Santa Iglesia Catedral de Granada
Fecha: 30/12/2005. Publicado en: Boletín Oficial del Arzobispado de Granada. Nº 74-79. p. 253
Mis queridos hermanos sacerdotes, mis queridas familias, mis queridos matrimonios que renováis vuestro compromiso matrimonial, especialmente aquellos que renováis vuestras bodas de oro y plata.
En esta Eucaristía, como en todas, damos gracias al Señor. Pero se las damos, en el contexto de la Navidad, mostrando una verdad de la que tenemos muchísima necesidad los hombres de nuestro tiempo.
La vida humana se ilumina – se lo hemos oído decir santísimas veces a Juan Pablo II – desde Cristo. El Hijo de Dios encarnado, al revelar al Padre y su designio de amor, revela también el hombre al propio hombre. Nuestra vida humana, el misterio que somos cada uno de nosotros, y que también lo somos para nosotros mismos –el misterio de nuestros deseos, de nuestras frustraciones, de nuestro destino–, se ilumina en la Encarnación del Verbo. Y eso es lo que celebramos en la Navidad. La celebramos como quien celebra un acontecimiento absolutamente único.
Y es un acontecimiento que tiene una trascendencia inmensa para nuestra vida. Para todo en la vida. Llevamos casi siglos viviendo en un contexto cultural donde pensamos que la naturaleza es algo completo, acabado en sí mismo, y que Dios y lo cristiano están fuera de ese ámbito. Pensamos que podemos darnos la plenitud a nosotros mismos y que Dios, la gracia, es como un simple estímulo. Como si Jesús se hubiese encarnado para ayudarnos a ser un poquito mejores. Porque, como nosotros no llegamos a ser buenos del todo… Y eso hace de la Encarnación algo tan pequeño que, ciertamente, no es capaz de suscitar en nosotros ni la alabanza, ni la gratitud, ni la alegría, ni nada. Y yo creo que eso es uno de los problemas culturales del mundo en que vivimos, y del mundo del que venimos, y la manera de pensar que hemos heredado.
Pongo un ejemplo de cómo se aplica eso luego a la concepción del amor, del matrimonio y de la vida cristiana. Más de un siglo de cine nos ha enseñado que basta con enamorarse para comer perdices, que basta el atractivo que suscita el hombre en la mujer y la mujer en el hombre para que ese amor, por sí mismo, produzca la felicidad que todo ser humano intuye que está vinculada al hecho del amor. Eso es una gran mentira. Es verdad que nuestro corazón está hecho para el amor. Pero es verdad que el amor para el que estamos hechos es el amor de Dios, es un amor infinito. Y ese amor para el que estamos hechos no se puede vivir sin Cristo. En un mundo que ha prescindido más y más de Cristo, ese amor para el que estamos hechos parece casi una burla esperpéntica. Porque es verdad que todos deseamos ser amados. Y es verdad que todos tenemos necesidad de un amor infinito. Y es verdad que todos intuimos que la felicidad estaría en un amor sin límites. Pero también es verdad que la experiencia nos dice que ese amor no existe entre nosotros: que no nos lo podemos dar a nosotros mismos.
¿Y qué sucede cuando eso se convierte en el modo de vida cotidiano, habitual? Pues que la relación entre un hombre y una mujer no puede ser más que una inmensa frustración. Porque en lo único que puede convertirse esa necesidad de ser amados es en una exigencia sobre la otra persona terrible, que la otra persona no puede normalmente resistir. Porque es una exigencia permanente de más y más amor, porque nuestro corazón no se cansa. Y como la otra persona nunca lo da suficientemente, terminamos diciendo: “esto no ha funcionado”.
A menos que esas exigencias profundas de nuestro corazón puedan desembocar en alguna parte –y eso no puede ser construido por el hombre, sino que se nos ha iluminado en los Evangelios, en la buena noticia, en el acontecimiento de Cristo, en el don del Espíritu Santo y en la experiencia que nos hace comprender nuestra propia humanidad–, entonces sí, entonces sabemos que estamos hechos para un amor como el de Cristo. Y, entonces, el ser esposo se ilumina, porque hemos conocido al Esposo. Y el ser esposa se ilumina porque hemos conocido el don y el amor que ese Esposo genera en el corazón de su Esposa, la Iglesia. Porque hemos conocido el fiat sin límites de la Virgen, que acoge la vida de Dios en su seno.
