Querida Iglesia del Señor, Esposa de Jesucristo, muy queridos sacerdotes concelebrantes, queridos por ahora todavía diáconos hasta dentro de unos momentos, saludo especialmente a vuestros padres, a vuestros familiares, a los amigos que os acompañan:
El don de la vida, el más grande de todos, el único que verdaderamente es indispensable, se llama Jesucristo. Ese es el regalo que jamás nosotros nos podríamos imaginar, que jamás nosotros nos podríamos haber atrevido a soñar ni a pensar, aunque hubiéramos construido todas las torres de Babel que quisiéramos, jamás habríamos podido escalar el cielo, y sin embargo estamos hechos para el cielo y nuestra vida no se sosiega, me hago eco de aquella palabra de San Agustín al comienzo del libro de "Las Confesiones": "Nos hiciste Señor para Ti y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en Ti".
Pero nosotros no podemos llegar hasta Ti, lo que celebramos en Navidad y la Fiesta de Epifanía no es más que otra forma de celebrar el mismo Misterio de la Navidad que celebramos el mismo día del 25 de diciembre. Es justamente que el Cielo ha venido hasta nosotros, Dios se ha manifestado en nuestra carne, nos ha hecho el regalo de su vida divina, por eso hoy no es una fiesta especial para niños, claro, los niños entienden mejor que nadie, a veces, si les dejamos, el Misterio y todo lo que tiene que ver con el Misterio, pero es una fiesta para redescubrir justamente que es aquello que hace que la vida merezca la pena ser vivida.
Y eso, en cierto modo, lo entiende mejor un hombre roto, lleno de cicatrices, un hombre o una mujer, de heridas de la vida, tocado por esta herida tremenda del pecado y de nuestra condición mortal, lo capta mejor como los pecadores captaban mejor que los fariseos el anuncio de Jesús, porque se daban cuenta justamente de que el Reino que se les ofrecía a ellos les permitía respirar, les permitía vivir.
No estoy diciendo nada nuevo, estoy anunciando una vez más y con mis palabras lo que la Iglesia lleva veinte siglos anunciando, lo que se canta en la noche del pregón pascual, de que no serviría haber nacido si no hubiéramos sido rescatados, sin el don de Cristo, la vida es un asco, con el don de Cristo la vida entera se convierte en don, la vida entera se hace regalo, y claro, los Reyes Magos vienen cargados de regalos, por supuesto, claro, pero fijaros, siempre está el enemigo acechando, siempre está la idolatría queriendo comernos el coco y distraernos más con las chuches que con el alimento sólido, y distrayéndonos más con los regalos que nos traen los Reyes, que no son más que un símbolo, no son los regalos que traen los Reyes, mis queridos niños, hasta los más pequeños, esto lo entendéis todo, no son los regalos que traen los Reyes lo que nos hacen felices, es Jesucristo el único que nos hace felices.
Y hasta los poderes del mundo tratan de secuestrar, claro que sí, en función de sus intereses, pues todas las cartas que los niños y los mayores escribimos a los Reyes, para apartarnos del único regalo que hace razonable, humana, inteligible la alegría y la esperanza. Sin ese regalo la vida es un asco, porque la vida es algo que nos acerca a la muerte y es terrible vivirla. Si somos seres racionales, es terrible vivir la vida cuando lo único que hace el hecho de vivirla es acercarnos a perder lo que la vida es. Sólo, entendedme bien, sólo Jesucristo hace la vida capaz de ser vivida y vivida humanamente, y vivida con alegría. Ese es el gran regalo, ese el único que justifica celebrar la Navidad, celebrar la Epifanía, que repito, es la Navidad vista desde otro ángulo.
+ Javier Martínez
Arzobispo de Granada
6 de enero de 2014, S. I Catedral
Ordenación de presbíteros y Epifanía del Señor