“Dichosos los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (Mt 5, 8)
Fecha: 08/09/2010
CARTA PASTORAL DEL ARZOBISPO DE GRANADA,
FRANCISCO JAVIER MARTÍNEZ FERNÁNDEZ,
CON MOTIVO DE LA BEATIFICACIÓN DE FRAY LEOPOLDO DE ALPANDEIRE
Queridos hermanos y hermanas,
Desde hace muchos años, en realidad desde la muerte de Fray Leopoldo el 9 de febrero de 1956, cualquier día nueve de cualquier mes, desde la primera hora de la mañana, el entorno de lo que hoy es la Parroquia de la Inmaculada —pero que todo el mundo en Granada conoce más como “la iglesia de Fray Leopoldo”, en la esquina de la Calle Ancha de Capuchinos que da a la Plaza del Triunfo—, se llena de un bullicio peculiar. La verdad es que todos los días hay un chorreo permanente de personas que se acercan a su sepulcro. Pero los días nueve —no digamos el nueve de febrero—, se trata de una verdadera avalancha. La iglesia se llena, la celebración de la eucaristía y de la penitencia se multiplica, la cripta donde reposa su cuerpo tiene colas permanentes a lo largo de todo el día: para rezar allí, para besar su sepulcro, para tocarlo, para dejar junto a él la ofrenda de unas flores o de una limosna, o para pasar por él una medalla o una estampa, un pañuelo o una fotografía. He estado algunas mañanas allí. He visto los ojos de la gente, con frecuencia llenos de lágrimas. He hablado con algunas de aquellas personas, en cuyos rostros se podía reconocer el dolor, la angustia, y sobre todo, la necesidad de consuelo.
¿Qué explica ese afecto, esa devoción, ese atractivo? ¿Quién congrega a esta multitud de personas, de todas las edades y de todas las clases sociales? La respuesta es obvia, aunque pueda resultar chocante a los ojos de los grandes de este mundo. Lo que atrae a la gente es la memoria de un sencillo fraile capuchino que encarnó en su vida lo mejor del espíritu franciscano. Y eso es tanto como decir una de las formas más expresivas que ha habido en la historia de la Iglesia de vivir en plenitud el Evangelio. Lo ha encarnado en medio de nuestro mundo, esto es, en medio de un mundo empobrecido por los bruscos cambios sociales producidos por la revolución industrial, herido por las divisiones ideológicas y las explosiones crónicas de violencia: la primera mitad del siglo XX no ha sido, para Europa en general, pero desde luego no ha sido para España, en ningún sentido, un tiempo fácil. En medio de este mundo, lo que atrae a la gente en Fray Leopoldo es la memoria y la fama de su cercanía a Dios, a Nuestro Señor Jesucristo y a la Santísima Virgen, y de su bondad para con todos. Es la confianza en la eficacia de su intercesión, una intercesión que todos reconocen como movida por un afecto grande a todas las personas y por su sensibilidad, tan sencilla como exquisita, al sufrimiento humano.
Fray Leopoldo de Alpandeire se presentaba con frecuencia a sí mismo como “un hijo de San Francisco”. Y del tronco de San Francisco provienen los rasgos más sobresalientes de su persona: la sencillez y la belleza de lo verdadero sin adornos, en las obras y en la palabra; la serenidad y la mirada limpia que nacen de la certeza de la bondad de Dios; una piedad que parecía brotar de él tan naturalmente como la respiración, o como su barba poblada y bondadosa: una piedad hecha de confianza y de abandono de uno mismo y de las cosas, de las personas y de los acontecimientos, en las manos del Señor, y hecha de un amor muy grande a la Eucaristía y a la Santísima Virgen. Sin duda, éste es el punto fontal de donde mana el atractivo que irradia su persona. La voluntad de Dios, reconocida en cualquier circunstancia, era para él un lugar de descanso y de libertad, un lugar de gratitud y de amor.
Quiero subrayar especialmente, desde el principio, estos dos últimos rasgos que acabo de mencionar—libertad y amor, libertad para el amor—, muy prominentes en él, acaso porque me han llamado más la atención que otros, y también porque creo que tienen un significado especial para la Iglesia de hoy, y para nuestro mundo, en nuestro contexto y en nuestro tiempo. Estos dos rasgos son bienes que los hombres consideramos preciosos, que todo el mundo anhela, que constituyen, para la mayoría de los seres humanos, la aspiración más verdadera y honda de la vida. Y, sin embargo, es evidente —la experiencia nos lo demuestra todos los días—, que no somos capaces de darnos estos bienes a nosotros mismos, y por eso, en cuanto los vemos en alguien, reconocemos en esa persona, como en Fray Leopoldo, la presencia de Dios, la acción de Dios, la gracia de Dios.
Está, en primer lugar, esa “libertad gloriosa” que caracteriza a los hijos de Dios (cf. Rm 8, 21): una libertad grande con respecto a uno mismo y al juicio (positivo o negativo), y al afecto o desafecto de los demás. Es también como una despreocupación de las circunstancias en que el Señor pone nuestra vida. Recuerda a la invitación del evangelio a vivir “como las aves del cielo” o “como las flores del campo” (Mt 6, 26-29), esto es, a no vivir con la ansiedad del alimento, del vestido, del propio cuerpo o de la salud. Es una libertad que se funda en la certeza de que, a los ojos de Dios, valemos “mucho más que los gorriones”, y de que Dios tiene contados “hasta los cabellos de nuestra cabeza” (Mt 10, 29-30). Es una libertad, por otra parte, que no es altiva, sino humilde; que no es envidiosa; que no tiene que afirmarse a sí misma constantemente (y menos aún, en contra de nadie). Es una libertad que permite reconocer y gozar todo lo bello y bueno de la vida como don de Dios —en realidad, permite gozar todo en la vida como bello y bueno, precisamente porque todo es don de Dios, todo viene de Dios. Incluso el mal, si Dios lo permite, sólo puede ser en orden a un bien mayor, porque “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Esa libertad llena la vida de buen gusto, de un inconfundible buen humor.
Lo que es evidente es que esa libertad es sólo don de Dios, es sólo fruto de una vida que puede decir, como San Pablo: “Sé de quién me he fiado” (2 Tim 1, 12). Y como la bondad de Dios es infinita, como Dios es el Bien infinito, quien se abandona en Dios sabe que nunca pierde nada, y queda libre de los temores que esclavizan inevitablemente al hombre cuando el horizonte último de su vida es la muerte (cf. Hb 2, 15). Ésa es la libertad para la que Cristo nos ha liberado (cf. Gal 5, 1). No es, por tanto, una libertad endiosada, idolatrada y vacía, origen y fin de sí misma. No es una libertad que sólo sabe destruir lazos, pero que no puede construir nada bello y bueno en su lugar. Es una libertad que nace del amor —del Amor infinito de Dios, que se nos da por Cristo en la comunión de la Iglesia—, y que conduce al amor y lo hace posible.
Esa libertad es, en realidad, una participación en la vida de Dios. Por eso florece en los santos. Y por eso —a diferencia de otras supuestas “libertades” que se nos ofrecen, y que no son más que sucedáneos, cuando no abiertamente mentiras—, esa libertad va siempre íntimamente unida a lo que constituye el centro de la vida cristiana, y como la razón de ser última de toda la realidad: el amor, la caritas, la gratuidad de la vida vivida como don. También puede llamarse communio, comunión, o cuando la comunión no es posible, anhelo de comunión. Ese amor, siempre más grande, más fuerte que la muerte, llevado por Cristo hasta el extremo (cf. Cant 8, 6; Jn 13, 1), define el ser de Dios, y define también la vocación del hombre creado a imagen de Dios (cf. 1 Jn 4, 8-9; Gen 1, 26-27).