Y toda la existencia humana se ilumina. No sólo la vida de la pareja, del matrimonio, y la paternidad, la maternidad. A la luz de Cristo se ilumina el mundo del trabajo, y hasta lo que significa el conocimiento humano y la ciencia. Se ilumina absolutamente todo lo que es nuestra condición humana: la vida social, la vida política, todo, tiene una nueva luz desde Cristo, una posibilidad de ser comprendido en su destino. ¿Por qué la vida social tiene que ser concebida necesariamente, como la conciben desde hace ya siglos las teorías sociales actuales, como una vida de conflictos? ¿Por qué no puede ser una vida de comunión? ¿No estamos hechos para la comunión? ¿Por qué no puede ser una vida donde el comercio sea justamente una cooperación hacia el bien común, y donde la construcción de la polis no sea una lucha para ver quién manda o para ver quién tiene poder, sino sencillamente una construcción conjunta, de personas distintas? Pero, tanto en el mundo del trabajo, de la empresa, como en la construcción de la polis, sólo es posible eso si uno ha descubierto en Cristo que no es absurdo darse. Y no sólo no es absurdo, sino que es la forma más inteligente de vivir. Porque la vida es para darla. Y quien no la da, la pierde. Darla puede ser costosísimo, dificilísimo. Hay momentos en los que, dándola, uno la pierde humanamente. Pero a la luz de la alianza nueva y eterna que se nos ha iluminado en Cristo, ni siquiera el perderla es grave. Para quien ha conocido a Cristo, lo grave es vivir al margen de Cristo. El único mal es perderse el don del Espíritu Santo. El único mal es vivir en el pecado, vivir lejos de Dios.
Quiero subrayar esto porque, ¿cuántas veces hemos pensado en una boda “¡Qué chicos tan majos!”? Y luego, al poco tiempo, te dicen: “con lo majos que eran, ¿por qué se han separado?” ¡Dios mío! Pues porque no basta ser majos. Porque hace falta Jesucristo, hace falta el don del Espíritu Santo. Para atraerse no hay ningún problema. Pero para que el amor no sólo permanezca, sino que crezca, y llene la vida y la sostenga en el tiempo, eso, sin Dios, es imposible. Pero ni los hermanos a los hermanos, ni los padres a los hijos, ni los hijos a los padres. ¿Y no bastan los instintos naturales? No, no bastan. Parte de nuestra tragedia es que hemos creído que bastaban, y que para lo único que servía el ser cristianos era para darnos como un estímulo moral, para luchar un poquito más por algo que, en el fondo, ya nos daba la naturaleza. ¡Qué va! ¡Un matrimonio es un milagro! Un milagro espectacular. Yo pienso muchas veces que es un milagro tan grande como la resurrección de Lázaro, o como la curación del ciego de nacimiento, o como la resurrección del hijo de la viuda de Naím. Es un milagro por sí mismo. Y los milagros es Dios quien los hace. No los hacemos los hombres.
Hoy damos gracias por el don de Cristo, como siempre. Y porque este don no es un don del pasado, sino que es un don renovado en la Eucaristía, presente, nuevo una vez más. Cada una de nuestras vidas, nuestros cuerpos, nuestra humanidad, es un portal de Belén cada vez que celebramos la Eucaristía, donde viene el Señor a estar, y a darnos su amor y su Espíritu. Y a permitirnos vivir en esta historia de pasiones, profundamente humana, de una manera divina, como hijos de Dios. Y a poder vivir, cada uno en nuestra vocación, esa vocación a darse, de modo que realizamos la imagen de Dios en nosotros. Y se cumple esa imagen. Y la vida se convierte en una acción de gracias, en una gratitud permanente.
Mis queridos hermanos, casi me da vergüenza decirlo: hemos venido a dar gracias al Señor por su Amor y por vuestro amor, imagen del suyo, y expresión presente de esa alianza nueva y eterna que el Señor consumó en la Navidad. Recuerdo hace muchos años – estaba yo empezando a ser sacerdote – que un amigo mío me decía: “yo creo que dentro de pocos años no hará falta decir cuándo un matrimonio es cristiano, porque cuando pasan 10 ó 15 años y se siguen queriendo, sin que ellos digan nada será evidente que son cristianos”. Y es verdad. Y eso me ayudó a mí a entender qué significa que el matrimonio es un sacramento. Es decir, que eso no está tan vinculado con el rito inicial, cuanto con el hecho mismo de una cierta calidad del amor. Es vuestro amor, un amor entendido tal y como lo ha entendido la tradición de la Iglesia, lo que no es posible más que si Cristo vive y uno tiene la experiencia de la gracia de Cristo. Así de simple. Y entonces, por el hecho de quereros, por el hecho de proclamar vuestro amor, estáis proclamando a gritos a Cristo en medio del mundo. Vuestros hijos, vuestra fidelidad, proclama a Cristo. Me diréis: “con mil fragilidades, con mil peleas”. ¡Claro! Pero con un lugar en el que siempre refugiarse, al que volver. Con un lugar al que pedir perdón. Con un lugar donde se pueda renovar el corazón por el amor infinito del que somos objeto. Con un lugar donde empezar siempre.
Y ese amor vuestro esponsal ilumina la vida entera de la Iglesia. Estamos aquí unos cuantos sacerdotes. ¡Cómo me ha enseñado a mí el ver vuestra paternidad para entender lo que significa ser sacerdote! Y a entender mi ministerio como el de un padre de familia que tiene que cuidar de su familia. No alguien que hace un trabajo, o que dedica unas horas. Sino alguien cuya vida es para su familia.