Fecha: 31/05/2009
Celebración de Pentecostés en la catedral. (31-5-2009)
Muy queridos hermanos sacerdotes, hermanos y amigos. Saludo especialmente a la escuela gregoriana que nos acompaña.
La única función de una homilía consiste en ayudar a entender bien el momento que vamos a vivir, para que así la Eucaristía nos recuerde quiénes somos, quiénes somos para Dios y quién es Dios para nosotros. Para ayudarnos a vivir con conciencia lo que significa esta fiesta de Pentecostés. Uno de los salmos preguntaba “Qué es el hombre para que te acuerdes de él/el hijo del hombre para darle poder”. Debemos partir de esta pregunta. ¿Quién soy yo? ¿Un fruto de la casualidad? ¿Un accidente de la naturaleza? La vida se escurre igual que el agua entre las manos. Se nos va. Sucede igual que con la música, que no podemos detenerla, porque hacerlo significaría su destrucción. Uno se pregunta, ¿quién soy yo? Sin embargo todos los domingos pronunciamos una frase en la Eucaristía que debería sobrecogernos: “por vosotros y por vuestra salvación bajó del Cielo”. Yo, que no soy nadie, que en dos generaciones seré olvidado, el Señor, el Creador de todas las cosas, Aquel para quien el Universo entero es una mota de polvo, ha querido revestirse de la carne para hacerse mi amigo, para acompañarme en la vida.
En la fiesta de Pentecostés se consuma la finalidad de la Encarnación, de la Pasión y Resurrección de Cristo, de todo su Ministerio. En esta fiesta, donde se regala el Espíritu Santo, se desvela el objetivo final por el que se había desarrollado toda la historia de la salvación. Desde la elección de Abraham, o si queréis, desde la misma Creación, que se realizó para que tú y yo podamos participar de la vida divina, para que podamos acoger la vida divina en nuestro pequeño recipiente humano, ¡tan frágil e insignificante! Para que Dios pudiera mostrarnos su amor. Toda la historia, desde la elección de Abraham, pasando por la liberación de Egipto, el cuidado del pueblo israelita, su complejísima historia, todo, repito, ha sido el descubrimiento de ese amor de Dios, la creación de un lenguaje y un corazón que fuera capaz de recibir al Hijo de Dios. Y eso sucede en la Encarnación, pero como un primer paso de una alianza cuyo significado sólo se entiende en una clave esponsal. Sólo hay una imagen para describir quién es Dios para la humanidad: el Esposo que ama a la esposa, no con un amor posesivo o egoísta, sino un Esposo que se desposee a sí mismo para poder ofrecer a la esposa su propia vida. La Encarnación viene acompañada del drama de la Pasión de Cristo, pero el amor de Dios vence ese drama, que como finalidad no tiene el aplauso o el reconocimiento de un sacrificio o una gesta, sino que es el hecho de que Dios se ha unido con nosotros para sostener nuestra fragilidad, para hacer renacer en nuestro corazón una esperanza enorme, de un amor infinito. Una vez que descubrimos lo que es la vida eterna, nos damos cuenta de que todo el desasosiego y la inquietud que había en el corazón humano era el anhelo de ese nuestro destino, de nuestra vocación.
Nosotros, al recibir el Espíritu Santo, nos hacemos hijos de Dios. Cristo se une a nosotros de tal manera que deposita e infunde en nosotros su vida para que podamos vivir en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Es Él que nos transfigura. ¿Cómo podríamos vivir esta Eucaristía? ¿Qué podríamos adorar? ¿Con qué sorprendernos? Durante muchos años me llamó la atención que, así como hay mucha variedad de oraciones dirigidas al Padre, que es Cristo, para el Espíritu Santo sólo hay una en la Tradición de la Iglesia: ¡ven! Tampoco hay muchas descripciones. Tenemos la experiencia. La Iglesia no habla del Espíritu como habla del Padre o del Hijo, porque el “yo” de la Iglesia es el Espíritu Santo. San Agustín decía que es más íntimo a mí que yo mismo. Me constituye. Es como el esqueleto del alma, como quien da consistencia al “yo” nuevo recibido de Cristo, aunque siga teniendo mal genio, aunque se deje llevar por la lujuria o el egoísmo. En ese “yo” tan frágil, tan débil y tan pobre, Cristo ha puesto su don. A ese “yo” se ha entregado el Señor. San Pablo lo expresaba bellamente: “ya no soy yo, es Cristo quien vive en mí”. Mi “yo” ha quedado transformado, unido, transfigurado, en un “yo” de hijo de Dios. Objetivamente ha sucedido.
