Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 26/11/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 248
La Iglesia nos da de nuevo, un año más, este precioso tiempo de Adviento. En un cierto sentido, quizá junto con la Pascua, es el tiempo más bello, más humano, más profunda y radicalmente humano de todos los tiempos litúrgicos. O quizá todos subrayan un aspecto esencial a la vida humana. Pero éste es esencial, inmediato, fácilmente reconocible como algo que corresponde a nuestro corazón.
La Iglesia nos anuncia que el Señor viene. La Iglesia nos recuerda que el Señor viene. Y al anunciarnos este hecho sencillo, y al mismo tiempo más sorprendente de todos, el más inesperado y grande de todos, abre el abismo inmenso de nuestros deseos. Es eso lo que significa cuando la Iglesia nos invita a estar en vela. Y es que, la certeza y la confianza de que viene, nos despierta. Estar en vela significa justamente eso: estar despierto, no dormirse. Quedarse despierto aguardando a alguien que llega, cuya venida podría producirnos temor o angustia, sin embargo, en el modo cristiano de entender las cosas, esa venida es la fuente de toda Gracia. Esa venida es, como suplicábamos en el Salmo, “que brille tu Rostro y nos salve”. Esa venida es el resplandor del rostro que es el único capaz de sostener nuestra esperanza, de sostener el sentido de nuestra existencia, de sostenernos en la tarea y en la misión de la vida, de hacer posible la acción de gracias.
Viene, viene el Señor. Y eso nos permite reconocer nuestros deseos como el instrumento puesto en nuestro corazón para reconocerle.
Yo he dicho en alguna ocasión, y lo repetiré muchas veces, que en el mundo en el que estamos es necesario no sólo evangelizar nuestros pensamientos, nuestra inteligencia, sino que es necesario evangelizar nuestra imaginación, y también es necesario evangelizar nuestros deseos. De hecho, un pensador reciente, nada cristiano en ningún sentido, describe la sociedad contemporánea como una sociedad carcelaria. Es verdad que es una cárcel al aire libre, que no tiene rejas ni alambradas, pero es una cárcel en la que todos hemos aceptado estas reglas de juego donde ni siquiera hacen falta vigilantes porque todos nos vigilamos unos a otros. Y se preguntaba, ¿por qué es una cárcel? Porque hay una disciplina terrible del deseo. La sociedad en la que vivimos nos impone desear ciertas cosas, aquellas que vende la publicidad, y nos prohíbe desear todo aquello que no vende la publicidad, que no está justificado en el mercado. Y es verdad. Muchos de los sufrimientos humanos que cualquier pastor trata y conoce todos los días tienen que ver con unos deseos no reconocidos de felicidad, de plenitud, más grandes que aquellas cosas que se pueden comprar, más grandes que aquellas cosas que se ofrecen en nuestra sociedad, más grandes que la imagen que se nos da de las relaciones humanas, de la convivencia, del amor humano, hasta del mismo matrimonio, de la paternidad o de la maternidad. Las imágenes que se dan de esas cosas son, o muy pequeñas, muy reducidas, muy pobres, o se denigran directamente, como se denigra el matrimonio, como se denigra la paternidad y la maternidad. Sólo están permitidos aquellos deseos que se pueden satisfacer comprando cosas, poseyendo cosas. Y, por tanto, sólo aquellos deseos que, curiosamente, nos alienan, no sólo que no nos hacen felices, sino que nos hacen esclavos de las cosas mismas en las que ponemos nuestra felicidad, nuestra esperanza. Todo eso genera una corriente inmensa, pero censurada, de frustración, de desesperanza, de desaliento, de cinismo y escepticismo ante la vida.
El anuncio de “El Señor viene” resuena con una novedad y con una frescura –permitidme que use la palabra- revolucionarias. Viene el Señor, y eso significa que hay una esperanza para mis deseos más hondos. Esos deseos que nada satisface, esos deseos que se encuentran frustrados cuando uno ha identificado la felicidad con algo de eso que está en el mercado y que luego te das cuenta de que tienes ese algo y tu anhelo sigue intacto, y dices: ¿Y adónde me dirijo? Ese grito del hombre engañado por las mentiras constantes de esa felicidad que se le vende a bajo precio, de rebajas, pero que no corresponde profundamente al corazón; ese grito es descubierto a la luz del anuncio de Adviento como una forma humilde, pero profundamente humana, de oración, de búsqueda, de anhelo de Dios.