Ese amor, que en un único movimiento se dirige a Dios y a toda su creación, es la clave última de la vida de Fray Leopoldo. Es también la clave para entender algunas cosas de su ascetismo que acaso a nosotros nos parecen “excesos”, pero que se entienden bien en la lógica del amor. Todo amor humano verdadero hace “locuras”, hasta el punto que se puede decir que el amor consiste siempre en un cierto “exceso” con respecto a lo exigible o razonable. Ese exceso resulta incomprensible, sobre todo, cuando se mira desde la lógica del interés, cuando la lógica del interés rige la vida y el pensamiento. Cualquier madre cristiana, y muchísimas madres no cristianas, han hecho por sus hijos mil veces “locuras” parecidas a las de Fray Leopoldo, sin darles la menor importancia. Y cualquier persona que tenga experiencia de un amor verdadero puede entenderlo. Lo que sucede es que esos “excesos”, esas “locuras”, terminan siendo lo más razonable. Fuera del cristianismo pueden verse como un heroismo trágico. A la luz de Cristo, son en realidad, la única manera razonable de vivir, porque son las que hacen que la vida humana merezca la fatiga de ser vivida.
De forma todavía más obvia que en el caso de la libertad, un amor así, que todo ser humano desea y necesita, no nos lo podemos dar a nosotros mismos, ni recibirlo de ningún ser humano. No se lo podemos dar a las personas que queremos, ni siquiera a las que más queremos, más que de una sola manera: haciendo sitio en nuestra vida a Cristo, y acogiendo su don, el don de su Espíritu Santo, alma y vida de su Iglesia. Por eso ese amor era como una marca de identidad de los primeros cristianos (Hech 2, 44-45; 4, 32-35), y como tal fue señalado por el Señor: “En eso conocerán que sois mis discípulos, en que os amáis unos a otros” (Jn 13, 35). Ese amor a los hermanos, a todos, tiene la medida del amor de Cristo al Padre y a nosotros, es decir, es sin medida (Jn 13, 34): “como yo os he amado”. Por eso alcanza a todos los hombres, hasta a los enemigos (Mt 5, 43-47), por eso incluye el perdón “hasta setenta veces siete” (Mt 18, 21-22), por eso es la medida exacta de la relación del hombre con Dios, “a quien no ve” (1 Jn 4, 20), y por eso es la condición indispensable para que el mundo crea (Jn 17, 21).
Como buen hijo de San Francisco, en Fray Leopoldo brillan esa libertad y ese afecto simple, sin doblez, por todas las cosas de la creación de Dios, así como ese amor que desea el bien y la paz a todas las personas que se cruzan en su camino, sin excepción de nadie, incluso a los enemigos. Las anécdotas son muchas, los testimonios innumerables. Es difícil no ser alcanzado por esa libertad y por ese amor en cuanto uno se acerca a su vida. La verdad es que todo podría resumirse en una frase: Fray Leopoldo era —es— un hombre de Dios. Y los hombres de este tiempo nuestro, tan poderoso en su tecnología, tan lleno de cosas, tenemos una sed inmensa de Dios. No confesada tal vez, censurada por la cultura dominante, disfrazada de mil maneras a nuestros propios ojos, pero no por eso menos sed, y menos ardiente, y precisamente de Dios. Una sed de Dios que las cosas no sacian, que la vida por sí misma no sacia. Una carencia de Dios que es al mismo tiempo carencia y anhelo de una humanidad buena y cumplida. Ése es, a mi juicio, el secreto de Fray Leopoldo. Dios, y el amor de Dios por todos los hombres, y por todas las cosas, se transparentan en su vida pobre y sencilla. La belleza de su humanidad humilde, transfigurada por la presencia del Señor, no se le escapa a nadie. A Dios es a quien encontraban los que se acercaban a él, buscasen lo que buscasen: aliento tal vez, o pan o vestido, o consuelo y afecto, o alivio en su dolor. A Dios es a quien Fray Leopoldo sigue queriendo acercar a quienes hoy acuden a él. La declaración solemne de la Iglesia que proclama Beato a Fray Leopoldo, decretada por el Santo Padre Benedicto XVI el 19 de diciembre del año 2009, y proclamada y celebrada en Granada el próximo 12 de septiembre, da sanción con la autoridad del Vicario de Cristo a una percepción que el pueblo cristiano tiene desde el tiempo de su muerte, y quienes le conocieron de cerca, desde que estuvieron junto a él.
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El que con el tiempo se llamaría Fray Leopoldo de Alpandeire nació el 24 de junio de 1864 en Alpandeire, un pequeño pueblo en la Serranía de Ronda, en el seno de una familia humilde de labradores, y profundamente cristiana. Sus padres se llamaban Diego Márquez y Jerónima Sánchez, y bautizaron a su hijo con el nombre de Francisco Tomás de San Juan Bautista. Tuvieron otros hijos, uno de los cuales murió en la Guerra de Cuba; otro, Juan Miguel, que se quedaría con sus padres cuando Francisco Tomás se fue al convento; y la pequeña, María Teresa. El niño, que fue a la escuela lo justo para aprender a leer y a escribir y las cuatro reglas, se crió cuidando el pequeño rebaño de ovejas y cabras de su familia, y ayudando a sus padres en las faenas del campo en la pequeña finca familiar, llamada “la Joyuela”. Ya en su infancia y en su primera juventud se distingue por su piedad y por su generosidad para con los pobres, a los que con frecuencia da la comida que su madre le había puesto en la fiambrera para la comida del mediodía, o el dinero que había ganado yendo a la siega por tierras de Jerez. Tras hacer el servicio militar durante seis años en Málaga, regresa a casa y recibe el Sacramento de la confirmación del Beato Marcelo Espínola, en 1891, a la edad de 27 años. A su regreso al pueblo continua con su vida sencilla: el trabajo, la Eucaristía por la mañana y el rosario por la tarde en la iglesia, y la bondad con todos, pero especialmente con los que se metían con él por ser tan religioso. También inicia un noviazgo con una buena muchacha, Antonia Medinilla, vecina suya. Pero cuando, pocos años más tarde, en 1894, tras haberse trasladado su familia a una finca cerca de Ronda, oye predicar en Ronda a un Padre Capuchino, con motivo de los cultos especiales en torno a la beatificación del también fraile capuchino andaluz Fray Diego José de Cádiz, Francisco Tomás le dice al padre predicador: “Padre, yo quiero ser como el Beato Diego, yo quiero ser capuchino”. La vocación de Francisco Tomás no extraña a nadie, ni a su novia ni a sus padres.
Por diversos motivos, todos humanos y explicables —algún olvido, quizás el extravío de unos papeles en el cajón de alguna mesa—, la respuesta a la petición que Francisco Tomás había dirigido al Provincial de Sevilla se retrasó más de cuatro años, y un sacerdote amigo que le veía sufrir por ello tuvo que insistir de nuevo. El 16 de noviembre de 1899, Francisco Tomás toma el hábito capuchino en el noviciado de Sevilla. Al recibirlo, recibió también el nombre de Leopoldo, unido al de su pueblo: Fray Leopoldo de Alpandeire. Un año después hacía su profesión religiosa, también en Sevilla.
