Fray Leopoldo
Fecha: 15/09/2010. Publicado en: Ideal de Granada, del 12 de septiembre de 2010
Sin retóricas, sin avalorios. Simplemente, poniendo su humanidad en juego —tal como era— para vivir de verdad, para vivir con sabiduría, para que la aventura de la vida valiese la pena y fuese algo por lo que uno puede dar gracias todos los días. En la simplicidad más directa y radical. Con una libertad y una sencillez que a nosotros hoy nos cuesta creer, casi hasta imaginar. Y sin embargo, Fray Leopoldo de Alpandeire es un hombre de nuestro tiempo. Ha vivido en la España del siglo veinte, ha conocido sus convulsiones. Muere a las puertas de ese voraz desarrollo econónico que está a punto de acabar con nosotros. Que ya ha acabado casi con toda esperanza digna de ese nombre, una esperanza que se pueda tener con los ojos abiertos. Y en medio de este mundo, la vida de Fray Leopoldo —siempre seguirá llamándose así—, resuena como un grito. No, como un grito no, los gritos son desgarradores. No es un grito, aunque el sonido es potente y llega lejos. Tal vez más como una limpia campana, que toca una extraña melodía, seductora en la sencillez de su belleza, pero al mismo tiempo lejana, muy lejana, con timbres de irrealidad cuando resuena al lado de nuestros días cargados de vacío…
¿Acaso no se nos ha indoctrinado hasta la saciedad, enseñándonos que el comportamiento racional del hombre consiste en obrar sólo movido por su interés propio, por sus intereses inmediatos, por sus apetitos? ¿No es eso lo que se nos dice que mueve la máquina de la economía y de la historia? ¿No hay por ahí una pirámide famosa, en la que habríamos de creer ciegamente como en un fetiche, construida por un tal Maslow, y que ordena nuestras necesidades de manera que todos tengamos que entendernos a nosotros mismos y nos comportemos en la vida exactamente como exige de nosotros la religión oficial, ese Moloch semi-impuesto al que todos damos culto, que es el consumismo insaciable y nervioso del capitalismo tardío?
Seguro que no con estas mismas palabras, pero acaso sea esto precisamente lo que al pueblo sencillo le impulsa a amar a este fraile bondadoso, casi bonachón, a este héroe cristiano. Pero no nos engañemos: los héroes cristianos, es decir, los santos, no son como los héroes del mundo. Las hazañas de los santos, bueno, las hay de todo tipo, pero la que propiamente constituye su santidad, sin excepción, consiste sencillamente en su humanidad recuperada, rescatada, libre y florecida, resplandeciente. Y eso, que parece tan sencillo, es algo que no está absolutamente en nuestra mano, que sólo Dios puede hacer. Los cristianos no veneramos en los santos sus cualidades humanas, que pueden ser enormes o muy pequeñas, sino la obra de la gracia de Cristo, siempre presente en la comunión de la Iglesia —a pesar de todas nuestras miserias—, y siempre accesible para todo el que quiera acoger esa gracia con sencillez de corazón. Un santo es un milagro viviente: una humanidad conducida a su plenitud por Cristo, mediante la participación, sencilla o dramática a veces, pero siempre sin fisuras, en la fe y en la comunión de la Iglesia. Lo que el pueblo cristiano aprecia y ama en Fray Leopoldo es la inmediatez con la que se reconoce en él al hombre de Dios, que precisamente por ser hombre de Dios —del Dios verdadero, naturalmente, no de las construcciones humanas de los escribas y fariseos de todo tipo, cristianos y no cristianos—, hace de su vida un regalo para todos los que se topan con él. Y es en función de ese regalo como se entienden su simplicidad y su pobreza. La austeridad, incluso extrema, no vale nada —podría ser, incluso, una forma retorcida de vanidad o de soberbia— si no está al servicio de la caridad teologal. Esto es, si no está al servicio de un amor a Dios y a los demás tan absorbente, tan acaparador de todas nuestras energías, que uno no tiene tiempo ni ganas de preocuparse de otra cosa. ¿El resultado? No desde luego la amargura resentida y triste de quienes confunden los medios con los fines, y dan culto a los medios, y viven para ellos, y se matan por ellos, y nunca llegan a disfrutar de nada que pueda merecer el don de la propia vida y las fatigas que implica ese don. Sino una alegría limpia, una alegría invencible, una alegría tan sencilla, normal y cotidiana como todo lo que hace la vida digna de ser vivida, una alegría no de oropel, sino simple y pobre, que goza con las cosas más pequeñas de la vida, pero hecha de acero puro, o mejor, diamantina. Esa alegría que no tiene fórmula ni receta, que nunca podemos fabricar ni darnos a nosotros mismos, por más que sea lo que más deseamos en la vida. Es una alegría encontrada, como una gracia, igual que se encuentra a un amigo, y que es el fruto natural de acoger en la vida el amor de Jesucristo.
Acaso la figura de Fray Leopoldo nos alumbra más sobre nuestro mundo, y sobre la naturaleza profunda de la crisis y el modo más eficaz de afrontarla que bastantes de los discursos, a veces altamente sofisticados, que hemos venido oyendo sobre la crisis en los últimos años. Porque la crisis económica no es más que la punta de ese iceberg con el que ha chocado, en medio de la noche, nuestro pretencioso Titanic en su marcha hacia el Paraíso. La crisis es una crisis de humanidad, antes que nada. Una crisis de esperanza, de amor a la vida, de razones para luchar por lo bueno o por lo mejor, una crisis de motivos verdaderos para estar juntos y trabajar por el bien de todos, y para alegrarse de ese bien. Una crisis de las razones para ser un pueblo, y no un mero colectivo o conglomerado de intereses particulares o de grupo. Por eso los parches que se le puedan poner, desde cualquier instancia, sirven a lo sumo para aliviar temporalmente algunos de sus síntomas, pero no para curar la enfermedad.
Sólo un gran movimiento, que nazca en el corazón de cada uno, y de muchos a la vez, y de muchos que se juntan para vivir para los fines que valen la pena, y para poner los medios adecuados a esos fines, y para nada más, puede recuperarnos de la náusea de una (pseudo-)civilización que lo promete todo y que lo que hace es destruirnos. Un gran movimiento que sustituya la concepción de la vida como interés por una concepción de la vida como don. Que haga de la gratuidad el motor de la historia, lo que la hace humana, lo que distingue a la sociedad humana de la vida de los hormigueros. Ese gran movimiento, que empezó en Pentecostés, siempre es posible. De eso es de lo que son testigos, cada uno a su modo, todos los santos, y de eso es de lo que es testigo Fray Leopoldo, de una manera especial. Tal vez sea ésa la gracia más importante, la más grande, que hemos de pedir hoy al Señor de la mano de Fray Leopoldo. Esa gracia se llama conversión. La gracia de empezar de nuevo. La gracia de poder volver a comenzar, juntos, un pueblo de amigos, un pueblo de santos.
+ Francisco Javier Martínez
Arzobispo de Granada