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Prefacio a la edición 2008 de "El sentido religioso"

Fecha: 14/04/2011. Publicado en: "El sentido religioso", de Luigi Giussani, fundador del Movimiento Comunión y Liberación

I.

El mundo en que vivimos está marcado, desde hace siglos, por una división. Esa división no es el único factor que determina el presente, pero es un factor decisivo en la configuración del presente, tanto en el plano del conocimiento y del saber como en el plano de la vida moral. Esa división invade todo: el pensamiento y la memoria, las relaciones humanas, las obras que producimos los hombres, y las que dejamos de producir. Condiciona en gran medida nuestra comprensión y nuestro uso de las cosas, nuestra estética, nuestra ética y nuestra política. Condiciona nuestra mirada sobre nosotros, sobre los demás y sobre el mundo.

Esa división es la división entre “lo sagrado” y “lo profano”, o, si se quiere, entre lo “religioso” y (el resto de) la realidad. La división nace en el interior del cristianismo occidental (a partir quizá de Duns Escoto y por la vía del nominalismo), aunque hay quien atribuye su origen al influjo de Avicena, y, por lo tanto, a un empobrecimiento del cristianismo por influencia del Islam. En todo caso, es expresión, y a la vez causa, de la fragmentación de la experiencia cristiana en los albores de la modernidad. En el contexto en que ha nacido, esa división se corresponde en gran medida con una división análoga –y no del todo separable de la anterior– entre lo “sobrenatural” y lo “natural”, o, si se quiere formular de una manera menos precisa y menos técnica, pero más accesible, una división entre lo “cristiano” y lo humano. Lo cristiano designaría no sólo a una experiencia humana concreta, y dotada, como no podía ser de otro modo, de sus categorías “propias”, sino más bien a un mundo particular cerrado en sí mismo, mientras que lo humano sin Cristo sería lo “universal”. La división se corresponde también en buena medida con otras “divisiones” que se fraguan en el mismo contexto, y que separan y contraponen realidades que, antes de esa fragmentación de la experiencia cristiana, existían la una dentro de la otra, o en todo caso se relacionaban entre sí de un modo radicalmente distinto a como lo han empezado a hacer en la modernidad. Los ejemplos más característicos de ello son la división que contrapone la “fe” y la “razón”, o la “gracia” y la “libertad”. Es frecuente referirse a estas divisiones o a algunas de ellas con el nombre de “dualismo”.[1]

He dicho “división” y no distinción. Y ello porque es la división, y no sólo una distinción razonable y justa, lo que constituye un factor decisivo en la construcción y en la deconstrucción de la modernidad. Pero es que en el contexto cultural actual, además la distinción –salvo que se hagan mil matizaciones y aclaraciones– sólo se entiende como división: y cuando se apela a la necesidad de mantener la distinción, en la inmensa mayoría de los casos es sólo para justificar la división y sus consecuencias.

Es notable que la división, en muchos casos, no constituye un pensamiento elaborado, hecho explícitamente objeto de discernimiento y de juicio, y asumido con conciencia y con libertad.

Es más bien una categoría desde la que pensamos las cosas, desde la que las organizamos y desde la que obramos. Condiciona nuestro conocimiento y nuestro obrar, pero no es un pensamiento elegido por su carácter de pensamiento persuasivo (de hecho es muy frágil frente a una crítica racional seria). La división está como instalada en nuestro pensamiento previamente a cualquier acto consciente de la inteligencia. Es como si la adquiriéramos por ósmosis. Es, podríamos decir, una especie de a priori cultural. Y por eso es en buena medida invisible. Y una buena parte del poder que ejerce sobre nosotros radica precisamente en su “invisibilidad”.

Hasta tal punto la división constituye un a priori cultural, que es el pensar u obrar contra la división, o el mero hecho de resistirse a ella, lo que requiere un acto consciente y libre. Ese acto ha de ser constantemente repetido, y es preciso renovar las razones para repetirlo, para que pueda llegar a hacerse un hábito, una especie de costumbre del pensamiento, de la mirada y del corazón. Y aun así, como la división parece el punto de apoyo sobre el que se sostiene el mundo, como es el dogma intangible y el presupuesto nunca cuestionado de la cultura en la que hemos nacido, y en la que vivimos, como está detrás (o dentro) de las instituciones, las transacciones y las liturgias seculares en las que necesariamente participamos apenas uno se descuida, el “yo” vuelve a la división, vuelve a pensar desde ella, a mirar desde ella, a decidir o a obrar desde ella. En cuanto nos distraemos, en cuanto la presencia que nos ha rescatado para la libertad se nubla, o no es seguida con sencillez, la división se vuelve a instalar en el corazón, en la mirada y en la mente, en las palabras y en las obras. La división afecta, por tanto, también a la tarea educativa en todas sus expresiones (desde la escuela y la familia a los medios de comunicación), y por medio de ella se perpetúa.