Poco después, el nuevo profeso fue trasladado a Antequera, donde se hizo cargo de la huerta, a la vez que ayudaba en la cocina. Cuentan que se tomó tan en serio su trabajo de la huerta —al que estaba acostumbrado por su formación de agricultor—, que por las noches, después de que los religiosos se acostaran, Fray Leopoldo se quedaba regando los tomates y los pimientos las dos horas largas que había hasta la hora del rezo de Maitines, porque era cuando más agua venía a la pequeña alberca que servía para regar la huerta. Al principio pasó desapercibido, pero un día, un religioso nervioso que oyó ruido en la huerta, asustó a toda la comunidad en plena noche diciendo que había ladrones en la huerta, y cuando bajó el P. Guardián se encontró con que el supuesto ladrón no era otro que Fray Leopoldo, que estaba trabajando en ella. No hay necesidad de decir que la huerta de Antequera, el tiempo que Fray Leopoldo la cuidaba, estaba espléndida.
Pero también la vida en Antequera duró poco tiempo. La comunidad de Granada acababa de recuperar una huerta de seis marjales que le había sido expropiada cuando la exclaustración de 1835, y el P. Guardián de Granada se fijó en el hortelano de Antequera y se lo pidió al P. Provincial. Así llegó Fray Leopoldo a Granada en el otoño de 1903. Y aquí estaría ya hasta su muerte, con la excepción de unos pocos meses en 1913.
En Granada se dedicó al principio con ahinco a su misión de poner en uso la huerta, haciendo bien su trabajo, viviendo en la contemplación y en la gratitud permanente al Señor por la belleza de las cosas sencillas, por la espléndida imaginación del Creador. “Yo entré en la orden para no tratar al mundo, para estar a solas con Dios”. Y lo estaba, viéndolo con amor en el libro admirable y hermoso de la creación, como había aprendido de su Padre San Francisco.
Pero tampoco su trabajo en la huerta duró mucho. Un año después, su superior le retiró de la azada, y le encargó la misión de limosnero, es decir, de mendigar limosna por las casas para el sostenimiento de las obras de caridad de la comunidad. Y ésa fue la vida de Fray Leopoldo desde 1904 hasta dos años antes de su muerte, en 1954, cuando, con noventa años y estando ya seriamente enfermo, perdió el conocimiento en la Placeta de los Lobos, en Granada, y se le dejó retirarse al convento hasta que llegase la hora de ser llamado por el Señor. Durante todo este tiempo, Fray Leopoldo no hacía otra cosa: recorrer con sus alforjas las calles y los caminos, los poblados y los cortijos, normalmente andando, a veces a caballo (a veces la limosna era en especias, y había que recogerla con una cabalgadura); y llamar a las puertas de las casas pidiendo limosna, y dejando siempre un regalo de amor —y muchas veces, de limosna también— mucho más grande que todo lo que él recibía. Desde el año 1904 hasta 1936 recorre incansablemente los pueblos de Andalucía Oriental, y desde 1936 hasta 1954, esto es, desde sus setenta a sus noventa años, pide limosna sólo en la ciudad de Granada.
Por supuesto, no se trata de hacer aquí una biografía de Fray Leopoldo, ni siquiera un esbozo. Hay varias biografías y buenas, así como un precioso librito de Florecillas y otros folletos, y también un DVD sobre su vida y su persona.[1] Muchas personas en Granada, que le han conocido, mantienen vivas muchas anécdotas preciosas de él. Las hay inolvidables. Pero vamos a mencionar algunos aspectos especialmente expresivos de su vida.
Su oficio de limosnero le dio la ocasión de tratar a toda clase de personas: jóvenes y ancianos, ricos y pobres, autoridades y gente sencilla de los pueblos, sacerdotes, religiosos y obispos, amigos y enemigos de la Iglesia: para todos tenía afecto, misericordia y bondad. Desde D. Manuel de Falla y D. Andrés Manjón hasta los niños que hacían de monaguillos en el convento, todos los que le trataron pudieron experimentar su amor al Señor, su confianza en Él y en la Virgen, sus inolvidables “tres Avemarías” que rezaba en la calle, en cualquier momento, para responder a cualquier necesidad, y su afecto por todos. A medida que le iban conociendo, la gente se agolpaba a su alrededor por las calles, para pedirle limosna o para descargar en él sus necesidades y su dolor. Para todos tenía algo: un trozo de pan, una oración, una palabra de esperanza. Igualmente, en el convento, siempre estaba dispuesto a ayudar: a visitar a los enfermos, a ayudar al cocinero o al enfermero, a hacer un recado. Las familias donde había enfermos le llamaban, las personas desahogaban sus necesidades y sus sufrimientos en él, y al final de su vida, desde muchas partes de España llamaban por teléfono al convento para pedir su oración. Igualmente, su consejo era buscado por muchos, desde catedráticos de universidad, sacerdotes y religiosos, hasta las personas más humildes. Y él lo daba a todos simplemente, sin solemnidad alguna, arropándolo con frecuencia en sus Tres Avemarías.
Su oración sencilla tenía una intensidad especial. Quienes le han visto orar, ante la Eucaristía (su primer destino, cuando salía de limosnero por Granada, era una Iglesia donde estaba expuesto el Santísimo, donde se paraba a hacer un rato de oración), o ante la imagen de la Virgen, lo recuerdan como una gracia. Un día, un hermano que vino a su pobre habitación le sorprendió llorando ante el crucifijo. “Estoy pensando en lo mucho que sufrió el Señor por mis pecados”. El Rosario y sus famosas tres Avemarías eran como sus armas: con ellas aliviaba penas y enfermedades, con ellas agradecía las limosnas recibidas, con ellas acercaba a las personas a Dios. Cuando hablaba de Dios se enardecía. Igualmente sencillo y verdadero era su amor al Santo Padre, y a los sacerdotes. He oído contar que a veces iba al Seminario de Granada simplemente a besar las manos de los sacerdotes, porque esas manos tenían al Señor.
A pesar de que hay testimonios de que su temperamento natural era fuerte y acaso hasta violento, su rostro respiraba paz, y sus ojos, esos ojos que han llamado la atención de tanta gente, eran ciertamente una fuente de paz, clara y limpia. Cuando le ensalzan a él, o le tienen por santo dice: “Cómo se ve que no me conoce. Soy un pecador”. Si le insultaban, en cambio, daba las gracias y decía: “Qué bien me conoces”. Y cuando alguien le ofendía, decía para sí: “Leopoldico, esto es lo que te mereces. Esto va bien”. Sólo tenía fobia a algunas cosas: a la mentira, a la murmuración, y sobre todo, a la blasfemia. De la mentira solía decir, con su sencillez habitual, que “no se debía mentir aunque con una mentira se fueran a sacar todas las almas del purgatorio”. No toleraba la murmuración ni la blasfemia, pero sabía corregirlas con tanta gracia como firmeza. Aunque su fama de santidad se extendía un poco por todas partes, rehuía todo lo que pudiera centrar la atención en su persona, hasta las fotografías, pero también sin ostentosidad. Una vez que el P. superior le llevó medio engañado a un estudio para hacerle unas fotografías, sencillamente se dejó hacer. Sólo acudía a quien le llamaba para pedirle ayuda, o a quien él sabía que estaba en necesidad, o que sufría por alguna desgracia, o a orar por los enfermos y los difuntos. Y sin embargo, gozaba con las cosas más pequeñas, su talante era siempre alegre, y mantuvo siempre un fino sentido del humor, acaso sobre todo para consigo mismo, perceptible en mil detalles de su vida.
