manera, nos preguntaríamos: ¿no es el rostro humano tan misterioso en relación con el yo, con la persona que está siempre detrás de ese rostro, como lo pueda ser la Eucaristía con respecto a Dios?, ¿no es el rostro humano una ventana al misterio infinito? El cineasta Dreyer decía que “nada es comparable al rostro humano. Es una tierra que uno nunca se cansa de explorar.” ¿Por qué? Porque refleja algo de la infinitud de Dios. Pero nosotros hemos perdido esa percepción de que el mundo tiene que ver con lo infinito, que el mundo creado es una especie de signo, de “sacramento”, de señal que Dios pone para provocarnos a descubrirle y para ayudarnos a salir de nosotros mismos en ese descubrimiento. Eso nos hace más difícil percibir el significado de los sacramentos que parecen como ritos absurdos, vacíos, costumbres…
El sacramento de la Eucaristía pone delante de nuestros ojos todo un horizonte de vida precioso, porque es una proclamación de que Dios nos acompaña fielmente, de que está en medio de nosotros de una manera corporal, física, que se hace tangible y contemporáneo nuestro.
La Eucaristía es también, por este motivo, el sacramento de la libertad, frente a un mundo que no ama demasiado la libertad, que está demasiado drogado para amarla. Decía Unamuno: “No canta libertad más que el esclavo”. A nosotros se nos llena la boca con la palabra libertad, y tal vez es porque vivimos como esclavos y somos vagamente conscientes de ello, pero nos falta la energía para ser libres. La Eucaristía, en el mundo en el que estamos, vuelve a ser una proclamación de la libertad de la persona humana, de la dignidad sagrada de la persona humana en todas sus circunstancias, desde el momento de su concepción hasta su muerte natural, y eso es proclamar que somos hijos de un pueblo libre. Procesionar la custodia con la presencia del Señor es procesionar el Amor hecho carne, Al amor contemporáneo nuestro, esperanza para nuestras vidas, para nuestro mundo, para nuestra sociedad de hoy. Es proclamar la posibilidad, aquí, en esta tierra, de una humanidad buena. De una humanidad que tropieza (¡claro! ¡somos débiles!, pero ¡eso lo sabe el Señor, no es problema!), frágil, pero que sabe que, por la gracia de Dios, por la presencia de Cristo entre nosotros, es posible vivir la plenitud, que no es una utopía. La misericordia existe, está, nos ha sido dada: poseemos a Dios misteriosamente. También somos amigos misteriosamente. También somos esposos misteriosamente. Somos hijos y padres misteriosamente. ¿No llena el Misterio toda la experiencia humana cuando uno no está ciego? ¿Quién ha escogido a sus padres? ¿Quién ha escogido su historia? ¿Quién la hace? ¿Quién ha escogido a las personas con las que vive, el lugar donde crece, la lengua que ha aprendido?
Mis queridos hermanos, sólo quiero que podamos vivir la procesión, y este día, con la conciencia de que nos ha sido hecho un don inmenso. Y es un don que está en nuestras manos frágiles, vasijas de barro, pero el don más precioso que existe en la tierra. Dios está en medio de nosotros. Cantaréis que “Dios está aquí”. Pero que Dios esté aquí es un escándalo, sigue siendo un escándalo, como lo fue para los judíos que se encontraron con el cuerpo visible de Cristo durante su ministerio terreno. Sigue siendo un escándalo. Y ese escándalo, paradójicamente, es el testimonio más grande de la verdad del don que nos ha sido hecho, de la verdad que la Iglesia proclama, de la verdad viva, capaz de generar de nuevo vida en el corazón de los hombres.
Sólo quisiera añadir una cosa. El cuerpo de Cristo misterioso en el sacramento es inseparable del cuerpo de Cristo misterioso que somos nosotros, que es la comunión de este pueblo unido en torno a Cristo. Curiosamente, a la Iglesia se le llama también el cuerpo de Cristo, y a lo largo de la Historia ha fluctuado a cuál de los dos se le llamaba el cuerpo místico. A veces se llama cuerpo místico a la Iglesia, y a veces se le llama cuerpo místico, misterioso, sacramental, al sacramento de la Eucaristía. Lo cierto es que Cristo nos alimenta y nos abraza en esos dos cuerpos. Una Eucaristía sin una Iglesia consciente de que Cristo está en medio de nosotros, y que vive en nuestra comunión, y vive en vosotros, y os acompaña por la calle, y en la feria, y en vuestra casa, y en el altar, que es la mesa de vuestra casa, y os acompaña segundo a segundo de vuestra vida, en la enfermedad, y en el hospital, hasta donde no pueden ya acompañarnos nuestros familiares, porque Cristo nos acompaña hasta en el momento de la muerte a los que somos su Cuerpo; una Eucaristía vivida sin una referencia a este Cuerpo de Cristo es una Eucaristía que se vuelve incomprensible, que queda en estética. Pero no estética de la buena, porque la buena estética remite siempre a la verdad de la que es portadora. Sino que es estética de la mala, pura forma, sin contenido. Y una Iglesia sin Eucaristía se muere. Se muere porque le falta la vida, porque reduce la fe y la experiencia cristiana a ideología, a inspiración ética, a cosas que son incapaces de sostener nuestra esperanza y nuestra vida. La Eucaristía hace la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía. La Eucaristía nos alimenta por dentro y la Iglesia nos abraza por fuera. Y en la relación entre estas dos realidades, nuestras vidas están acompañadas por Cristo. En la relación entre la Eucaristía y la Iglesia, la compañía de Cristo se hace carne de forma que nosotros podamos tocarle, estar cerca de Él, experimentar su presencia; la compañía de Cristo se hace carne de forma que Él pueda, con su gracia, con su misericordia, tocarnos a nosotros y rescatarnos de la esclavitud del pecado y de la esclavitud de la desesperanza, de la esclavitud del cinismo y de la esclavitud de la muerte.
Entre la Eucaristía y la Iglesia sucede la alegría, sucede la vida redimida, sucede la esperanza, sucede lo más bello de la Creación, que es este Pueblo que se llama Iglesia. Por eso hoy, al hablar de Eucaristía, al acompañar al Señor sacramentado por nuestras calles, conscientes de que es Él quien nos acompaña a nosotros día a día, segundo a segundo porque jamás nos abandona, expresamos nuestra gratitud, y expresamos nuestro amor a Cristo, y nuestro amor de ser Iglesia, nuestra comunión en Cristo. Si el Esposo está en medio de nosotros, ¿no vamos a cantar?, ¿no vamos a ser felices?, ¿no vamos a dar las gracias por esta comunión que la presencia de Cristo hace crecer en medio de nosotros?, ¿no vamos a desbordar de alegría?
Que el Señor nos conceda vivir este día con verdad, con sencillez, en toda su riqueza. Y que el Señor nos permita vivir esta maravilla que es la Eucaristía, y esta maravilla que es el otro cuerpo de Cristo, que es la Iglesia, todos los días de nuestra vida.