II.

El sentido religioso, de Don Luigi Giussani, fundador del movimiento Comunión y Liberación, es un libro que trata de educar. Y educar es introducir a lo real. Cuando uno se aproxima a lo real con una razón abierta, que no ha perdido su capacidad de sorpresa, que no está ideológicamente dominada, ni la naturaleza de la razón humana ni la naturaleza de lo real toleran la división de que hemos hablado. Por eso, El sentido religioso es un libro que se sitúa más allá de la división, no ignorándola como hecho cultural, ni ignorando sus consecuencias dramáticas, ni reaccionando contra ella, sino situándose culturalmente después de ella. No la describe, ni la analiza, ni trata de situarla en el marco de la evolución de la cultura occidental. Pero se sitúa después de ella. Puede decirse con verdad que es una de las obras cristianas del siglo XX, en primer lugar, más consciente de la profundidad de las raíces del problema, y luego, escrita desde esa conciencia con la intención de superarlo, no en el sentido de criticar simplemente algunas de las posiciones que se derivan de él, sino en el sentido de trascender las premisas que lo causan.

Precisamente porque las trasciende, El sentido religioso no es una obra antimoderna, no es una obra reaccionaria. Las obras antimodernas, las reacciones contra la modernidad, han sido uno de los factores más característicos de la “religiosidad” moderna. Y todas esas reacciones contribuían a consolidar la modernidad, compartían –en la reacción– sus presupuestos fundamentales, eran y son más un síntoma de la enfermedad que una posibilidad de remediarla.

Las notas que constituyen el núcleo de este libro iban originalmente dirigidas a unos jóvenes a los que Don Giussani trataba de ayudar a afrontar la vida de un modo plenamente humano, esto es, racionalmente consistente y libre, sin más fidelidad que la que todo ser humano ha de tener a la verdad y a la compañía humana que ayuda a descubrirla y hace posible amarla. Y al hacer esto, Don Giussani estaba desbrozando caminos que la fe cristiana ha de recorrer inevitablemente en los albores del siglo XXI. Son caminos que la Iglesia ha de recorrer siempre, que en cierto modo siempre, que en cierto modo siempre ha recorrido, pero que la confusión sembrada en las conciencias como consecuencia de la división convierte de nuevo, en las circunstancias actuales, en absolutamente imprescindibles.

Puesto que este libro ha educado ya a varias generaciones de jóvenes y de adultos, y sigue siendo un punto de referencia decisivo para miles y miles de personas en todo el mundo, podemos decir que estamos ante un clásico. Comentaristas muy autorizados reconocen a Don Giussani como una figura que marca una época en la educación cristiana.[2] Pero sería un error pensar que este clásico ha florecido aislado en mitad de un desierto. No, las cosas humanas nunca suceden así, y tampoco las cosas de Dios. La genialidad educativa de Don Giussani, su inmensa capacidad de paternidad en la guía y el acompañamiento de las personas, tienen un contexto, emergen en un momento preciso de la historia de la Iglesia.