Su pobreza era extrema, igual que su descuido de sí y su mortificación. Una de las pequeñas “batallas” de sus superiores con él era para que tuviera dos hábitos, y uno de ellos más nuevo, aunque sólo fuera para poder cambiarse cuando volvía todo mojado de la calle. Pero en cuanto pedían un hábito para amortajar a algún difunto, Fray Leopoldo daba enseguida el suyo nuevo, con lo que le duraba bien poco en su celda. Igualmente, sus pies, grandes, descalzos en verano y en invierno (D. Pedro Manjón dice que le había notado que prefería caminar por la sombra en invierno y por el sol en verano, lo que no es en Granada una nimiedad), se le llenaban de grietas, que rellenaba con cera líquida o que alguna vez él mismo cosía con aguja e hilo —tal cual—, para “protegerlas” del frío extremo del invierno granadino. Nadie sabe las horas que dormía, porque con frecuencia se acostaba muy tarde, y se levantaba mucho antes del amanecer para hacer oración. El autor de las Florecillas resume así su programa ascético: “No quejarse de nada, no pedir dispensa de nada, buscar para sí el peor hábito, la peor cama, etc. No protestar por nada, ni por la mala comida, ni por el mal gesto de un hermano. No pensar mal de nadie. No rechazar a nadie”.[2]
Pero sería una gran equivocación entender este ascetismo de Fray Leopoldo como un fin en sí mismo, como si él quisiera destacar en algo con ello, o como si se tratase de un ejercicio voluntarista del “más difícil todavía”. Eso no tendría nada de cristiano. Fray Leopoldo no era en absoluto así. Prueba de ello es que él mismo no le prestaba a su ascetismo atención alguna, y que no disminuía para nada su humanidad y su buen humor, sino todo lo contrario. Lo que movía su alma era el amor, amor al Señor y a la Virgen, y amor a todos. Y todo lo demás pasaba a segundo plano. Cuando se refería a los años de persecución religiosa que precedieron y acompañaron a la guerra civil, decía: “Pobrecillos, estaban equivocados. Pidamos por ellos”. Algunos testigos han dicho de él: “Nunca habló mal de nadie”. “Nunca faltó a la caridad”. Es el elogio más grande que se le puede hacer a un ser humano.
Así vivió hasta el día en que, con sus noventa años cayó —unos dicen que fue por ceguera, otros que le empujaron—, en la Placeta de los Lobos, y se rompió el femur, y perdió el conocimiento. Cuando los médicos le examinaron, descubrieron que tenía dos hernias y un prolapso rectal, que él había mantenido en silencio, Dios sabe por cuánto tiempo. Sólo entonces dejó su oficio de limosnero. Cuando Fray Leopoldo estaba ya muy enfermo, y alguien le preguntaba cómo se encontraba, él respondía: “Estoy bien. Estando como Dios quiere, estoy bien”. Y así, estando bien y en paz, entregó su alma al Señor el 9 de febrero de 1956. A su entierro, en el cementerio municipal, asistió una gran multitud. Desde el primer momento, en realidad, incluso desde antes de su muerte, la gente buscaba reliquias de él. Y desde entonces, en su tumba no han faltado las flores, las velas, y personas rezando a Dios junto a él. El 31 de mayo de 1958 sus restos fueron trasladados a una capilla construida por suscripción popular en la iglesia del antiguo convento. En 1969 se trasladan a la cripta de la nueva Iglesia, donde ahora reposan, una construcción moderna. Y como ya hemos dicho, acompañados siempre de personas que acuden a él en busca de consuelo e intercesión.
En la vida de Fray Leopoldo, según cuentan los testimonios para el proceso de Beatificación, hay no pocos milagros, en el sentido más fuerte del término. Y hoy son cientos de miles los favores que se señalan, como recibidos por su intercesión después de su muerte. Dios elige a quien quiere, como dice el Señor de la viuda de Sarepta de Sidón y de Naamán el sirio (Lc 4, 25-27), para hacer presente el poder extraordinario de su amor en la tierra. Pero el gran milagro, el milagro permanente de la vida de Fray Leopoldo es la inmediatez de su relación con el Señor y con la Santísima Vírgen, lo que podríamos llamar el realismo de su fe, de la que pueden decirse muchas cosas, menos que era la expresión de una ideología. Era una humanidad cumplida y grande, verdadera y bella. Y es esa plenitud de humanidad la que todos los hombres sabemos, o intuimos, que sólo Dios es capaz de hacer.
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No puedo dejar de compartir con vosotros en estas notas algunas reflexiones sobre el impacto que la figura de Fray Leopoldo ha suscitado en mí, y sobre algunos aspectos de lo que considero su relevancia para nosotros hoy. El ideólogo italiano del eurocomunismo, Gramsci, escribió en algún sitio que si hoy viéramos a alguien tomarse con seriedad la verdad del evangelio nos parecería un monstruo. Y en parte tenía razón: no sólo porque es verdad que para muchos que nos llamamos hoy cristianos el evangelio tiende fácilmente a ser un hermoso cuento de hadas que no tiene más función que la de enseñarnos unos pocos “valores” morales a los que se podría llegar también con la mera razón y sin ese testimonio de la Iglesia acerca del acontecimiento de Jesucristo que es el Nuevo Testamento, sino, sobre todo, porque ver a alguien vivir la fe de la Iglesia, y vivirlo todo desde la fe de la Iglesia, nos produce —dado el contraste tan radical con las preocupaciones y las categorías del mundo en que vivimos— la impresión de que estamos ante alguien de fuera de este mundo. En lo que Gramsci se equivocaba es en la apreciación: lo que veríamos no sería en absoluto un monstruo, sino una humanidad llena de belleza y de atractivo, una humanidad que deja percibir en ella la serena belleza infinita de la gloria de Dios.
Desde una perspectiva muy distinta, el Cardenal Newman, que si Dios quiere será beatificado por el Santo Padre en su próxima visita a Inglaterra (que en el cielo estén juntos, sin celos y sin competencia, dos personalidades tan distintas como Fray Leopoldo y ese hombre de Oxford que es John Henry Newman, es un signo a la vez de la anchura de la maternidad de la Iglesia y de la grandeza del Dios verdadero), tratando una vez de explicar hacia el final de su vida a un amigo de juventud la raíz de la descristianización, decía algo en el fondo no muy distinto de lo que pensaba Gramsci: el cristianismo, la revelación cristiana, o si se quiere, la experiencia cristiana de Dios, no ha sido en realidad refutada por argumento alguno. Nunca. “No es la razón lo que está contra nosotros, sino la imaginación. La mente, después de haber dejado de lado los evangelios y de haber vivido en la ciencia, cuando vuelve a la Escritura, experimenta una decidida extrañeza en lo que lee, y esa extrañeza le parece un argumento mejor contra la Revelación que cualquier prueba. El cristianismo —dice—, « está atrasado, es de otra época»”.[3] Eso no es nunca un argumento serio, pero funciona, especialmente en nuestro tiempo. A quien mira desde el mundo que hemos hecho, y más si lo considera como el mejor de los mundos posibles (o como el menos malo), tiene por fuerza que parecerle irreal el mundo de la fe, así como las categorías y los criterios que se derivan de ella.
Pero si Newman (y hasta cierto punto, también Gramsci) tienen razón, lo que necesita nuestro mundo no son fundamentalmente argumentos ni discursos, sino testigos. Testimonios transparentes de que el Dios vivo, cuya vida Jesucristo nos ha comunicado, es capaz de llenar la vida de sentido, de gusto, de belleza y de verdad. Y Fray Leopoldo es uno de esos testimonios, que resuena claro y potente.
