Homilía de Mons. Javier Martínez en la Eucaristía en la Fiesta de Todos los Santos, el 1 de noviembre, en la Santa Iglesia Catedral.
Fecha: 01/11/2014
Queridísima
Iglesia de Dios, pueblo santo, Esposa de Nuestro Señor Jesucristo,
muy queridos sacerdotes concelebrantes,
acólitos,
amigos todos:
Seguramente, sobre todo los que sois
forasteros, porque los de aquí estamos tan acostumbrados a verlo que no nos
llama la atención, los que venís por primera vez habréis visto cerca de la entrada
a la Catedral una especie de figura de mimo que suele haber por aquí, por el
centro, que es una figura que representa a la muerte, está siempre con una
guadaña y con una calavera; no es la visión más agradable de este mundo, pero
suele estar ahí prácticamente todos los días.
En una tienda justo enfrente de la
Catedral, abierta no hace mucho tiempo, podréis ver también dos armaduras
negras; es una tienda de hierbas y de té, y en las puertas hay dos armaduras
negras, junto a las cuales los turistas normalmente se hacen muchas fotos.
Tanto lo uno como lo otro son formas de ganarse la vida y no tengo yo por qué
criticar cosas que suceden en la calle. Lo que quiero yo es haceros reflexionar,
que no es casual que esas dos cosas estén junto a la Catedral, porque esas dos
imágenes están puestas ahí porque generan su morbo, y transmiten,
subliminalmente, una imagen popular, divulgada, de lo que es la Iglesia: la
Iglesia es algo que tiene que ver con la muerte, y con gente triste y preocupada,
y la Iglesia tiene que ver con la Inquisición, con los cruzados, y con
armaduras, pero preferentemente negras, quiero decir, tiene que ver con algo
oscuro. Esa imagen se creó en la Revolución Francesa y se ha alimentado a lo
largo de todo el siglo XIX y se ha convertido en la imagen popular.
Lo que voy es a ponerle relación a
esas dos cosas, tanto la tienda de teterías de hierbas de enfrente como al
hombre que hace mimo -y a mí el mimo me gusta, sólo que los hay más bonitos; se
ganan la vida de esa forma y no tengo yo nada que decir sobre eso-. Sí que quiero
hacer reflexionar que eso no está puesto ahí por casualidad, que no es que a uno
de repente le gusten las armaduras negras; no habría esas armaduras si estuviéramos
en otro lado que no fuera enfrente de la Catedral, y lo mismo la muerte.
En esa clave quiero recordar una
fiesta que me parece absolutamente vacía de contenido y que, sin embargo, se ha
divulgado por todas partes, se celebra en los colegios católicos como la cosa
más normal del mundo: la llamada fiesta del Halloween. El otro día me
encontraba con una niña de 8 ó 9 años que iba toda vestida de negro; tenía
pinta de ser una niña preciosa pero tenía pintadas unas ojeras horribles, terribles,
de difunta, realmente, en torno a los ojos, y llevaba pintada en la cara una araña.
En mi experiencia humana no hay nada que a una chica le dé más pánico que
encontrarse una araña grande en el suelo. Yo le di un beso, le dije: ‘Ahora
mismo te quito la araña ésta’; y no se la podía quitar porque la tenía
verdaderamente pintada en la cara y no se la iba a quitar tampoco.
Pero, de nuevo, es una transformación
que da la vuelta a la experiencia cristiana. Halloween es la celebración de la
muerte. ¿Me queréis decir, de verdad, con sentido común, qué hay que celebrar
en la muerte? Aparte del consumismo y de los intereses económicos que hay alrededor
de cualquier fiesta popular, en el sentido de que se venden trajes de
disfraces, se venden cosas, y todo eso mueve la economía. Mueve la economía y
corrompe la imaginación de los niños y de los jóvenes y de los adultos acerca de
lo que es el cristianismo, o de lo que estamos celebrando hoy. Porque no hay
nada más opuesto: no estamos celebrando la muerte, para nada, para nada.
Nosotros celebramos la vida, somos
el pueblo de la vida. Y no sólo de esta vida, es que somos el pueblo que no nos
importa realmente la muerte. Nos lo dijo el Señor con toda claridad en el
Evangelio: ‘No os preocupéis de los que matan el cuerpo y no pueden matar al
alma’. Sólo hay una cosa de la que tenemos que preocuparnos en esta vida, sólo
una: que pudiéramos alejarnos y perder la gracia del Señor y la misericordia
del Señor. Y eso, por la misericordia del Señor no por nuestros méritos,
sabemos que no va a suceder, luego, somos los seres humanos más felices en el
mundo. Ser cristiano es celebrar el triunfo, como empieza la primera lectura de
la noche de Navidad: ha aparecido la gracia y la misericordia de Dios. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
1 de
noviembre de 2014
Santa Iglesia Catedral