Para empezar, Giussani nace y crece en una tradición cristiana viva, realista y concreta, con una marcada presencia social, como es la de la Lombardía heredera de san Ambrosio y de san Carlos Borromeo. Una tradición que él había asimilado a través de su madre.[3] Él mismo había sido luego formado en las cercanías de Milán en una escuela teológica de gran riqueza, la escuela del Seminario de Venegono, con maestros como Gaetano Corti, Carlo Figini o Giovanni Colombo.[4] A final de los años cincuenta, Don Giussani había publicado sus primeros opúsculos con el nihil obstat de los teólogos milaneses. Esa escuela se caracterizaba por el esfuerzo intelectual de recuperar para el pensamiento teológicamente cristiano la centralidad de la figura de Cristo y el orden creado, entre Cristo y la existencia humana, de modo que se vuelva a poner de manifiesto en el pensamiento y en la vida de la Iglesia que toda la creación, que toda la existencia, está constitutivamente orientada hacia Cristo. Tampoco hay que olvidar que la familiaridad de Don Giussani con la gran tradición ortodoxa y con la teología protestante americana, sobre la que escribió su tesis doctoral[5], le hacía sin duda más sensible a las fracturas creadas. También en su formación teológica habían influido las mejores figuras de la renovación católica del siglo XIX, como Johann Adam Möhler y John Henry Newman, y del siglo XX, como Romano Guardini. Y había leído algunas obras de Henri de Lubac[6] que le aproximan al círculo de pensadores que hicieron posibles los puntos más decisivos y duraderos de la enseñanza del concilio Vaticano II: que la revelación de Dios no es simplemente la revelación de un conjunto de nociones, sino que es un acontecimiento dramático que culmina en la persona de Cristo, cuya presencia permanece en la Iglesia por el don del Espíritu; que la fe es el asentimiento de la persona de Cristo no es relevante sólo para eso que, en el contexto de la división, se llama “la vida espiritual”, sino que revela el hombre al mismo hombre, y le descubre la sublimidad de su vocación; y que todo el sentido de la existencia y de la vida de la Iglesia es “ser sacramento” de Cristo, o, lo que es lo mismo, hacer presente a Cristo, generar la plenitud de humanidad que todo ser humano anhela. Estas verdades elementales, constitutivas del núcleo de la existencia cristiana pero oscurecidas bajo el efecto de la división, constituyen el contenido de los tres volúmenes del Percoso, o, como se llama en la versión española, el Curso básico de cristianismo. De ese Percoso, Cristo constituye el centro. Pero el fruto más extraordinario y más inmediato de la redención de Cristo es, justamente, el reconocimiento sin censuras del Misterio que constituye lo real, y del anhelo de ese Misterio que nos constituye a nosotros como seres humanos. Frente a ese Misterio nos sitúa El sentido religioso.

+ Francisco Javier Martínez Fernández
Arzobispo de Granada




[1] No sería difícil multiplicar  los ejemplos de divisiones y contraposiciones análogas, que pertenecen todas ellas a constelaciones de conceptos articuladas en la modernidad, y que remiten todas ellas de maneras diversas a la misma división de fondo: la ruptura de una conexión constitutiva entre el testimonio del que la Iglesia es portadora y la humanidad del hombre. Así, por ejemplo, la división determina el modo de la relación entre teología y filosofía, o entre Iglesia y “mundo”, o entre “privado” y “público”. En la raíz de todas esas manifestaciones está la percepción de Dios, que se abrirá camino desde finales de lo que sucede llamarse (absurdamente) “la Edad Media”, como un “ser” separado del mundo (a eso queda reducida su trascendencia), pero “un” ser más, al fin y al cabo. Desde ese momento, Dios y el mundo se relacionan de un modo determinado fundamentalmente por la categoría  de poder. Concebido como un “ser”, Dios, a la larga, no podrá dejar de convertirse en una proyección de lo humano. Será también inevitable que ambos “seres”, Dios y el mundo, se destaquen en el escenario sobre un fondo oscuro que sólo puede ser “la nada”. Y la nada misma viene también a ser concebida como otro “ser”, y justamente como el trasfondo último de todo lo que es. Por ello, la división no preserva lo religioso, sino que entrega lo real en los brazos de la nada.

[2] Remito a la obra colectiva: E. Buzzi (ed.), A Generative Thought. An Introduction to the Works of Luigi Giussani, Montréal & Kingston, London, Ithaca, McGill-Queen´s University Press, 2003.

[3] Se leerá con utilidad un perfil biográfico en: Massimo Camisasca, Comunión y Liberación/1 (Los orígenes 1954-1968), Encuentro, Madrid, 2002.

[4] Sobre la “Escuela de Venegono” se puede consultar: ISTRA, Annuario del Dipartimento Teologico (1984), Edit, Milano, 1985.

[5] Luigi Giussani, Grandi linee Della teologia protestante americana. Profilo storico dalle origine agli anni´50, Jaca Book, Milano, 1988.

[6] De las obras de Henri de Lubac habría que señalar sobre todo Catolicismo. Más adelante Giussani conoció también a Hans Urs von Balthasar, que expresaría en distintas ocasiones su curiosidad e interés por la realidad eclesial que nacía del sacerdote lombardo. En general, las obras de estos dos autores señalan caminos en el desierto y los abren para más allá del desierto. La diferencia fundamental entre ellos y la obra de Luigi Giussani es que ellos tratan de ayudar a comprender intelectualmente las causas de la división, o sus consecuencias, o tratan de ayudarnos a ver cómo era la “tradición” cristiana antes de la quiebra, y, por tanto, como podría entenderse y vivirse la vida si la quiebra se superase. Don Giussani, en cambio, escribe un texto todo él orientado hacia el futuro, y hacia la construcción del sujeto que ha de hacer la historia, movido por la preocupación educativa que guía toda su vida. Hasta en esto, El sentido religioso, aunque es una obra plenamente actual, ya no es una obra moderna.

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