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A esa misma conclusión, a la necesidad de un testimonio vivo y esencial de la humanidad preciosa que brota de acoger a Cristo tal como lo proclama la Iglesia, me llevan también otras reflexiones, que parten de otros ángulos. Una tentación muy fácil, por ejemplo, en la consideración de los santos, un modo de evitar mirar de frente lo que significa la persona de Fray Leopoldo, o lo que significa en general un testimonio de Cristo que se pone ante nuestros ojos, es atribuir lo llamativo de sus vidas a las “cualidades”, ya sea a los rasgos psicológicos o temperamentales del sujeto que da el testimonio, o a los frutos de un esfuerzo sobrehumano, titánico, que le hizo llegar a tener esas “cualidades” extraordinarias. En los dos casos, la santidad aparece como una obra humana, y las virtudes se entienden como “cualidades” o como fruto del esfuerzo voluntarista del hombre. Así se entiende muchas veces la santidad, y en general la vida cristiana, en muchos ambientes nuestros. No es así como se han entendido la santidad o las virtudes en la tradición de la Iglesia, pero tampoco es extraño que nosotros las entendamos de esta manera, viviendo como vivimos en un mundo que vive de la herencia de la Ilustración, en el que el primer dogma es que el hombre se hace a sí mismo, se construye su propia plenitud.
A decir verdad, el hombre que creía que se daba la plenitud a sí mismo era “el hombre moderno” tradicional, y de ese tipo de hombre quedan cada vez menos. En nuestras sociedades saciadas de consumismo y desesperadas del capitalismo tardío, o si se quiere, de la posmodernidad, lo normal es pensar que eso de una posible plenitud humana es un cuento chino, y que sólo se trata de vivir el presente, sacando de él el mejor partido que se pueda, aguantando como se pueda lo que no haya modo de evitar, comprando cuantas más cosas mejor, y divirtiéndose lo más posible y pensando lo menos posible. En el fondo de la realidad, después de todo, no hay nada, y nuestro destino es el mismo que el de las hormigas o las hojas de los árboles: el olvido, en medio del enorme bostezo del cosmos… Es una tragedia sin tragedia, es una dimisión de lo humano en la que lo humano ha sido previamente censurado para que la dimisión no sea percibida como dimisión o como pérdida de nada.
Este modo de vida y de pensamiento —el dominante hoy— es la conclusión lógica de la pretensión de la modernidad. Es la consecuencia inevitable de querer hacer un mundo sin Dios, de construir un mundo humano sin la gracia, sin la experiencia de la gracia y del amor de Cristo. Muchos siglos de cristianismo, y de participar en la Eucaristía y en la vida de la Iglesia —aun en medio de torpezas y pecados sin cuento por parte de todos—, nos habían enseñado a los hombres lo que era la humanidad, la razón, la libertad, la gratuidad y el perdón; nos habían enseñado a vivir como hermanos unos de otros. Y con ello, nos habían enseñado a amar la poesía y la música, el color y la alegría de vivir. En eso consistía la plenitud humana en esta tierra, en definitiva, en la medida en que esa plenitud es posible en este mundo. Pero en un mundo cristiano, esa plenitud es ya un anticipo de la vida eterna en el cielo, de esa participación en la abundancia infinita de la vida divina para la que hemos sido creados.
El caso es que por algún motivo nos engreímos y nos desviamos (ese desvío puede hoy describirse con bastante precisión, aunque no sea éste el lugar de hacerlo). Nos creímos que, una vez sabido que la vida humana está llamada a ser una vida en libertad y una vida de hermanos iguales en dignidad, una vida de amor gratuito, esa vida podríamos construirla nosotros solos, sin Iglesia y sin Cristo. Pues bien, una vez que Cristo ha sido apartado de la obra de la plenitud humana, cuando el destino del hombre deja de ser considerado como el participar de la vida de Dios, el canto al hombre, y a la razón y a la libertad, y a la fraternidad y al amor que había entonado la modernidad tenía que irse apagando poco a poco. Desde el final de la Revolución Francesa y el imperialismo que la siguió, y sobre todo, después de las dos guerras mundiales, y de todas las que han seguido y siguen por todo el mundo el canto se iba haciendo cada vez menos creíble, más ácido, menos entusiasmante. Hasta desembocar inevitablemente en el rap y en el hip-hop, es decir, exactamente en lo contrario de aquel canto, en lo que C. S. Lewis ha llamado “la abolición del hombre”.[4]
Tanto para el hombre moderno y sus utopías (o para lo que queda de él), como para el cínico y desarticulado hombre posmoderno, una figura como la de Fray Leopoldo representa la revolución posible y deseable. Representa la posibilidad de una humanidad verdadera, cumplida. En efecto, lo último que necesita un mundo así son discursos vacíos, cálculos políticos, estrategias y proyectos. Sólo la verdad de una vida —y de una vida plena— puede hablar a este mundo de modo inteligible.
Incluso las palabras más verdaderas y bellas, aunque sin duda producirán su fruto en el tiempo y siempre serán indispensables, corren hoy el peligro de no ser oídas, sepultadas en la algarabía de tantas voces que anuncian sin cesar y todas a la vez sus mentiras o sus verdades a medias. El cristianismo, que no es una Religión del Libro, es, sin embargo, la religión de la Palabra de Dios, y no puede dejar de serlo. Pero esa palabra no es un mero sonido, no es una simple voz. El cristianismo no es ante todo discurso, no es ante todo un mensaje. Incluso la palabra “evangelio”, esto es, “buena noticia”, que a veces se usa como para designar sin más el cristianismo, y significa, evidentemente, una proclamación, es la proclamación de un hecho, de un acontecimiento, de algo que los hombres han podido vivir, ver y tocar (1 Jn 1, 1). Pues “la Palabra se ha hecho carne, y ha venido a habitar entre nosotros” (Jn 1, 14). “A Dios nadie lo ha visto jamás. El Hijo Unigénito, Dios, que está en el seno del Padre, él nos lo ha desvelado” (Jn 1, 18). Dios se ha revelado a sí mismo, primero en la creación, y luego implicándose en la historia humana. Por lo tanto, en una serie de acontecimientos, que culminan en el acontecimiento que es el centro y la clave de la historia y de la creación, su razón de ser: en la Encarnación del Hijo de Dios, que le lleva a la Cruz y al Misterio Pascual, y en el don del Espiritu Santo, don con el que se consuma su comunión con el hombre. La revelación consiste —decía el Concilio— en obras y palabras. Y en obras antes que en palabras. En realidad, las obras son la primera palabra, la palabra insustituible. Las palabras interpretan, ayudan a comprender, testimonian aquello que se ha vivido y tratan de comunicar su sentido. Pero nunca pueden sustituir al acontecimiento.
Y la Encarnación del Hijo de Dios, por la comunicación de su Espíritu Santo, se prolonga de modo misterioso en la Iglesia. Hasta la Eucaristía, en la que el don entero del Misterio Pascual de Cristo se nos da a los hombres, tiene como fruto fundamental hacer de nosotros el Cuerpo de Cristo. Y es en este Cuerpo de Cristo, del que nosotros somos miembros, en el que hoy, como hace dos mil años, los hombres pueden “ver con sus ojos y tocar con sus manos” (1 Jn 1, 1) el inefable amor de Cristo, la Vida de Dios que se sigue ofreciendo a los hombres. Esto sucede de varias maneras: Cristo vive en su Palabra, en el testimonio vivo de la Escritura, preservada y cuidada con amor por la Santa Iglesia; vive en los sacramentos, gestos de Cristo a través de su Cuerpo, por los que el Señor se nos da y nos da su Espíritu, nos “incorpora” a Él, nos hace “hijos de Dios”. Y vive en la communio sanctorum, en la comunión de los miembros de ese Cuerpo, en la caridad y el amor que viven sus miembros. Dicho de otro modo, en la santidad de un pueblo de santos. Pedagógicamente, ésta es la presencia más importante. Porque es la que tiene lugar en el corazón del mundo, en la vida cotidiana de los hombres, como el ministerio terreno de Jesús. Y hace presente en el corazón del mundo el acontecimiento de Cristo, el acontecimiento de la redención del hombre. Para entender las otras dos formas de la presencia de Cristo es necesario previamente haber sido iniciado en ellas, tener ya la fe, comprender que esas lecturas son el testimonio en la historia de su amor por nosotros, y haber recibido la explicación de los gestos que se hacen en los sacramentos. En cambio, todo el mundo entiende un gesto de afecto, una sonrisa, un tiempo y una atención que se dan gratuitamente, una vida que se regala. Como en la vida de Fray Leopoldo, en ese regalo está Cristo mismo, ese regalo es el acontecimiento de Cristo hecho contemporáneo nuestro. En nuestro mundo, cada vez más herido y enfermo, nada puede sustituir a esa inmediatez. El afecto y la caricia de Cristo es la medicina que más necesita.
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Vamos a celebrar la Beatificación de Fray Leopoldo en plena crisis económica, laboral y social. Sólo en la provincia de Granada se habla de alrededor de ochenta mil personas sin trabajo. Y también aquí, me parece, la figura de Fray Leopoldo tiene mucho que enseñarnos. Más que nadie, tal vez. Más acaso que los profesionales de la política o de la economía. Dada la naturaleza y la profundidad de la crisis, al menos tal como muchos otros y yo la vemos, una solución realista y concreta sólo puede venir de un nuevo sujeto social, un pueblo, que percibe su humanidad desde unas claves nuevas. Sólo desde ahí se puede repensar y reconstruir de raíz una economía —una vida social y política en su conjunto—, al servicio del desarrollo humano, en vez de seguir empeñándonos en construir una sociedad al servicio de la economía y del poder, lo que termina siendo mortal para la economía y suicida para la sociedad. Puede considerarse esto una utopía. Soy consciente de que un pensador muy reciente, Mark Fisher, ha escrito que “es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo”.[5] Y sin embargo, creo que es en la utopía y en la falsedad en lo que llevamos viviendo décadas, acaso siglos. Y por eso estas crisis son crónicas, y por eso también sus soluciones —sean mediante guerras, como en el siglo XX, o por “otros medios” (hay que recordar que, según la frase famosa de Clausewitz “la guerra es la continuación de la política por otros medios”[6]), son siempre aparentes. Sólo sirven para posponer o escamotear una reflexión que llegue al fondo de la crisis, a sus motivos humanos y culturales. En efecto, la economía actual —la sociedad actual en general— está construida sobre una premisa más o menos explícita, que el filósofo Max Weber, uno de los pensadores más influyentes en nuestras categorías sociales fundamentales, expresaba más o menos así: La forma más racional de acción humana es aquella en que los hombres obran movidos exclusivamente por sus intereses, a partir de un cálculo basado en lo que los economistas llaman la “utilidad marginal”: es decir, en la que los individuos eligen sobre la base de “la satisfacción extra obtenida por un consumidor de un pequeño incremento en el consumo de una mercancía”.[7] Weber consideraba como formas menos racionales de acción las que los hombres actúan en función de cosas como el “valor”, el “afecto” o la “tradición”.[8] Esta tradición —que no es sólo económica, que lleva consigo toda una comprensión nihilista de lo humano— es una de las raíces de la crisis, y no sólo de la crisis económica, sino, sobre todo de la crisis de humanidad que es su fundamento. Una vida movida por el interés no puede producir una humanidad contenta y en paz, sino una humanidad crispada y violenta, donde todos, hasta la propia familia, los padres o el esposo y la esposa, pueden llegar a ser virtualmente competidores de mi felicidad. Volvemos a la paradoja: cuanto más buscamos la felicidad y la buscamos más ansiosamente, más a costa de todo lo demás, en el interés inmediato, en el consumo o en el sexo, pero sin la gracia de Cristo, más insatisfechos nos encontramos, más lejos de ella, más hastiados de la vida. Decepcionados por los engaños constantes de una publicidad que la promete a bajo precio, sin amor y sin sacrificio. Se cumple una vez más la palabra del Evangelio: “El que quiera salvar su vida, la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará” (Mt 16, 25).
Se cumple en el mundo, en efecto, y se cumple en Fray Leopoldo. El contraste entre los programas del mundo con las categorías y los criterios de Fray Leopoldo no puede ser más radical. Pero Fray Leopoldo no es una utopía, es un ser de carne y hueso. ¿Qué sucedería si muchos de nosotros, con la ayuda del Señor, nos pusiéramos simplemente a su escuela, y le pidiéramos que el amor a Dios y a los hombres llenara nuestras vidas, y que nuestro ideal, en vez de ser el conseguir qué sé yo qué, fuese el hacer de nuestras vidas, como Cristo nos recuerda cada día en la Eucaristía, un don “entregado por vosotros”, un regalo para “vosotros y para todos los hombres”? No se trata, ciertamente, de un proyecto técnico para salir de la crisis, ni siquiera de promover o fomentar las obras sociales necesarias en este momento, muchas de las cuales se han hecho necesarias precisamente como fruto de la aplicación de las categorías destructivas del mundo capitalista, sino de algo mucho más sencillo. Pero bastaría con que el pueblo cristiano —los cristianos— nos convirtiéramos, y vivieramos con seriedad el mandamiento de Jesús de amar al prójimo, con una libertad y un amor semejantes a los de Fray Leopoldo, cada uno con sus posibilidades y con sus capacidades, con su imaginación —no hay nada más creativo que la caridad—, para que se estuviesen poniendo medios para atajar la crisis de raíz mucho más eficaces sin duda que todos los proyectos y planes que los hombres podamos hacer, por muy sofisticados que sean.
Es, sencillamente, una cuestión de fe. O el Evangelio sirve para vivir, o no es verdad. Sí que lo es, pero es como si no lo fuera. Y es tan sencillo: la vida como don. Por muchos intentos que se hayan hecho y se sigan haciendo, para bautizar a Max Weber, no hay manera. El amor, y no el interés, es el motor de la historia. Sólo que para que ese don no sea irracional, se hace preciso primero acoger el don de Cristo. Lo ha recordado recientemente Benedicto XVI, poniéndose delante de los ojos la verdad, frente a todos los sofismas de la sabiduría de este mundo: “La caridad en la verdad, de la que Jesucristo se ha hecho testigo con su vida terrena y, sobre todo, con su muerte y resurrección, es la principal fuerza impulsora del desarrollo humano”.[9] Nos lo recuerda Fray Leopoldo en cada página de su hermosa vida. Y nos lo recuerda el Evangelio, en unas frases tan directas que se prestan mal a las reinterpretaciones: “No os resistaís al mal; antes bien, al que te abofetee en la mejilla derecha, ofrécele también la otra; al que quiera ponerte pleito para quitarte la túnica, dale también la capa; y a quien te pida caminar una milla, acompáñale dos; a quien te pide, dale, y al que te pide prestado, no lo rehuyas” (Mt 5, 39-41). Esta es la hoja de ruta de la antropología cristiana con los criterios fundamentales para responder a la crisis, antropología de cuya fecundidad Fray Leopoldo es, sencillamente, un testigo extraordinario.
