Homilía en la Eucaristía en la Solemnidad de Todos los Fieles Difuntos en la S.I Catedral.
Fecha: 02/11/2014
Queridísima
Iglesia de Jesucristo, pueblo santo de Dios, Esposa de Nuestro Señor,
y queridos sacerdotes concelebrantes,
queridos amigos todos:
Hay una premisa, un supuesto, un
fundamento, tanto a la fiesta de ayer como a la conmemoración de hoy. Ayer
celebrábamos a todos los santos, a esa multitud innumerable de santos que han
existido desde el comienzo en el pueblo de Dios, y que la Iglesia, porque sólo
Dios conoce sus corazones, no ha tenido la ocasión o los medios para reconocer,
pero sabemos que somos miembros, parte de un pueblo de santos. También de un
pueblo lleno de pecadores.
Cuando los Padres hablaban de la
Iglesia, usaban con frecuencia una expresión que a nosotros nos chocaría sin
duda: la llamaban la “casta meretriz”, es decir, casta, y santa, inmaculada; se
aplica a ella el mismo adjetivo que se usa para referirse a la Virgen, que es
tipo e imagen de la Iglesia, y santa por la presencia de Cristo en ella y
porque siempre, en este pueblo, hay testimonios constantes de santidad que
suscita la gracia y la misericordia del Señor. Nunca han faltado y nunca
faltarán.
Y sin embargo, meretriz al mismo
tiempo, como lo fue el pueblo de Israel en las palabras de Oseas porque no
somos fieles a la Alianza nueva y eterna, al amor fiel, infinitamente fiel, sin
condiciones y sin límites con el que Dios se ha entregado a nosotros con su Hijo
Jesucristo y se entrega a nosotros en su Hijo Jesucristo.
Pecadora y santa a la vez, pero siempre
santa, y al mismo tiempo que pecadora. Pecadora como cualquier otro grupo
humano, no hay diferencia entre los pecados que uno puede discernir en la
Iglesia y los pecados y las pasiones que uno puede discernir en otro grupo
humano. La diferencia está en que ningún grupo humano ha producido tal cantidad
en la historia, tal cantidad innumerable, de vidas resplandecientes de
humanidad, resplandecientes de amor, de plenitud humana. De una plenitud humana
que no tiene explicación como fruto de los temperamentos, o de las cualidades, o
de los méritos de los hombres, sino como fruto de la presencia de Dios fiel, y
del amor de Dios fiel en nosotros.
La premisa de la fiesta de ayer en
que celebrábamos a todos esos santos anónimos, en el sentido de que no
conocemos sus nombres, pero sí que conocemos en la medida en que yo creo que
quienes estamos en la Iglesia todos hemos tenido la ocasión de conocer a
algunos de ellos en nuestra vida. Y hoy celebramos, o conmemoramos, y nos acordamos
y pedimos a todos los fieles difuntos. ¿Cuál es esa premisa? Un artículo de fe
que proclamamos todos los domingos en el Credo, aunque sea uno de los artículos
de fe más olvidados, menos vividos, que menos forman parte de nuestra experiencia
común como cristianos, por desgracia, porque es uno de los artículos extraordinariamente
más bellos, humanamente más bellos: la comunión de los santos.
La comunión de los santos significa
que todos aquellos que por el sacramento del Bautismo y por el sacramento de la
Eucaristía estamos vinculados al Cuerpo de Cristo, estamos unidos a Cristo con
unos lazos que son más fuertes que los lazos de la lengua, que los lazos de la
comunidad política, que los lazos de la amistad, o de tener las mismas ideas, o
incluso de los lazos de la familia o de la patria; más fuerte que ningún otro
tipo de lazos, más fuertes que los de la amistad o los del amor humano, porque
Cristo se ha hecho uno con nosotros de una forma que ni siquiera la unión del
matrimonio y de los esposos tiene la fuerza y realiza una unidad tan potente
como la de Cristo cuando se une a nosotros, por la Encarnación, por el don de
su espíritu, en el Bautismo y en la Eucaristía. (…)
Esa unión, que nos une también a
nuestros difuntos, a nuestros familiares difuntos, a nuestros padre difuntos, o
hermanos difuntos, a nuestros hijos difuntos, no la rompe la muerte. La unión
que Cristo ha establecido con cada uno de nosotros y con todos nosotros -porque
no es simplemente una relación llena de hilos individuales que nos llevan a
cada uno de nosotros a Jesucristo- nos convierte a nosotros en un pueblo, en una nación, en
una patria, en una familia, en una comunión, en una realidad histórica nueva, diferente
de las naciones de este mundo y diferente de la polis humana, pero no menos intensa
ni con un sentido de pertenencia menor. (…)
+ Javier Martínez
Arzobispo de
Granada
2 de
noviembre de 2014
Santa Iglesia Catedral