Yo creo que ese anhelo de Dios traspasa nuestro mundo. Es mentira que nuestro mundo no sea un mundo religioso. Está lleno de religiones. Está la religión de los grandes almacenes, está la religión de la televisión… está lleno de propuestas de plenitud, lleno de propuestas que son mentira, lleno de liturgias que cumplimos puntualmente, y que no son capaces de hacernos mejores personas, que no nos conducen a ninguna parte, que no nos hacen crecer como seres humanos, que no nos dan una grandeza mayor, o una convivencia más buena, o un deseo más grande de amar la vida y de amar a los demás, o una posibilidad de amarla, o de amar a los otros. No es que el mundo contemporáneo no sea religioso. Es que todas sus religiones son de “todo a cien”, por decirlo de alguna manera, son religiones baratas, visiblemente engañosas, donde se te promete ser feliz si consigues tal aparatito, o tal juguete, o tal perfume, o tal coche.
Cuando la Iglesia nos anuncia “El Señor viene”, de repente, el horizonte infinito del deseo es reconocido, es liberado de la esclavitud de las cosas, y es reconocido como el lugar que el Señor ha creado justamente para acogerle, como el lugar que el Señor ha creado para ese amor infinito cuyo desbordar inefable celebraremos la noche de Navidad. El Señor viene a nosotros, y viene a responder a ese deseo nuestro, y viene a llenarnos la vida, a llenarnos el corazón, a hacernos posible vivir; viene a descubrirnos cuál es el centro de la existencia, cuál es la razón de ser de las cosas, quién somos, qué es el mundo, para qué es la vida, y cómo ese “para qué es la vida” es algo infinitamente bello, porque la última razón de todo es el amor infinito de Dios revelado en el Niño de Belén.
Por eso en el tiempo del Adviento se reconoce ese grito del hombre, que es un grito en la noche, como un grito en la niebla; la gente no dice “Jesús viene”, la gente sólo dice “¡ay!”. Un antropólogo reciente señalaba cómo el dolor comunica a los hombres, rompe la palabra, rompe el lenguaje. El dolor no tiene lenguaje, sólo tiene el grito, la queja, no hay palabras para contarlo, nunca; y cuanto más potente es el dolor, menos capaces son las palabras de expresarlo, al menos como dolor de alguien externo. El verdadero dolor sólo tiene como expresión el grito. Y yo creo que ese grito del mundo expresa el anhelo de Dios. Pero es un grito sin objeto, es un grito como en una niebla inmensa. ¿Por qué? Porque si los hombres supieran que a quien buscan es a Dios, ya le conocerían, ya estarían salvados, ya habrían encontrado lo que buscan. Y como no lo han encontrado, como no lo conocen, buscan a tientas, y lo único que experimentan es el dolor. Pero, repito, ese grito es una forma sagrada de oración. Voy a decir una cosa que suena a una barbaridad, y vosotros me perdonáis: la ponéis en su contexto. Detrás de los coches quemados en Francia, detrás de la violencia del nihilismo que agita tantas veces nuestras sociedades desarrolladas, como detrás de tantos niños “haciendo el oso”, como detrás del drogadicto que busca su felicidad en algo que le destruye la vida, hay una forma de oración que no es muy distinto del grito de la sangre de Abel de la que habla la Carta a los Hebreos. Y en ese grito de dolor del hombre que no encuentra en este mundo su plenitud y su alegría, hay una correspondencia con la súplica del Espíritu y la Esposa, que dicen, “Ven, Señor Jesús”. También quienes conocemos a Cristo decimos: “Ven”. Porque no es que el encuentro con Cristo haya saciado nuestra sed: lo que ha hecho es despertarla, lo que ha hecho es permitirnos reconocer que esa sed infinita es algo querido por Dios, permitirnos reconocer que nuestros deseos son sagrados.
