Homilía en la Eucaristía celebrada el III Domingo de Pascua, 4 de mayo, en la Santa Iglesia Catedral de Granada.
Fecha: 04/05/2014
Queridísima Iglesia de Dios, Esposa Santa del Señor Resucitado y vivo, muy queridos sacerdotes concelebrantes, queridos amigos todos:
Lo que hoy hemos leído como primera lectura es la primera predicación cristiana, propiamente dicha, es decir, el día de Pentecostés, en el momento en que la Iglesia hace su primera manifestación pública: por así decir, Pedro toma la palabra y hace el primer anuncio de lo que es el cristianismo.
Y si uno se fija en ese anuncio, qué es lo que dice. Sencillamente, un acontecimiento, un hecho; que Jesús, a quien todos conocían en Palestina en aquel momento y cuya historia no era necesario ni narrar detenidamente ni explicar, había vencido a la muerte y había resucitado. Y cito algunas palabras de un salmo: justamente porque no me entregarás -dice un justo, en uno de los salmos- a la muerte, ni dejarás a tu siervo ver la corrupción; mostrando así que ese acontecimiento, de alguna manera, uno podía verlo, previsto, predicho, anunciado de algún modo, intuido en las Escrituras. El justo es Jesús y el anuncio es, sencillamente, “Cristo ha vencido a la muerte”.
Ese es el anuncio del que veinte siglos después, la Iglesia sigue siendo portadora. Nosotros no somos portadores ni anunciadores de un sistema de verdades abstracto, ni siquiera de una serie de principios morales que se justificarían por sí mismos, o de una serie de reglas para la vida o para la conducta de la comunidad cristiana o así: ante todo somos los testigos de un hecho, un hecho único en la historia, pero un hecho que cambia la Historia.
La segunda lectura de hoy nos mostraba, precisamente, que en el hecho de la Resurrección de Cristo hay una nueva experiencia de Dios y de quien es Dios, y yo diría, hay una nueva experiencia de la vida. El cristianismo representa el anuncio de ese hecho, la experiencia de ese hecho, la fe como un acto de la inteligencia pero como un acto de la inteligencia en algo que ha acontecido en la Historia; no en una serie de ideas, o en unas afirmaciones, sino un acontecimiento del que uno puede haber hecho experiencia, sin haber visto, sin haber sido como los discípulos, que pudieron encontrarse con el Señor en los días anteriores a su Ascensión, pero sí de un modo en el que realmente nos encontramos con Él, en el que realmente podemos reconocer su Presencia porque actúa, porque obra, porque obra milagros, obra milagros en nuestro alrededor, los obra en nosotros mismos.
Hay ciertos perdones de los que uno, como sacerdote, tiene experiencia y que vosotros a lo mejor también tenéis: Señor, esto es más (…) poderoso, representa más poder que la multiplicación de los panes y, al mismo tiempo, muestra el tipo de humanidad, porque quien es capaz de un perdón así, no es una persona mojigata ni es una persona temerosa del mundo, no es una persona que busque en Dios y en la Iglesia una especie de refugio para sus miedos o para sus límites, es alguien cuya humanidad uno la ve explotar, verdaderamente, florecer, en todos los sentidos, y uno la ve una vez y otra vez, y uno dice: Dios mío, éste eres Tú obrando en la Historia, generando constantemente esta humanidad nueva.
Pero yo quiero subrayar, sobre todo, que las tres lecturas de hoy como todo el mensaje del tiempo pascual, contienen el anuncio del que la Iglesia es portadora, que me habéis oído resumir muchas veces en aquellas palabras de San Juan Pablo II, canonizado la semana pasada: “Dios te ama, Cristo ha venido por ti”.
Ese es el mensaje que la Iglesia tiene para cada ser humano, para cada hombre y para cada mujer: “Dios te ama, Cristo ha venido por ti”. Cristo ha resucitado para que en tu vida, en mi vida, en nuestras vidas, se abra el horizonte nuevo de una experiencia nueva de la realidad, de Dios, de Dios como Padre. Dios deja de ser aquel que, como juez, los hombres pueden intuir con su inteligencia y ante el cual, los hombres con frecuencia viven en el temor. (…) El amor expulsa el temor.
Quien ha conocido a Jesucristo no vive en el temor; vive en la libertad gloriosa de los hijos de Dios. Vive en la certeza de un amor sin límites, vive con un frescor, con un sosiego en el corazón (…). (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
III Domingo de Pascua, 4 de mayo de 2014
Santa Iglesia Catedral