Prefacio al libro "El Misterio de la fe", del Metropolita Hilarión, publicado en español por la Editorial Nuevo Inicio y presentado en Madrid el 14 de abril de 2014, en presencia de su autor.
Fecha: 29/04/2014
¿Qué hemos perdido cuando la Iglesia ha dejado de respirar con sus dos pulmones? ¿Qué se ha desdibujado en nuestra experiencia cristiana? ¿Qué puede aportar al cristianismo Occidental un conocimiento mayor de las tradiciones cristianas de la ortodoxia rusa? Se puede responder a estas preguntas de muchas formas. Pienso, por ejemplo, en lo que el conocimiento de los pensadores rusos del siglo XIX ha significado para los impulsores de la renovación teológica en Francia en la primera mitad del siglo XX.1 Es una historia poco conocida, pero puede decirse que ese conocimiento, ese contacto con una tradición que mantenía una sorprendente continuidad con los Padres de la Iglesia, fue uno de los factores impulsores de la renovación teológica —el retorno a las fuentes— que hizo posible el Concilio Vaticano II.
Bastaría decir, por otra parte, que la ortodoxia rusa —y en gran parte, las otras tradiciones del cristianismo oriental—, nunca han conocido esa separación, esa división de la realidad en dos órdenes, uno natural y otro sobrenatural, que ha puesto en marcha la dramática historia de la secularización en Occidente. O lo que equivale a decir lo mismo, que el pensamiento ortodoxo ruso, en lo que tiene de más vivo, nunca ha conocido la división entre fe y razón, entre gracia y libertad, entre el orden de la creación y el de la redención. O, todavía dicho de otra forma, la categoría de sacramento ha seguido siendo, en la experiencia de la vida de los cristianos educados en la divina liturgia y en la Filocalia, la categoría central para comprender, no sólo el misterio de Cristo y de la Iglesia, sino también la vocación constitutiva del hombre a la divinización, a la participación en la vida divina, y también para comprender la creación misma.
Una vez embarcados en la senda de esa división entre natural y sobrenatural, lo divino, en efecto, se empobrece terriblemente. Deja de ser lo más relevante para el hombre, lo más decisivo para la vida humana, y termina perdiendo su relevancia y su interés. A lo sumo, queda como una especie de garante último de una moral más bien deontológica y seca, orientada casi sólo a señalar el camino de las buenas obras y a prohibir las malas, de forma que podamos ganar el cielo como un premio a nuestro comportamiento. Por el camino se queda la experiencia de la revelación de su gloria, del resplandor inefable de su manifestación (su epifanía), que atrae inevitablemente a quien lo percibe con su belleza, como atrae toda belleza creada, como atrae el amor verdadero (y a veces, hasta el falso), porque Belleza (Gloria) y Amor son nombres del mismo ser de Dios, tal como nos lo ha revelado el Verbo Encarnado, el Hijo de Dios, Nuestro Señor Jesucristo. Y es en esa epifanía de lo divino, que se renueva misteriosamente en la divina liturgia, mediante la que somos introducidos por Jesucristo en la misma vida de Dios, donde tiene su fuente la moral cristiana. La liturgia es representación del mundo definitivo, del mundo verdadero, de la realidad última anticipada ya aquí en esta vida mortal. La vida humana que se nutre de esta fuente es como “el árbol plantado al borde de la acequia, que no se marchitan sus hojas” (Sal 1, 3). El hombre que quiere sostener su vida al margen de esta historia santa, del don de Dios en Cristo, es, en cambio, “como la hierba del tejado, que se seca y nadie la siega, ni le dicen los que pasan: «¡Que el Señor te bendiga!»” (Sal 129, 6-8).
Pero el hombre de la división entre natural y sobrenatural no sólo pierde y empobrece a Dios. Como intuyó Nietzsche, la muerte de Dios —que hunde sus raíces remotas en esa división— no sólo conduciría a la pérdida del “más allá”, iba a hacer también perder el “más acá”. Ese hombre ha empobrecido hasta límites inimaginables su experiencia del mundo. No puede mirarlo ya más que como una cantera objeto de explotación. El mundo está desencantado, ha perdido su misterio, ha perdido el carácter de don, de signo, ha dejado de ser un lenguaje, y un lenguaje de amor: una manifestación creada del Amor Increado.
Apenas somos conscientes de las consecuencias inmensas de estas dos pérdidas. Y es ahí donde la familiaridad con las grandes obras del pensamiento cristiano ruso puede ser una inmensa gracia para nosotros. En la medida en que esas obras nos abren a una percepción de la tradición cristiana que no está “domesticada” por la cultura secular occidental, son una bocanada de aire fresco, una bendición para nuestra Iglesia de lengua española. A eso es a lo que se refería el Beato Juan Pablo II cuando decía que la Iglesia tiene que volver a respirar con sus dos pulmones. Esos dos pulmones, ambos igualmente necesarios para la salud de la Iglesia, son la tradición oriental y la tradición occidental. Nuestra experiencias históricas, tan diferentes y tan similares a la vez, son para unos y para otros una ocasión de enriquecimiento mutuo, una llamada a abrirnos todos con más plenitud a la novedad de vida que el Señor nos concede vivir, para luz de este mundo dolorido y roto.
Por eso es una bendición poder presentar a los lectores de lengua española un libro como éste del Metropolita Hilarión, que nos introduce de una manera sencilla y profunda a la vez a los tesoros de esa tradición hermana, a la que podemos considerar maestra en tantos sentidos. Y lo mismo el libro que le ha precedido, obra del Patriarca Cirilo. Y lo mismo, si Dios quiere, otras obras de la tradición ortodoxa eslava que seguirán en esta nueva colección, titulada precisamente Pravoslavie (Ortodoxia). Quieran el Señor Jesús y su Madre Santísima concedernos que, adentrándonos juntos más y más en el misterio de Cristo, y sin perder ninguno los preciosos dones que el Señor ha repartido entre las Iglesias según su beneplácito, podamos llegar un día a la comunión plena del Espíritu Santo.
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada