Nuestra Señora de las Angustias
Fecha: 26/09/2010. Publicado en: Ideal de Granada, 26 de septiembre de 2010
Se dice que la única manera inteligente —y por lo tanto, humana— de moverse en la vida es por interés. “Nadie da duros a pesetas”, solía decirse cuando estas dos monedas tenían todavía curso legal. No sé si el dicho tiene sustitutivo en la moneda actual. En todo caso, resume bien la visión del mundo que domina nuestras sociedades “avanzadas”, el aire que respiramos, el modo como nos conducimos por la vida.
Pues bien, aunque esa manera de afrontar la vida describa bastante bien un modo de vivir —esto es, una cultura, una religión— que es casi tan común en nuestro mundo como el aire, ese aire está contaminado. Es literalmente venenoso, asesino. Pues ese modo de vivir nos está matando. Envenena las relaciones familiares, hasta las de marido y mujer (de entrada impide, o hace muy difícil, comprender qué es y de qué va un matrimonio), o las de padres e hijos. Envenena las amistades, las relaciones laborales, las relaciones entre compañeros en los lugares de trabajo. Envenena la vida social y política, porque hace imposible concebir un “bien común” que sea algo más que una amalgama de intereses que coinciden siempre de manera provisional.
Esta imaginación de cómo es la vida y de para qué es la vida distorsiona y destruye también la más importante de todas las relaciones que nos constituyen como seres humanos, esto es, la relación con Dios. Distorsiona la relación con Dios, y en consecuencia, con todo lo que tiene que ver con Él. Es decir, rompe nuestros lazos con todo y con todos, porque no hay nada ni nadie que no tenga que ver con Dios, o que exista “fuera” de Dios: el cuerpo, el alimento, el vestido, los “próximos”, la creación entera (este universo, y otros mil millones de universos, si es que los hay). La familia, la economía, la política. Porque todo tiene que ver con Dios, todo es sagrado. [Un poco más adelante explico someramente qué quiere decir “sagrado”.] Cada cosa a su manera, cada cosa en su lugar dentro del orden de los seres, pero todo, absolutamente todo, es sagrado.
La imaginación de la vida como interés, y de la plenitud de la vida como satisfacción de “mis” intereses, supone —sin necesidad de pensarlo explícitamente—, que yo soy dios (aunque sea así, con minúscula), dueño absoluto de mi vida, y por tanto, que la realidad, la historia, los demás, las circunstancias, todo, tendría que adecuarse a mis deseos. En realidad, tendemos a considerar esos deseos como “derechos”, y así nos condenamos a nosotros mismos a vivir en una frustración crónica, que nos hace extraordinariamente difícil amar la vida. Ésta es la enfermedad que se disimula mal detrás de la sintomatología variopinta de la crisis económica actual, por más que no queramos verla, porque eso significa atreverse a mirar a los ojos el sufrimiento humano.. Éste es el cáncer que está matando a Europa.
Naturalmente, la “religión” del interés afecta también a nuestro modo de vivir y de comprender el acontecimiento cristiano, y las realidades y las personas que lo constituyen: Jesucristo, la Virgen, la comunidad cristiana, los sacramentos, los santos, sus imágenes, los objetos de piedad. Son las realidades que en nuestro entorno más normalmente consideramos como “sagradas”. Y sin embargo, apenas entran en contacto con esa “religión del interés” —también podríamos decir “la religión burguesa”—, desacralizamos y destruimos todas las personas, los lugares y las cosas portadoras de “la esperanza que no defrauda” (Rm 5, 5). sencillamente porque las subordinamos a nuestros intereses, a nuestros deseos de otros bienes, a esos supuestos “derechos” que son los que de verdad son sagrados para nosotros. Dicho de otra manera: nosotros damos culto a la salud, al bienestar y al dinero, a la carrera o a las obras que nos hemos propuesto hacer, o a la imagen que tenemos de nosotros mismos, de la vida y de los demás. En realidad, nos damos culto a nosotros mismos como medida última del bien y de la verdad. Y acudimos al Señor, a la Virgen o a los santos, a los sacramentos o a la oración, para que “hagan cuadrar las cosas” de forma que nuestros deseos se vean satisfechos o nuestros proyectos se cumplan.