Yo sé que en el mundo en el que estamos hay mucho rechazo a la Iglesia, y que detrás de ese rechazo hay muchas cosas de naturaleza muy diferente: está también el odio, el resentimiento; está también la decepción –muchas veces- ante el testimonio que damos nosotros, o ante el vacío de nuestra predicación o de nuestra palabra, o de nuestra vida, que no habla de Cristo, que no habla de la novedad del gozo de quien ha encontrado a Cristo. Pero, aun teniendo en cuenta todas esas circunstancias humanamente adversas para el anuncio del Evangelio, siempre habrá una complicidad entre el testimonio de la Iglesia, entre nuestra vida cristiana, y la vida de los hombres. Si supiéramos conectar, no con categorías faciales, sino con la humanidad del hombre… ¿Por qué? Porque la humanidad del hombre es justo ese deseo de infinito. La humanidad del hombre más profunda, lo que somos, es ese deseo de infinito, un anhelo de plenitud insaciable, un anhelo de amor, de belleza, de verdad, infinito. Eso es lo que somos. Y si queremos a Jesucristo, es porque hemos encontrado en Él la respuesta a nuestro propio anhelo. Y siempre habrá una complicidad con la humanidad del hombre, si no nos perdemos por los callejones de en medio. Y podemos llegar a esa humanidad del hombre que anhela, que busca la plenitud. Siempre habrá una conexión entre el Evangelio y el hombre que quiere ser feliz, que no tiene más que eso, que no busca más que eso, ser feliz, y que tiene la experiencia que las ofertas humanas no son capaces de darle esa felicidad, y que vive en esa frustración permanente.
Nosotros hemos percibido, por una parte, que el encuentro con Cristo corresponde a nuestro deseo. Hemos encontrado el sosiego, la paz, la libertad que da el saber quiénes somos, a qué estamos llamados: a ser hijos de Dios, a participar de la vida divina, a vivir de ese amor cuya fuente no se agota jamás. Pero ¿no es también una experiencia humana que justamente cuando encuentras el amor es cuando se despierta más el deseo de él? No es que nuestro deseo se haya sosegado, sino que el encuentro con Cristo lo que ha hecho es permitirnos entenderlo, permitir que no nos destruya, permitir que, lejos de ser una frustración, la experiencia de la vida sea la experiencia de una gratitud, de una alegría, de un gozo. Un gozo que, justo, porque es gozo verdadero, crece en su deseo de más gozo, quiere más de lo mismo, quiere y anhela la vida eterna. Por eso el anuncio de Cristo que viene es también un anuncio para nosotros.
El Adviento, la Navidad, la Cuaresma, la Pascua no vienen solos, son parte de la pedagogía del Señor con nosotros, de la pedagogía de nuestra Madre Iglesia con nosotros, para ayudarnos a crecer. Nosotros necesitamos los tiempos como necesitamos los cumpleaños, como necesitamos los días de fiesta para estar juntos en casa… Pero Cristo viene siempre. Siempre que celebramos la Eucaristía, viene. Recibimos el perdón de los pecados, y viene. Se acerca a mí un hermano pidiéndome mi ayuda, mi tiempo, mi afecto o mi capacidad de escucha, y es Cristo quien viene a mí. Esa venida coincide con nuestro deseo, con nuestra súplica.
Quiera el Señor que crezca esta tradición, que ya se va estabilizando un poquito, de la Vigilia de Adviento. Vamos a vivir con todos nuestros hermanos, con toda la Iglesia, este tiempo haciendo la súplica de la Esposa, la súplica del Espíritu en nosotros, con la que el Espíritu ora en nosotros, y dice “Abba, Padre”, “Ven, Señor Jesús”. Ven a nuestras vidas. Haz florecer la alegría en nuestra tierra árida, reseca, con tu presencia, con tu don, con tu agua, con la belleza de tu amor. Y haz que en este mundo, reseco y árido, perdido, que pueda resplandecer en nosotros el gozo de tu venida. Más y más estoy convencido de que la única evangelización posible es el testimonio de nuestra alegría. La única misión, el único apostolado verdadero, que no se puede suplir con nada, a un mundo que busca desesperadamente la alegría, pero que cada vez está más lejos de ella, es el testimonio de nuestra alegría, el testimonio de una esperanza cumplida, de un amor encontrado, de un gozo vivido realmente, de una libertad recuperada. Que el Señor permita que el deseo de su venida, y que la gracia de su venida a nosotros, fructifique en nosotros ese gozo y esa libertad, para bien nuestro y del mundo en el que vivimos.