XXVII Domingo del Tiempo Ordinario. Ciclo B
Fecha: 04/10/1970. Publicado en: Semanario Diocesano Luz y Vida 604, 6
LECTURA del Libro del Génesis:
El Señor Dios se dijo:
No está bien que el hombre esté sólo; voy a hacerle alguien como él para que le ayude.
Entonces el Señor Dios modeló de arcilla todas las bestias del campo y todos los pájaros del cielo, y se los presentó al hombre, para ver qué nombre les ponía. Y cada ser vivo llevaría el nombre que el hombre le pusiera.
Así el hombre puso nombre a todos los animales domésticos, a los pájaros del cielo y a las bestias del campo; pero no se encontraba ninguno como él que le ayudase.
Entonces el Señor Dios dejó caer sobre el hombre un letargo, y el hombre se durmió. Le sacó una costilla y le cerró el sitio con carne.
Y el Señor trabajo la costilla que le había sacado al hombre, haciendo una mujer, y se la presentó al hombre.
- ¡Esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!
Su nombre será Mujer, porque ha salido del hombre. Por eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer y serán los dos una sola carne.
(2, 18-24.)
Nuestro pasaje de hoy - el relato de la creación de la mujer en el libro del Génesis-, viene sólo a ilustrar una alusión de Jesús en la lectura evangélica de la Misa. En ella, unos fariseos preguntan a Jesús si le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer, para dar ocasión a que Jesús se enfrentara con la Ley, que permitía el divorcio. Jesús -con una pregunta muy de su estilo- no entra en le juego. Si Moisés permitió el divorcio, fue, por decirlo así, una “concesión” a la dureza de corazón de los israelitas. Pero la voluntad original de Dios no era ésa, sino la que se expresa en otro lugar de la Ley; en el relato de la creación de la mujer: “Dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y serán los dos una sola carne.” Con esa respuesta, Jesús no toca la autoridad legislativa de Moisés, y al mismo tiempo expone la verdadera exigencia moral del matrimonio.
Si nos fijamos ahora sólo en nuestra lectura, ésta es tan rica en contenido y tan fina en la observación del hombre como lo son en general todos los relatos que componen los primeros capítulos del Génesis. El porqué del relato está en el último versículo. “Por eso deja el hombre a su padre y a su madre, y se une a la mujer, y se hacen una sola carne.” El autor quiere saber de dónde viene la atracción de los sexos, ese amor que, en expresión del Cantar de los Cantares “es fuerte como la Muerte”; más fuerte, incluso, que el lazo que une a un hijo con sus padres. Y su respuesta es que esa atracción es querida por Dios desde el comienzo: la mujer es la compañera que Dios ha dado al hombre; sólo ella es semejante a él (“carne de mi carne y hueso de mis huesos”; eso es lo que trata de expresar la imagen de la costilla), y sólo ella comparte su destino, cosa de la que tendrán los dos una dolorosa experiencia. Por eso la creación de la mujer viene contada en el marco -y en la cumbre- de los dones que la solicitud paternal de Dios ha puesto junto al hombre. Por eso, esa deliciosa imagen de clamación de gozo y de sorpresa del hombre, tan rica de matices en hebreo como difícil de expresar en nuestras lenguas.
Ayuda, compañía, amor. Esa era el plan de Dios desde el principio. ¡Qué lástima que las palabras se gasten, y que en el uso de los hombres indiquen a veces lo contrario de lo que significan!
F. Javier Martínez