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Sólo una última pequeña reflexión, que no quiero dejar de hacer. En nuestro tiempo, que ya hemos descrito a grandes rasgos más arriba, damos culto a muchas cosas. Somos idólatras, en muchos sentidos, o politeístas. Me refiero a los cristianos, ante todo, pero, por supuesto, también y más a quienes no lo son. Damos culto a la salud, por ejemplo, y al bienestar, y al dinero que nos permite el bienestar. Damos culto al estado, del que esperamos demasiado. Damos culto al cuerpo, aunque lo maltratamos continuamente. Y hay quien da culto al trabajo, y a otras cosas. Por supuesto, todas esas cosas son bienes, aunque es evidente que no pueden darnos la felicidad que les pedimos. Pero no son el Bien definitivo, no son el Bien absoluto. El Bien absoluto, aquél Bien sin el cual nuestras vidas se pierden, es sólo Dios. Pero como nosotros damos culto a todas esas cosas, no nos es difícil acudir a Dios o a Jesucristo, a la Virgen o a los santos, buscando esas cosas más que a Dios, y haciendo a Dios y a los santos, en cierto modo, un instrumento para conseguir esos otros bienes, que son en realidad los que nos importan, acaso más que Dios, y condicionando nuestra relación con Dios a que Dios responda a esos intereses nuestros. Esto no es expresión de la fe cristiana, sino de una mentalidad pagana. Es hacer un uso utilitarista de la religión, que fácilmente se vuelve contra ella y la daña. De hecho, nada daña tanto la relación con Dios como el subordinarla a intereses humanos, por muy nobles y justos que sean. Por supuesto, también muchas de las personas que acudían a Fray Leopoldo, seguramente, tenían este problema. Y también la mujer siro-fenicia, cuando se acercó a Jesús, o todos aquellos que le buscaban para que curase a sus enfermos. Ni Jesús ni Fray Leopoldo reprocharán nunca a los hombres el descargar en ellos su necesidad, sea la que sea. Pero también es verdad que al encontrarse con Jesús, y en el modo como él abrazaba y acogía las necesidades humanas, las personas se encontraban con Dios. Y con frecuencia descubrían lo que descubrió, por ejemplo, la Samaritana, que tampoco buscaba al Señor cuando se encontró con él: que aquel hombre era dador de ese agua viva “que se convierte en una fuente que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 13-14). Es decir, que el bien que uno recibe, si el corazón es limpio y sencillo, es infinitamente más grande que el que uno buscaba. Lo mismo con Fray Leopoldo: quien se acercaba a él se encontraba sin equívocos con Jesucristo y con el amor de Jesucristo. En uno y otro caso, es a Dios a quien ellos ofrecen, es la conversión a Dios lo que desean, y también lo que nunca imponen. Quiera el Señor que también en este modo de proceder nosotros sigamos sus huellas, las de Jesús y las de Fray Leopoldo.
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En los próximos días, especialmente en el día 12 y en los siguientes, somos todos invitados a dar gracias a Dios Padre, por Nuestro Señor Jesucristo, que obra maravillas al suscitar entre nosotros un testigo tan transparente del amor de Cristo. Es una gracia tener a un hombre tan cercano a nosotros, tan humano, como amigo y como intercesor ante nosotros en el cielo, junto a Dios. Pidamos también que, a cada uno desde nuestra vocación y nuestro estado, desde nuestras circunstancias y nuestra historia, nos sea concedido apropiarnos algo de ese espíritu con el que el Señor ha hecho resplandecer la vida de Fray Leopoldo, algo de su bondadosa sencillez, de su confianza en la bondad de Dios y en el amor de Cristo Crucificado, de su amor a la Eucaristía y a la Virgen Santísima.
Los santos, en efecto, son hermanos nuestros, miembros del Cuerpo de Cristo. Como todos los miembros de ese cuerpo, nos pertenecemos los unos a los otros. Los santos, llenos de Dios, nos pertenecen a todos más si cabe que los demás miembros. Son nuestros: por eso acudimos a ellos en busca de ayuda, de intercesión ante el Señor. Y están con nosotros: la unidad del Cuerpo de Cristo, porque es obra del Espíritu Santo, no la rompe la muerte. Por eso los mencionamos en la Plegaria Eucarística, donde misteriosamente, sacramentalmente —eso quiere decir, de un modo especialmente luminoso, demasiado intenso para nuestros débiles ojos—, todo el Cuerpo de Cristo se reúne en la comunión del Espíritu Santo. Podemos estar contentos, porque tenemos una legión de intercesores. Una legión de amigos, unidos a nosotros por lazos más fuertes que los de la familia, la lengua o la nación. El Cuerpo de Cristo, incluso con todas sus llagas, es sin duda la criatura más bella de toda la historia humana. Es el fruto del Amor más bello y más grande de la historia humana. Es el fruto del Amor de Cristo por su Esposa, la Iglesia, el Amor de Dios por su criatura.
A los santos podemos aplaudirlos, imitarlos o desear imitarlos, y buscar su ayuda y su compañía. Esto último, buscar su ayuda y su compañía, podemos hacerlo con todos ellos. Todos nos quieren, todos nos sienten como hermanos suyos, todos están cerca de nosotros, porque están cerca del Señor y de su Madre, nuestra Madre. Contentarnos con aplaudirlos, en cambio, suele ser una forma de alejarlos de nosotros, de llevarlos a un cielo ficticio, de oropel, que les quita toda relevancia para nuestra vida, y que nos excusa a nosotros de intentar o de desear parecernos a ellos. En cuanto a imitarlos, no siempre es posible, eso depende de los santos. Y del Señor, porque es verdad que para Dios, y para aquellos que creen en Él, “no hay nada imposible” (Mc 10, 27 p.; Lc 1, 37; Mt 17, 20). Pero es verdad también que hay multitud de santos, como un San Agustín, por ejemplo, o un San Buenaventura (por señalar un gran maestro del ámbito franciscano), cuya pertenencia a Cristo hacía fructificar unas cualidades humanas en unas circunstancias históricas que sería temerario pretender imitar. Su sabiduría y su inteligencia de la fe nos ayudan a crecer en las razones de la fe y de la esperanza, y son un tesoro de la Iglesia, pero es verdad que la obra que nos han dejado supone una capacidad intelectual y una educación que no nos es dado a todos tener. Su gran número en la historia de la Iglesia, desde San Pablo y San Justino hasta John Henry Newman o Edith Stein, nos recuerda que la fe de la Iglesia no es enemiga de la razón: es, de hecho un acto de la inteligencia, de la razón, y se sostiene y se alimenta con la razón, aunque para eso haya que ampliar y modificar notablemente el escuálido concepto de razón que predomina en el mundo contemporáneo. Pero es decisivo hacer notar que estos santos maestros de la fe no son santos por esa inteligencia o por esa educación que habían recibido, sino por pertenecer con todo su ser a Cristo, porque han reconocido en Cristo y en la vida que Cristo nos da, el tesoro escondido, la perla preciosa, la “gracia que vale más que la vida” (Sal 63, 2). Y en eso —que es lo único que hace que un santo sea santo— sí serían imitables. En realidad, es esa pertenencia a Cristo como el bien más grande y más querido la que hace la vida grande y fecunda, lo mismo en Santo Tomás de Aquino que en Fray Leopoldo.