Una realidad es sagrada cuando no se “usa” más que para lo que está hecha, para lo que es, que no depende en último término de nuestro querer. Una realidad es sagrada cuando reconocemos en ella el Misterio de que es siempre portadora, en mayor o menor medida, y cuando, en virtud de esa presencia del Misterio en ella, reconocemos su carácter incondicional, no subordinado a nuestra voluntad. Y una realidad no es sagrada, o deja de serlo, cuando la subordinamos a nuestra voluntad, y empieza a servir para “toda clase de usos”. Así es sagrado un templo, así en todas las culturas hay espacios y tiempos sagrados. Así, para un cristiano, es sagrada siempre la persona humana, amada por Dios por sí misma y redimida por la preciosa sangre de Cristo, y es sagrada la creación y todos sus bienes, creados para el bien de todos los hombres.
Esto no significa que para un cristiano no haya —o no deba haber— lugares, tiempos y realidades especialmente sagradas. Desde la Eucaristía hasta el lecho matrimonial o el lugar del trabajo cotidiano. Ni tampoco significa que no podamos presentar, y hasta gritarle al Señor, nuestras necesidades, de todo tipo. A Jesús le pidieron de todo, y nunca rechazó a quien tenía fe en Él. Él mismo, en Getsemaní, pidió ser librado de la muerte, y aunque era digno de ser escuchado, “aprendió, sufriendo a obedecer” (Hb 5, 8). Esto es, “aprendió” a abandonarse a Aquél que es el único y el supremo Bien, en quien todos los otros bienes tienen su espacio y su sentido. Aquí está la clave, aquí está la diferencia: en la religión del interés, los bienes son otros bienes, los dioses son otros dioses, y con frecuencia acudimos a Dios para que nos ayude a servir mejor a nuestros ídolos.
El verdadero problema, el gran problema de la religión del “nadie da duros a peseta” es que esa religión es falsa. Y cuando uno vive sobre la mentira, el mundo se hunde bajo los pies, y uno no sabe que hacer con su vida. Tan falsa es que ninguno de nosotros estaríamos vivos si no hubiera habido, al menos una mujer, por lo menos una mujer, que nos ha dedicado miles y miles de horas a hacernos crecer, a enseñarnos a andar, a querernos, a gastarse para que nosotros vivamos, a sufrir cuando nosotros estábamos enfermos. Esa mujer es siempre la más bella de mundo, la más grande del mundo, y se llama madre. Y la prueba de que eso es verdad se ve también en el reverso de la medalla. En la medida en que la cultura del interés se adueña de la vida pública (y privada), y la medida suprema del valor de una vida humana es su participación en el proceso de producción y de consumo, la maternidad se desvaloriza, el sentido de su belleza se pierde, y ese es uno de los métodos más eficaces para acabar con una sociedad.
Por supuesto, hay también madres llenas de heridas, que tal vez no saben o no pueden querer a sus hijos como ellas mismas quisieran. Pero eso no anula la verdad fundamental que estoy queriendo subrayar: la maternidad es la medida exacta, el paradigma, del nivel de humanidad de una cultura y de una sociedad. Y la maternidad entraña, por sí misma, la concepción de la vida como don, como regalo. Una sociedad existe y es bella y buena —y uno puede dar gracias por vivir en ella— en la misma medida en que más personas —hombres y mujeres—viven de esa manera la vida. Puede parecer paradójico, pero es así. Tan cierto como que la luna gira alrededor de la tierra, y la tierra alrededor del sol.
En Cristo, Dios nos ha mostrado que la religión de la vida como don es la que corresponde al ser de Dios, y a nosotros como imagen de Dios. En Cristo, Dios nos dice que el darse es más razonable que el protegerse, que el que se protege se pierde, y que el que se da se encuentra a sí mismo. Algo que podemos verificar en la experiencia. Al darnos a Cristo, Santa Madre de Dios, tú nos das doblemente la Vida. Nos la diste al criarlo, al acompañarlo hasta la Cruz. Y nos la das de nuevo cuando nos llevas hasta Él, nuestro Redentor, el único que hace razonable el amor y la alegría. ¡Bendita, mil veces bendita! ¡Bendita entre todas las mujeres, fuente de la que brota el Manantial de la Vida!
+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada