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Homilía en el VI aniversario del fallecimiento del fundador de Comunión y Liberación

Fecha: 22/02/2011

Homilía de la Eucaristía celebrada el 22 de febrero en la capilla del Centro Ágora de Granada, con motivo del VI aniversario del fundador de Comunión y Liberación, D. Luigi Giussani.

En mi pequeña historia personal, en toda la primera fase de mi educación cristiana, se me hablaba de Cristo y se me enseñaba a querer al Señor y se me enseñaba a querer a la Virgen, y a la Iglesia y a los santos, de una manera muy sencilla, muy normal, pero siempre como algo que no determinaba decisivamente, como si fuera una serie de obligaciones que uno tenía, y que formaban parte de la vida, de la vida normal de un cristiano, cuando uno ha nacido en una familia cristiana. Ciertamente, la experiencia que algunos de nosotros, guiados por unos sacerdotes, hicimos de una amistad verdadera, y algunos de los libros que leíamos, especialmente de De Lubac y de Von Balthasar, nos abrían un horizonte mucho más amplio, pero que no terminaba de formar parte eso de ser el cuerpo de nuestro cuerpo.

Pensando esta mañana lo que yo tendría que agradecer a D. Giussani -de muchas maneras, a veces en conversaciones con él, otras veces en la lectura de alguno de sus textos, otras veces viendo el fruto que producía en las personas que él había educado- era la conciencia de que la pertenencia a Cristo me permitía ser yo mismo de la manera más plena. Es decir, que Cristo no me ha arrebatado nada, no era algo añadido a mí vida, que ya estaba  completa sin Él, sino que cuanto más plenamente mi vida pertenecía al Señor, más plenamente yo vivía, de una manera más sosegada también, menos violenta. El corazón reposaba en esa pertenencia; no porque yo hiciera cosas extraordinarias, sino porque el Señor, por así decir, se apoderaba más y más de tu vida de un modo que correspondía plenamente a los anhelos más profundos de vivir, de vivir en plenitud, de que la vida valga la pena, de hacer posible una misericordia y un afecto, y un modo de estar en la vida que ciertamente no podía explicarse como fruto del esfuerzo humano o de las características de un determinado temperamento o de una forma de ser.

Yo creo que ése es el punto. Lo he leído a veces expresado con frases muy sencillas. Recuerdo cómo empieza su prólogo, me parece que es al libro de los santos, de Sicari, donde dice: “El santo es el hombre verdadero”. Recuerdo también aquel otro texto que tantas veces hemos hecho ya referencia a lo largo de nuestra historia; un texto muy breve que se llama “En Camino”, donde explica cómo todo comienza en el yo, pero comienza en el yo porque el yo no es el comienzo de todo, es decir, porque el yo se hace a sí mismo, se alcanza a sí mismo, se recibe como gracia –“Yo soy Tú que me haces”-, en el don de Cristo. Y eso permite a Dios florecer, y florecer más allá de los propios límites. Y os aseguro que a lo largo de la vida y con el trabajo de cincel del Señor, a veces muy duro, ciertamente yo me sorprendo a mí mismo acogiendo en mi vida o amando, o teniendo misericordia a realidades o a personas que por mis fuerzas jamás se me habría ocurrido, o hubiera tenido la energía de querer, de sostenerme en el afecto, por ejemplo. Soy consciente de que eso hace que la vida, y la trama de cosas pequeñas de las que está hecha la vida, sea verdaderamente algo por lo que uno puede dar gracias, algo verdaderamente bello.

La segunda experiencia tiene que ver con el reconocimiento de que esa presencia de Cristo se reconoce en una experiencia de amistad, de comunidad. Y no porque en esa comunidad haya personas que no tienen ningún tipo de defectos, porque no es así, sino porque, sencillamente, es la comunidad que el Señor ha querido darme y en la que Él se hace presente. Y en esa comunidad todas las personas tienen defectos que uno puede, a medida que nos conocemos más y uno avanza más, identificar, nombrar. Pero no es eso lo que determina las relaciones humanas; es, de nuevo, la presencia de Cristo lo que las determina. Y esa presencia de Cristo hace que esa comunidad sea el lugar donde uno puede crecer en el conocimiento y en el amor de Cristo y, por lo tanto, crecer en uno mismo. Yo creo que también el Señor termina haciendo comprender que la comunidad es un regalo, a pesar de todas las limitaciones que todas las personas que la formamos podamos tener, justamente porque me da la ocasión de afirmar en cada momento que soy de Cristo. Y porque soy de Cristo, soy de las demás personas; y porque soy de Cristo, puedo darme a las demás personas; y porque soy de Cristo, puedo amarlas y amar la vida, y amar a quienes no conozco y se presentan, y acoger a quien viene nuevo; pero todo vivir de un modo que no es vivir para mí, sino vivir para Cristo. Y es la comunidad quien me enseña a vivir para Cristo. Probablemente me lo enseña más mediante sus límites que mediante sus cualidades. Me hace más posible crecer en el amor gracias a los límites que puede tener la misma comunidad que a las cualidades que tiene, y eso lo he aprendido yo a vivir. Había una experiencia de amistad muy genuina y verdadera, en historia, pero es verdad que no basta, es decir, esa vinculación entre la presencia de Cristo y la comunidad cristiana, la Iglesia, la que hace grande el vivir cotidiano, porque la Iglesia es un concepto excesivamente grande, y sin embargo la pertenencia, la vivencia, la experiencia de la Iglesia, por lo tanto la experiencia de la pertenencia a Cristo, se hace concreta en la pertenencia a las personas, que son aquellas personas con las que, con más o menos intensidad, pero compartes el camino vocacional, compartes la vida.