Pero es verdad que la sabiduría de Fray Leopoldo es de otro tipo, y es una sabiduría que no necesita, para ser imitada, más que pedirle al Señor que nos conceda su Espíritu, que nos conceda vivir “en” su Espíritu. Que nuestras vidas descansen en Cristo, que Él nos llene con su amor y nos sostenga con los signos de su amor. Y ese don, que Dios Padre no niega jamás a nadie que se lo pida con seriedad y sencillez (Lc 11, 11-13), hará florecer nuestras personas, seamos quienes seamos, estemos donde estemos, sea cual sea nuestro temperamento y nuestra historia. Eso hace tal vez a Fray Leopoldo particularmente accesible a nosotros, a todos, a cualquiera. Sí, Fray Leopoldo enseña esa sabiduría esencial: cuando abrimos nuestras vidas a Cristo, cuando le acogemos, junto con su Esposa la Iglesia, en nuestra mente y en nuestro corazón, entonces nuestras vidas —podadas, es cierto, como los sarmientos, o muriendo como el grano de trigo en la tierra, pero siempre en función de un fruto más grande—, por muy paradójico que parezca, prosperan como una buena cosecha, para gozo de Dios y para alegría nuestra y de nuestros hermanos los hombres. Testigo de ello: Fray Leopoldo de Alpandeire, hoy venerado y querido por miles y miles de personas, sin otro título que el de ser un sencillo hombre de Dios.
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No quiero terminar esta reflexión en voz alta, naturalmente, sin dar las gracias al Santo Padre, que ha oído las súplicas del pueblo de Dios y ha querido incluir al Venerable Fray Leopoldo de Alpandeire en el número de los Beatos. Quiero testimoniarle —en nombre mío propio y en el de la Iglesia de Granada—, mi fidelidad y mi afecto, así como mi gratitud por su ministerio libre, abnegado y fiel, a la Iglesia de Jesucristo extendida por todo el mundo. Quiero dar gracias a la Orden Capuchina, que ha educado y ha hecho posible que florezcan hombres como Fray Leopoldo, y ha guardado viva su memoria. A la Vicepostulación de Fray Leopoldo, y especialmente al P. Alfonso Ramírez Peralbo, que con una tenacidad que es motivo de gratitud ha hecho posible que muchos conozcamos a Fray Leopoldo y nos dejemos impactar por su humanidad grande y buena. Y a la Iglesia de Granada, a sus laicos, consagrados, religiosos y sacerdotes, que desde hace tiempo llevan preparando con todo cariño, con una generosa dedicación, y con una comunión envidiable, las celebraciones en torno a la Beatificación de Fray Leopoldo. También a la Comisión para la Beatificación, especialmente a su Presidente, D. Mateo Torres Gómez, y a todos los voluntarios, de muy diversos tipos, que han contribuido de un modo u otro a hacer posible que la Beatificación se celebre con belleza y dignidad.
Quiero también dar las gracias de todo corazón a las administraciones públicas, que han colaborado tan eficazmente en la preparación de la beatificación, tanto del Gobierno Central, como de la Comunidad Autónoma de Andalucía, como de los Ayuntamientos de Granada, de Armilla, Alhendín, Churrriana de la Vega, Ogíjares y Las Gabias. Su generosidad es expresión del afecto a la figura de Fray Leopoldo, más allá de las fronteras visibles de la Iglesia. Mi gratitud se dirige también a las fuerzas diversas de orden público: la Guardia Civil, la Policía Nacional, la Policía Local de Granada y de otras localidades cercanas, así como a la Cruz Roja y a Protección Civil. Sin su colaboración generosa y su profesionalidad, sencillamente la celebración de la beatificación de Fray Leopoldo no habría sido posible. De forma muy destacada, quiero expresar mi gratitud al Ministerio de Defensa y a su titular, la Ministra Dña. Carmen Chacón Piqueras, que ha permitido que el acto, inevitablemente multitudinario, tenga lugar en la Base Aérea de Armilla, el único lugar de Granada en que hubieran podido reunirse los miles de personas de toda Andalucía y de otros lugares que previsiblemente había que acoger. Muy singularmente doy también las gracias al Arzobispo Castrense, D. Juan del Río Martín, que ha hecho en el Ministerio de Defensa las gestiones oportunas para que la celebración pudiera tener lugar en la Base Aérea; a los mandos de las Fuerzas Aéreas y especialmente al Coronel de la Base de Armilla, D. Ángel Valcárcel Rodríguez, que ha trabajado desde el pasado mes de diciembre sin descanso y con una profesionalidad admirable, junto con todo el personal de la base, para que la celebración, con toda su enorme complejidad, esté a punto en todos sus detalles, hasta los más pequeños. Con todos los mandos y con el personal de la Base, la Iglesia en Granada tiene, por todo el trabajo que ha supuesto este gesto, una deuda de gratitud muy grande y especial, que no deberemos nunca olvidar.
Al Beato Fray Leopoldo, y a la Santísima Virgen, Nuestra Señora de las Angustias, cuya fiesta ya estamos preparando en estos días, encomiendo los frutos de la Beatificación: que por intercesión de los dos, y de los otros santos y mártires granadinos, así como los muchos otros santos y beatos de la Orden Capuchina, crezca entre nosotros la comunión eclesial, y en ella el conocimiento y el amor de Jesucristo, esto es, la vida nueva que Cristo nos da: la fe, la esperanza y la caridad.
A todos os bendigo de corazón.
Granada, a 8 de Septiembre del 2010, Fiesta de la Natividad de la Santísima Virgen María.
+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada
[1] Fray Ángel de León, Mendigo por Dios. Vida de Fray Leopoldo de Alpandeire. Sexta Edición. Vicepostulación de Fray Leopoldo, Granada, 1986; Fray Angel de León, Fray Leopoldo de Alpandeire. La sublimación de la monotonía. Vicepostulación de Fray Leopoldo, Granada, 1995; P. Mariano D’Alatri, OFMCap, Leopoldo de Alpandeire o el testimonio de un pobre evangélico (traducción del P. Alfonso Ramírez Peralbo, OFMCap). Stampa Litograf srl. Todi (Italia), 2003; Fray Juan Bautista García Sánchez, Florecillas de Fray Leopoldo de Alpandeire. El hermano de todos. Artes Gráficas Paz y Bien, Monasterio de San Isidoro del Campo, s/n, Santiponce - Sevilla, 2003; José María Javierre, Un desafío. Beato Leopoldo de Alpandeire. Vicepostulación de Fray Leopoldo, Granada, 2010. El DVD se titula Fray Leopoldo, un hombre de Dios. Todos estos libros pueden adquirirse fácilmente en la “iglesia de Fray Leopoldo” en Granada.
[2] Fray Juan Bautista García Sánchez, Florecillas de Fray Leopoldo de Alpandeire. El hermano de todos, p. 92.
[3] John Henry Newman, The Letters and Diaries of John Henry Newman, vol. XXX, edited by Charles Stephen Dessain and Thomas Gornall, S.J., Oxford: Clarendon Press, 1976, pp. 159-160.
[4] C. S. Lewis, La abolición del hombre, Ediciones Encuentro, Madrid, 1990.
[5] Mark Fisher, Capitalist Realism. Is there no Alternative? Zero Books, Winchester, UK, 2009, p. 1.
[6] Karl von Clausewitz, De la Guerra, La Esfera de los Libros, Madrid, 2005.
[7] Max Weber, Economy and Society, University of California Press, Berkeley, 1978, pp.24-26. Versión española: Max Weber, Economía y sociedad: esbozo de una sociología comprensiva, Fondo de Cultura Económica, Madrid, 2002.
[8] Según Max Weber, “una actividad económica estrictamente racional” tendría que no estar “no afectada por errores o por factores emocionales, y además, habría de estar completa e inequívocamente dirigida hacia un fin único, la maximización del beneficio económico” (Weber, Economy and Society, p. 9. ).
[9] Benedicto XVI, Encíclica Caritas in Veritate, 1. Toda la Encíclica no es, en cierto modo, más que un desarrollo de esta afirmación fundamental, esencial a la fe cristiana, pero olvidada por muchos cristianos y rechazada abiertamente por las ideologías dominantes.