Homilía en la Eucaristía para celebrar con el Movimiento de Apostolado Seglar para Mayores Vida Ascendente a sus Patronos, San Siméon y Santa Ana, en el día de la Presentación del Señor en el templo.
Fecha: 02/02/2015
Queridísima
Iglesia del Señor, pueblo santo de Dios, Esposa amada de Jesucristo,
muy queridos D. Juan y D. Antonio,
y os puedo decir queridos a cada uno de vosotros porque a todos os llevo en el
corazón:
En todas las religiones, los templos
eran como lugares especiales, normalmente apartados, a veces, a los que había
que aproximarse con mucha preparación y con mucho tiempo. Pienso en los templos
egipcios, que tenía uno que ir pasando como distintas puertas hasta llegar al
lugar del templo. El mismo templo de Jerusalén era así: estaba primero el atrio
de los gentiles, después el atrio de las mujeres, el atrio de los judíos, y
después estaba el santuario, donde sólo entraban los sacerdotes, y estaba el
santo de de los santos, donde sólo entraba el Sumo Sacerdote y una vez al año,
en el lugar donde estaba de una manera especial la presencia de la gloria de
Dios.
Dios aparece así en la concepción que
los hombres a lo largo de la historia han ido construyendo, imaginando y así, como
alguien que siempre está como fuera del mundo. Y además, hay una parte de
verdad en ello: Dios es transcendente, Dios es más grande que el universo
entero. Hay un pasaje en el Libro del Eclesiastés que dice: el universo entero es
como una mota de polvo en la palma de tu mano. Quiere decir (imaginaros, hoy
que sabemos que las galaxias están a tantos millones de años luz y que las
vemos desde aquí y parecen un puntito en el cielo y son inmensas, más grandes
que el sol y que los planetas y que la tierra y así, somos nosotros los que
somos un puntito) y el universo entero, todas las galaxias, todo el universo es
una mota de polvo en la mano del Señor. Es natural, por lo tanto, que el hombre
se imagine a Dios como alguien muy lejano y con el que puede tratar sólo con un
temor muy reverencial, y no siempre, y en situaciones especiales, y a veces
cuando uno lo ha merecido. Por ejemplo, los egipcios antiguos tenían oraciones
muy largas para decir cómo se habían portado bien, para que los dioses con los
que ellos representaban la divinidad no tuvieran ira contra ellos, como
justificando ‘Señor, he hecho esto y he cumplido esto otro, y he hecho todo
esto y todas las cosas que había que hacer’. Y eso choca con el acontecimiento
cristiano radicalmente.
Os decía yo al principio que el
templo en el que entraba Jesús, claro, fue el templo de Jerusalén, había nacido
en una familia judía y Él cumplió toda la Ley. Según la Ley, cuando nacía un
hijo primogénito, para recordar que todo era don de Dios, se le consagraba al
Señor, se le entregaba al Señor; y para rescatarlo, se pagaba eso, un par de tórtolas
o dos pichones, en algunos casos un sacrificio mayor, que se le ofrecía a Dios y
se recuperaba al primogénito.
Esa especie de recuperación o de
rescate, como se le llamaba, del primogénito, es un cambio que introdujo Israel
humanizando con la experiencia del Dios vivo la costumbre de algunas religiones
más antiguas, donde se sacrificaba a los primogénitos. Un poco como Abraham: iba
a sacrificar a Isaac y Dios le libró de sacrificar a su hijo. Pues, también en Israel,
en el antiguo Israel y en las religiones de alrededor tenían sacrificios
humanos y con frecuencia se sacrificaba a Dios al hijo primogénito como gesto
de reverencia ante el misterio de Dios.
Jesús entra en el templo. Cumple con
la Ley de Israel. Pero cuando uno se pregunta ‘pero bueno, ¿en qué templo entra
Jesús?’, el movimiento del cristianismo es el contrario. El de los hombres es hacia
arriba, hacia arriba, hacia arriba, a ver si uno puede llegar cerquita de las
plantas de Dios; y el movimiento, lo que nosotros anunciamos, lo que ha
sucedido en la Encarnación y en la Navidad, es que Dios se ha acercado hasta
nosotros y el templo del Hijo de Dios es su cuerpo. Lo dijo Él. Una vez que viendo
el templo de Jerusalén, la gente comentaba lo maravilloso e impresionante que
eran aquellas rocas (era el templo ya de Herodes, que tenía bloques de piedra de
más de tres metros de longitud y de granito, que no hay granito por allí por la
Tierra Santa, sino que tenía que haber sido traído de muy lejos, y a lo mejor
una piedra sola para un barco entero), y es cuando Jesús dice: ‘Destruid este
templo y en tres días lo reconstruiré’. Y nadie entendía, y decían: ‘Qué cosas
más raras, cómo lo va a reconstruir’. Y dice el evangelista: ‘Pero Él les hablaba
del templo de su cuerpo’. ¡Oh, cielos!
Entonces, ¿cuál es el primer templo
del Hijo de Dios en la Tierra?: el seno de la Virgen. Como dice un Padre de la
Iglesia: ‘El Hijo de Dios moró en ese templo del seno de la Virgen nueve meses;
mora en el templo que es la Iglesia hasta el final de los tiempos; y mora en el
alma de cada uno, en la humanidad, en cada uno de los fieles, por los siglos de
los siglos’. (…)
+ Mons. Javier Martínez
Arzobispo de Granada
2 de
febrero de 2015
Iglesia parroquial del Sagrario Catedral