Lo que celebramos hoy es el nacimiento de la Iglesia, su primera manifestación pública. Pero aquello que sucedió aquel día no ha dejado de suceder. Sucede cada vez que alguien se bautiza, cada vez que recibimos el perdón de los pecados, que comulgamos. El Señor se nos da, se nos da entendedme bien- no para que seamos buenos, sino porque ama estar con nosotros, por un amor absolutamente inmotivado, gratuito. Tenemos necesidad de ser sostenidos en nuestra frágil esperanza. Sólo Dios puede cumplir hasta el final los deseos más profundos de nuestro corazón. Evidentemente eso cambia la vida. Cuando se acoge ese regalo uno cambia. Lo que resulta difícil explicar es cómo se puede vivir sin Él una vez que se conoce, sin Ese a quién mi vida le importa de esa manera. Es un misterio inexplicable. Porque lo lógico, lo espontáneo y natural es que cuando uno cae en la cuenta de ese don es darle la vida entera. Pero somos así de frágiles y el Señor lo sabe. Cuando acogemos a Cristo la vida cambia, claro que sí, y en medio de la fragilidad suceden cosas nuevas que subrayan la liturgia de hoy: la conciencia de que nuestros pecados tienen perdón, la alegría que siente quien sabe es amado por encima de sus pecados. Cuando el obispo está confirmando dice “Tú que nos libraste del pecado”, y siempre explico que al oír esta oración quizá pensemos que en realidad Cristo no nos ha librado de nuestras faltas porque seguimos enzarzados en rencillas familiares, con una mala relación con los padres, porque seguimos siendo desobedientes, etc.. Pero sí que nos ha librado del pecado aunque sigamos siendo pecadores, porque ya no es el pecado lo que determina el valor de nuestra vida. Esa es la primera y radical liberación del pecado. Ahora es el amor con el que somos amados el valor de nuestra vida, lo que la determina. Poder vivir con la conciencia de que somos objeto de un amor que está por encima de cualquier limitación, permite vivir con la esperanza y alegría que necesita el mundo. Fuera de Cristo la vida es opresiva, hay que conquistarla a fuerza de puños. Vivir con la alegría de que nuestros pecados están perdonados y no condenar al mundo, mirar con los ojos de Cristo al pecador. Nuestra misión no es juzgar al mundo, es amarlo. ¡Cuánto daño hemos hecho una y otra vez cuando hemos condenado a los pecadores! Es a los fariseos a los que tenemos que condenar, a los que hacen del templo su negocio, ¡no a los pecadores! Y nosotros, en cambio, borrachos de un moralismo pagano, ¡cuántas veces alejamos a los hombres de Dios a base de condenarlos por sus pecados! Señal de la Nueva Evangelización, señal de que lo que hemos recibido gratis estamos dispuestos a darlo gratis, del Espíritu en nosotros, es una mirada sobre el mundo que lo ama, que genera en nosotros un deseo de ofrecer nuestra vida por ese mundo que vive de espaldas a Dios, y no de señalarlo con el dedo.
Otra señal del Espíritu en nosotros es cualquier gesto de unidad entre nosotros, de verdadera unidad, no interesada, desde el amor del marido y la mujer, que son un sacramento. Sólo eso desvela, por ejemplo, la profundidad inmensa del amor esponsal humano, que se entiende a la luz de Cristo. La unidad de un matrimonio no es fruto de la atracción, es un milagro, fruto del Espíritu. Es signo de que Cristo vive. Cualquier otra forma humana, entre amigos, compañeros de trabajo, entre padres e hijos, todas las formas de amor forman como un inmenso caleidoscopio que apenas refleja pálidamente el amor con que el Señor nos ama, y que nace siempre en una presencia pequeña, pero que hace presente lo divino en nuestra carne.
Vamos a pedir desde el fondo de nuestro corazón el Espíritu. ¡Ven! La esposa dice ¡ven, Señor Jesús! ¡Permítenos vivir construyendo la unidad, amando hasta la muerte, perdonando sin límites! Porque la caridad, fruto del Espíritu, no acaba nunca. Proclamamos nuestra fe.