Homilía en la Eucaristía en la S.I Catedral en el XXV Domingo del Tiempo Ordinario, del 21 de septiembre de 2014
Fecha: 21/09/2014
Qué preciosidad son las tres lecturas de hoy, la verdad. Cómo nos abren un horizonte grande en la estrechez y en la pequeñez de nuestros pensamientos y de nuestros sentimientos.
Ese horizonte grande es el horizonte
de un Dios que no está hecho a la medida de nuestras cabezas; que no está hecho
a la medida de nuestros cálculos; que gracias a Dios es infinitamente más
grande que todo lo que nosotros pudiéramos pensar, imaginar o desear.
Tanto la Primera Lectura con esa
frase: “Mis caminos no son vuestros caminos y mis planes no son vuestros planes,
como dista el Cielo de la tierra, así distan mis caminos de vuestros caminos y
mis planes de vuestros planes”. Esa expresión pone de manifiesto y es una garantía
también de la fe cristiana -si queréis de la Tradición-, puesto que ese texto es
de un profeta de la Tradición del Dios que se reveló a Abraham y a Moisés y al
Dios que ha enviado a su Hijo para derramar su sangre por nosotros, Padre de
Nuestro Señor Jesucristo. Ese Dios no es tampoco fruto de la imaginación humana,
puesto que en la misma Tradición de la que somos hijos, de la que somos
herederos, se nos pone en guardia contra ese apoderarse de Dios, y empequeñecerlo.
Se nos recuerda que Dios siempre será más grande que esos cálculos y que esas
medidas de los hombres.
Y el Evangelio nos llama la atención
sobre lo mismo. La parábola de los enviados a la viña es como tantas parábolas
de las que hay en el Evangelio: una defensa de Jesús, de su propia conducta, y
una defensa, que tiene que ver… que Dios no es como vosotros lo hacéis cuando
os apoderáis de él, o cuando pensáis que lo conocéis. Dios nos sorprende
siempre.
Lo que viene a decir esa parábola
que refleja, si queréis, la misma crítica que el hermano del hijo pródigo. ¿Os
acordáis de la parábola del hijo pródigo? Esa la conoce todo el mundo. Cuando
vuelve el hijo pequeño, el que se había marchado de casa, y hace toda una
fiesta para él, el hermano mayor le dice: ‘Pero bueno, yo llevo aquí toda la
vida en casa y a mí me corresponde… y nunca has matado un cabrito, y a éste,
que se ha gastado por ahí toda tu fortuna y que ha malvivido, le matas el ternero
cebado’; es decir, el ternero que estaba guardado para la matanza y para el
alimento de toda la familia durante el año. Y el padre le responde: ‘Hijo mío, hoy
hay aquí una gran alegría porque este hermano tuyo, este hijo mío, estaba
muerto y ha vuelto a la vida, estaba perdido y lo hemos encontrado. Hay más
alegría en el Cielo -dice el Señor- por un pecador que se convierte que por 99
justos, que no necesitan conversión’.
Es exactamente lo de la parábola de
hoy. Quiénes se quejaban: los escribas, los fariseos, todos aquellos que
pensaban que tenían algún derecho sobre Dios. Y ese pensar -que uno tiene un
derecho sobre Dios- es lo que Dios vomita, lo que a Dios le repugna, ese no
percibir que todo es gracia, que todo lo que somos es gracia de Dios, pensar
que uno puede pasarle el recibo a Dios por lo que uno hace.
¿Os acordáis de la parábola del
fariseo y del publicano? De nuevo es el mismo problema: el fariseo le pasaba el
recibo a Dios, le decía: ‘Mira, he hecho esto y he hecho lo otro, y pago el
diezmo de la menta y del comino’ -o sea, hasta de las cosas más pequeñas-, todo
lo he hecho bien, como diciendo: ‘Y ahora tú, ¿qué me vas a dar?’. Y el otro pobre
estaba allí a final de la sinagoga o del templo -del templo dice la parábola-,
estaba allí al final diciendo: ‘Señor, ten piedad de mí, que soy un pecador’. Y
a Dios le agradó la oración del pecador y no le agradó la otra. ¿Por qué? Porque
el otro, como los trabajadores a la viña de hoy, tenían una imagen de Dios hecha
y proyectada desde las medidas humanas, desde las medidas de la justicia humana,
y Dios no corresponde a esas medidas. Su justicia no es nuestra justicia, su
misericordia no es nuestra misericordia. Nuestra justicia tiene medida y
nuestra misericordia, y hasta nuestro amor tienen medida. Y esa medida, muchas
veces, nos mata. Cuando nosotros ponemos medida al amor, lo matamos; cuando
nosotros ponemos medida a la misericordia y decimos ‘hasta aquí hemos llegado’,
matamos esa relación. Somos imagen de Dios, no lo olvidéis. Y también nuestro
corazón está hecho para una misericordia sin medida, y para un amor sin medida,
y para una bondad sin medida. Está hecho para Dios (…).
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
S.I
Catedral, 21 de septiembre de 2014