XXIII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B
Fecha: 06/09/1970. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 600, 2
LECTURA del profeta Isaías :
Decid a los cobardes de corazón: sed fuertes, no temáis
Mirad a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os salvará.
Se despegarán los ojos del ciego, los oídos del sordo se abrirán, saltará como un ciervo el cojo, la lengua del mudo contará.
Porque han brotado aguas en el desierto, torrentes en la estepa; el páramo será un estanque, lo reseco un manantial.
De una forma y otra , todas las intervenciones de Dios en la vida de Israel conducen a Cristo. No en vano los Santos Padres decían que todos los libros sagrados hablando de El. Jesús vino “no a destruir la ley y los profetas, sino a darle su cumplimiento”. A ofrecer la salvación que tantas veces de manera fragmentaria, pero con una esperanza sin huecos para la duda, habían entrevisto los hombres de fe del Antiguo Testamento.
El capítulo treinta y cinco del libro de Isaías, de donde está tomada la lectura de hoy, perteneciente seguramente al grupo de oráculos que forman la segunda parte del libro- capítulos cuarenta a cuarenta y cinco-, y que han sido compuestos durante el destierro en Babilonia, cuando ya se dejaba entrever la restauración de Israel y su vuelta a la patria. Es difícil saber por qué, en la complicada historia de la composición de los libros proféticos, se ha deslizado este oráculo en la primera parte, situada toda ella bastante antes de la toma de Jerusalén.
En todo caso, lo que el profeta anuncia con júbilo es la vuelta del destierro, un mensaje capaz de infundir confianza y dar consuelo a los corazones destrozados de dos expatriados. El desierto de que habla es la Palestina desolada, que con la liberación volverá a ser “la tierra que mana leche y miel “, la herencia que Dios ha dado a su pueblo. Sin embargo, lo que el profeta anuncia no es sólo un acontecimiento político. Su alegría no es el fruto de una exaltación nacionalista. La restauración de Israel es un hecho religioso. Es la confirmación de que Dios no ha olvidado sus promesas, y la garantía de que se puede seguir creyendo sin temor al ridículo y a la burla de las naciones. “ Es Dios mismo quien viene a salvarnos.” Esa fe es tan absoluta que por encima de la liberación del destierro, por encima de la vuelta a Palestina, brilla la esperanza de una obra de Dios definitiva y de una salvación más plena.
Esta salvación más plena a la que apunta la fe del profeta es Cristo. El hace oír a los sordos y abre los ojos a los ciegos. El es el restaurador de Israel, y El es, sobre todo, quien con su muerte y su resurrección ha abierto el camino de la tierra prometida.
F.J. Martinez