Y estas dos experiencias hacen que uno pueda afirmar con certeza la vida eterna, y que uno pueda afirmar con certeza que la muerte no tiene la última palabra sobre nosotros. Y como no tiene la última palabra sobre nosotros, no es lo que determina nuestra existencia: el objetivo último de la vida no es dilatar la muerte o evitar pensar en ella. La certeza de que Cristo nos acompaña en la vida, de que Cristo hace nuestras historias y las vincula, las de unos a las de otros, y nos traba como pueblo y como familia, es la experiencia que hace que la vida eterna no sea más que la victoria de Dios sobre ciertos límites que tiene nuestra muerte en este mundo. Morir no es más que la desaparición de esos límites que nuestro amor, nuestro afecto y nuestra compañía tiene en este mundo. Es entrar a participar de la vida y del amor infinito de Dios a la medida de toda nuestra capacidad, a plena potencia, no con las pobrezas, las cicatrices, las cosas que van dejando su huella en nuestra vida mientras caminamos aquí. No es creer en algo gratuitamente, ni de forma voluntaria, en el sentido de decir “sí, sí, el Señor me ha dicho…”, no. La experiencia que el Señor ha hecho, más pequeña o más grande en cada uno de nosotros, de que Cristo vive es la certeza de la Resurrección, y es la posibilidad de una mirada a la muerte que el Señor ha concedido, nos ha concedido a todos, por la cual uno sabe que misteriosamente no se rompen los lazos que hay entre los miembros del cuerpo de Cristo. No son menos verdaderos esos lazos hoy que lo eran cuando tu padre estaba en coma, son probablemente más grandes, más plenos, más misteriosos, aunque también nuestras relaciones en la vida son extraordinariamente misteriosas, que las damos por supuestas y es un misterio que podamos comunicarnos o que podamos querernos, o que podamos perdonarnos. Es algo tan verdaderamente sobrecogedor que porque estemos acostumbrados a ello no deja de ser misterioso. Pero, ciertamente, la muerte no rompe esos lazos.

Nosotros lo sabemos. Cada vez que celebramos la Eucaristía, todos los miembros de Cristo. Por eso, el recordar a los santos, y a los mártires, y a los apóstoles, y a la Virgen no es una costumbre piadosa. Y el recordar a los difuntos inmediatamente después no es una costumbre piadosa. Es una manera de recordar que donde está Cristo, está su cuerpo. Su cuerpo lo formamos todos: los vivos y los difuntos, y todos formamos una unidad. Naturalmente, yo no conozco a alguien que haya muerto en Lyon en el siglo XIII y era muy cristiano, y a lo mejor resulta que es quien más intercede por mí en el cielo, porque le caigo bien. Yo que sé, pero yo no lo conozco. Pero conozco a mi padre y a mi madre, conozco a los prójimos que son la compañía vocacional primera que el Señor me ha dado, porque son los que me han introducido a la vida, y me han ayudado a crecer, y a pensar, y a vivir, y a andar, y a hablar. Por tanto, son la primera compañía vocacional, que el Señor me ha dado, que yo no he elegido, como no hemos elegido tampoco ninguno esta compañía vocacional en la que estamos en el Movimiento.

Vamos a darle gracias a Dios por la verdad de la Iglesia. D. Giussani nunca quiso crear una especialidad en la Iglesia o un grupo dentro de la Iglesia. Él quiso que se viviera el cristianismo recuperando algunos tópicos de la tradición cristiana que habíamos perdido. Tópicos en el sentido de lugares comunes, de cosas, de experiencias grandes de la tradición cristiana que se nos habían vuelto borrosas. Evidentemente, él lo hace con un temperamento, por lo que damos gracias, como damos gracias por nuestros padres o por la compañía vocacional que el Señor nos ha dado, es decir de una manera particular, concreta, que es la que el Señor le ha dado a D. Gius. Damos gracias por ello.  Le pedimos, puesto que todos hemos recibido ese don, cada uno de una manera, que sepamos, que el Señor nos dé la gracia, de hacerlo fructificar para nuestra alegría, y para la alegría de otras personas, para la de vuestros hijos, pero para la alegría de las personas que se acerquen a nosotros.

+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada

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